Por: Eduardo Luque. 01/05/2025
El resurgir del militarismo europeo no puede comprenderse sin atender a los intereses económicos que lo sustentan. En un momento de agotamiento estructural del modelo neoliberal, marcado por un estancamiento prolongado producto de la crisis financiera global de comienzos de siglo y de los conflictos internacionales que abrió, el rearme está siendo utilizado como catalizador para redefinir las prioridades del Estado. En este marco, el complejo militar-industrial se presenta no solo como un sector económico emergente, sino como una vía privilegiada para recomponer la rentabilidad del capital.
Los grandes beneficiarios de esta nueva «economía de guerra» son las propias estructuras del sistema, que, hundidas en una profunda crisis encuentran en el conflicto armado y la tensión internacional un terreno fértil para su recomposición. La actual guerra arancelaria, el desmantelamiento progresivo de los servicios públicos y la consolidación de un modelo de concertación público-privada revelan una estrategia orientada a expropiar la riqueza social acumulada. No es casual que figuras como Moritz Schularick, presidente del Instituto de Economía Mundial de Kiel, señalen abiertamente que «habrá que atacar también el sistema de pensiones» para financiar el esfuerzo militar (Der Spiegel, 10/01/2025).
Este proceso, sostenido en el tiempo, ha tenido como clave el cultivo de una cultura del miedo, que funciona como herramienta para debilitar resistencias sociales y avanzar en la mercantilización total de lo común. El complejo militar-industrial, convertido en nuevo motor económico, se alimenta así de la precarización, del autoritarismo y el vaciamiento de lo público, los derechos ciudadanos y la democracia representativa viven hoy sus horas más bajas. La crisis sistémica en la que vive anclado el bloque occidental ha impulsado una deriva belicista que funciona como mecanismo para sostener las tasas de ganancia de las élites gobernantes. El reordenamiento de prioridades en favor del gasto militar se ha convertido así en una salida estructural al agotamiento del propio modelo neoliberal.
En los últimos años, Europa ha sido testigo de una transformación silenciosa pero profunda: la combinación de múltiples crisis —la financiera, la sanitaria derivada de la pandemia de COVID-19, y el conflicto militar en Ucrania y Oriente Medio— han servido de catalizador para justificar un incremento del gasto en defensa, bajo el paraguas, eso sí, de una retórica de seguridad cada vez más imprecisa y excluyente.
El proceso de militarización institucionalizada que se observa en este contexto no solo altera los equilibrios presupuestarios, sino que redefine el papel del Estado en un momento de enorme fragilidad social y ecológica. A través del análisis de discursos, datos fiscales y dinámicas geopolíticas, puede sostenerse que el rearme europeo no responde a imperativos defensivos, sino que constituye una opción política destinada a sostener estructuras de poder, canalizar recursos públicos hacia intereses privados y gestionar las tensiones sociales mediante el miedo.
Desde la cumbre de Gales de 2014, donde la OTAN estableció el objetivo del 2% del PIB en gasto militar, Europa ha profundizado en una agenda de rearme que encuentra en la guerra de Ucrania su justificación perfecta. Sin embargo, el análisis de fondo revela que esta política obedece menos a una amenaza externa real que a un rediseño interno del pacto social europeo cada vez más cuestionado por su propia deriva autoritaria.
La imposición de nuevos objetivos de gasto —del 3,5% al 5% del PIB en algunos países— marca un punto de inflexión: estamos ante un proceso de militarización estructural impulsado desde el núcleo del poder atlántico. El rearme es una decisión política funcional al capitalismo en crisis, y se legitima mediante discursos de miedo, revisionismo histórico y apelaciones vacías a la seguridad colectiva. Lo expresaba con crudeza el propio Adam Smith en 1776 cuando decía: “La defensa es de mayor importancia que la opulencia”[1].
En el caso europeo y tras la crisis financiera global, el modelo de crecimiento entró en una fase de estancamiento prolongado. La pandemia y la desglobalización acelerada terminaron de erosionar las bases fiscales y productivas del modelo europeísta. Ante este colapso progresivo, las élites económicas y políticas han buscado y encontrado en el rearme, aunque supeditado a los intereses norteamericanos, un nuevo motor de acumulación. La presión de Estados Unidos ha sido clave en esta transformación. Tras las gesticulaciones de Donald Trump y la amenaza de los aranceles, la Unión Europea se ha plegado a invertir 800.000 millones de dólares en su rearme. El control de la inflación al 2% y el límite del déficit al 3% han quedado relegados. No había dinero para pensiones, ni para mejorar las prestaciones por desempleo, ni para reforzar los sistemas públicos de salud y educación, pero han aparecido cientos de miles de millones para financiar los ejércitos. Las declaraciones del actual secretario general de la OTAN, Mark Rutte, apuntan a una escalada presupuestaria sin precedentes.
El rearme no llega acompañado de una reforma fiscal progresiva ni de nuevos ingresos públicos. Su financiación descansa sobre deuda, recortes y reasignación del gasto social. En países como Alemania, los 100.000 millones de euros extraordinarios destinados a la Bundeswehr (ejército alemán) no forman parte de los presupuestos ordinarios, puesto que se pagarán con déficit. En España, el ajuste fiscal repercute de forma directa sobre áreas esenciales como las pensiones, la salud y la educación. Nuestro gobierno ya ha anunciado que alcanzará el 2% de gasto en defensa, sabemos y así lo hemos señalado que la realidad es muy otra; las partidas presupuestarias no ejecutadas que se desvían hacia defensa, las deudas contraídas por otros ministerios y que tienen como finalidad incrementar las partidas militares hacen del seguimiento estricto de esta partida de gasto un trabajo ímprobo y más cuando el propio Ministerio de Defensa, en su última reforma, ha difuminado sus propios límites. El gobierno está usando la cláusula de flexibilidad (traspasar partidas no gastadas de otros ministerios a Defensa) de forma arbitraria y sobre todo opaca al escrutinio público. Por otra parte, el nuevo organigrama del Ministerio de Defensa, modificado a finales del año 2024, no aporta claridad sobre el gasto real, bien al contrario, parece llamado a ocultarlo. En ese contexto con el riesgo de una alta inflación y encarecimiento del crédito por efecto de la guerra arancelaria, esta reorientación presupuestaria agravará las condiciones de vida de las clases populares y compromete la sostenibilidad futura del Estado social.
Percibimos también una sincronización entre el discurso político y la narrativa mediática dominante, que repite —con distintos matices pero bajo una lógica común— las mismas justificaciones para el rearme. La figura de un enemigo difuso y omnipresente, precisamente por su indefinición, resulta aún más eficaz para movilizar recursos y disciplinar a la opinión pública. En este marco, se ha construido la figura de Vladimir Putin como una suerte de Leviatán geopolítico, condensación simbólica de todos los males imaginables; la función de esta imagen simbólica es clausurar el debate, suprimir la disidencia y legitimar políticas de excepcionalidad en nombre de una seguridad superior. Hablar de Putin equivale, en este relato, a invocar una amenaza absoluta que justifica cualquier tipo de sacrificio económico o institucional.
Desde sectores de la izquierda institucional hasta representantes de la extrema derecha, la idea de una amenaza inminente es utilizada para naturalizar decisiones que antes habrían generado rechazo. Así, declaraciones como las de Roberto Habeck (Los Verdes), quien afirmó que «necesitamos gastar casi el doble en defensa», o de Alice Weidel (AfD), que expresó su apoyo sin reservas a elevar el gasto militar al 5% del PIB, ilustran cómo la lógica del miedo ha sido interiorizada por un amplio espectro político. Incluso el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, ha señalado que «será mucho más que el dos por ciento». Esta convergencia discursiva permite consolidar una arquitectura de seguridad basada en el incremento continuo del gasto militar y en la erosión del debate democrático.
En este mismo marco ideológico, cabe señalar el rol y la influencia, desde hace más de una década, de sectores ucranianos, particularmente vinculados a movimientos ultranacionalistas, que han servido como vectores de expansión de ideas neofascistas por diversos países de Europa del Este y Central. La exaltación de figuras colaboracionistas, la represión de símbolos de la memoria antifascista y la infiltración de estos discursos en redes institucionales y mediáticas no son fenómenos aislados, sino parte de un proceso más amplio de desideologización del pasado reciente y de blanqueamiento del extremismo bajo la retórica de la lucha por la libertad europea. Esta narrativa, sostenida por determinados gobiernos y amplificada por medios afines, refuerza una lógica de polarización que justifica tanto el rearme como la criminalización del disenso. Uno de los ejemplos más evidentes de esta tendencia revisionista se manifiesta en Alemania, donde se han impuesto restricciones a los actos conmemorativos de la victoria sobre el nazismo por parte del Ejército Rojo, y se han promovido medidas para eliminar monumentos que recuerdan ese episodio histórico. Esta negación simbólica del papel soviético en la derrota del fascismo forma parte de una estrategia más amplia de relectura del pasado. Recientemente, la responsable de exteriores de la Unión Europea, Kaja Kallas, advirtió a varios gobiernos que no asistieran a las conmemoraciones del 9 de mayo en memoria de la capitulación nazi, alegando que ello podría interpretarse como una muestra de apoyo a la narrativa rusa. Estas declaraciones no solo reescriben la historia, sino que pretenden borrar una parte fundamental de la memoria antifascista europea en nombre de un alineamiento ideológico acrítico con el presente geopolítico.
ES NECESARIO AUMENTAR EL GASTO MILITAR. ¿ESTÁ EUROPA INDEFENSA?
Los datos disponibles de 2024 muestran que la OTAN mantiene una superioridad militar abrumadora frente a Rusia en todos los indicadores principales: el gasto total en defensa alcanza los 1,19 billones de dólares (EEUU 754.000 millones, Europa + Canadá 430,000 millones, frente a los 160.000 millones por parte de Rusia. El gasto combinado de la OTAN según este informe sería seis o siete veces superior al de Rusia. Incluso sin EEUU, el gasto de Europa y Canadá supera ampliamente al ruso; la Alianza dispone de más de 5.400 aviones de combate frente a poco más de 1.000 del lado ruso, y controla más del 70% del mercado mundial de armamento frente al 3,5% que representa Rusia. Además, cuenta con más de tres millones de efectivos, duplicando de largo a las fuerzas de que dispone Moscú, que rondan los 1,3 millones. En términos convencionales, la ventaja es contundente, mientras que las capacidades nucleares de ambos bloques aseguran un equilibrio de disuasión mutua que desincentiva una confrontación directa. A pesar de estos datos el relato político y mediático insiste en un miedo casi apocalíptico a la amenaza rusa. ¿Por qué?
Hay dos grandes objetivos que hemos de contextualizar: el primero afecta directamente al corazón del modelo social europeo: el sistema de pensiones. Las reformas en marcha o previstas en varios países de la UE pretenden expropiar la riqueza social, en este caso las pensiones, por la vía del consentimiento asociado al miedo de un enemigo externo. Los grandes grupos de presión económica, la clase dirigente europea utilizando los sucesivos gobiernos, también el español, y ansiosos por disponer de los fondos de las pensiones públicos decidieron hace tiempo aumentar la edad de jubilación hasta acercarla a la esperanza de vida. Por otra parte pusieron en marcha procesos para reducir el importe de las pensiones, mediante fórmulas que permiten «compatibilizar» trabajo y pensión a costa de recortes, eso sí, y por último y mucho más trascendente, desviar cotizaciones a fondos privados, gestionados por gigantes financieros como BlackRock o Allianz, grandes inversores en la guerra ucraniana. Estas reformas no se presentan nunca como parte del rearme, sino como medidas de «sostenibilidad», aunque muchas veces coinciden con declaraciones explícitas que las vinculan a las necesidades militares. El proceso es gradual, casi silencioso, pero muy real.
Para evitar resistencias sociales, el discurso oficial quiere fragmentar a la sociedad: enfrenta a jóvenes con mayores, a trabajadores con jubilados, a mujeres con hombres, ha parados con pensionistas. Esta fragmentación impide una respuesta colectiva frente a lo que en realidad es un saqueo sistemático del Estado de bienestar. Como ya ocurrió durante las guerras mundiales, el sistema de pensiones se convierte en una herramienta más del esfuerzo de guerra, aunque esta vez bajo una fachada democrática y en tiempos de paz.
El segundo gran objetivo que ha conseguido este rearme ha sido maniatar a la UE a través de su dependencia energética.
El conflicto como catalizador de la dependencia energética
El informe de Greenpeace de 27 de abril del 2023 evidencia que la guerra ha sido igualmente funcional a la consolidación de una estrategia energética basada en el gas importado desde EEUU. La tan cacareada agenda europea 2030 ha quedado reducida a la nada. Las importaciones de gas natural licuado (GNL) por parte de Europa aumentaron un 140% en 2022, y España, por ejemplo, se convirtió en el tercer mayor importador continental tras Francia y Reino Unido. Empresas como Naturgy y Endesa han firmado contratos de importación con vigencia hasta 2040, en un contexto de prohibición interna del fracking. La contradicción es evidente: se prohíben técnicas de extracción por sus riesgos ambientales y sanitarios, pero se externalizan sus consecuencias hacia regiones como Texas, Nuevo México o Luisiana, cuyos habitantes —principalmente comunidades racializadas de bajos ingresos— asumen los costes ecológicos y de salud pública del modelo energético europeo.
La reactivación de infraestructuras gasísticas como la planta de El Musel en Gijón, inactiva desde 2014, ilustra este giro estratégico. Según el propio informe de Greenpeace, este tipo de inversiones no contribuyen a la reducción de precios ni a la democratización del acceso a la energía, sino al fortalecimiento de conglomerados energéticos que concentran poder económico y capacidad de influencia sobre los marcos regulatorios. La guerra, real o imaginaria, representa una enorme oportunidad para hacer negocio al margen de las restricciones y cautelas ecológicas que deberían implementarse.
¿Quién defiende a Europa de sí misma?
Las verdaderas amenazas a la seguridad europea no provienen de ejércitos extranjeros, sino de procesos sistémicos y transnacionales: el cambio climático, la desinformación, la desigualdad estructural y las crisis sanitarias globales. Sin embargo, la respuesta dominante sigue siendo el rearme. Invertir en defensa no resuelve estos desafíos; los agrava. El rearme no es una consecuencia inevitable del contexto internacional, sino una elección deliberada que responde a la necesidad de garantizar nuevas fuentes de acumulación en un contexto de crisis prolongada del modelo neoliberal. En ese marco, las políticas de seguridad no están orientadas a proteger a la población, sino a blindar un orden económico que privilegia la concentración de la riqueza y el debilitamiento del Estado socia cada euro destinado al armamento es un euro que no se dedica a la transición ecológica, la salud pública o la educación universal. La seguridad no es un cañón: es una red social de protección y dignidad. El rearme no es inevitable. Es una elección política. Y como tal, puede y debe ser cuestionada.
Referencias:
- Greenpeace Deutschland (2024). Wer profitiert vom Krieg in der Ukraine?
- Greenpeace España (2023). “La seguridad energética y la trampa del gas.”
- NATO Wales Summit Declaration (2014).
- SIPRI Military Expenditure Database (2023).
- Eurostat (2023). COFOG – Classification of the Functions of Government.
- Handelsblatt (3 de enero de 2025). Entrevista a Robert Habeck
- Bild am Sonntag (2 de febrero de 2025). Declaraciones de Mark Rutte.
- ZDF Heute Journal (8 de enero de 2025). Declaraciones de Alice Weidel.
[1] El autor consideraba que para asegurar los mayores beneficios del libre comercio era necesaria una existencia de paz asegurada por la posesión de bienes estratégicos mediante la amenaza de la fuerza militar.
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Fotografía: El viejo topo