Por: Philip Glass. 14/07/2022
A lo largo de sesenta años he emprendido el estudio de cuatro tradiciones: el hatha yoga, siguiendo el sistema de Patanjali, el budismo tibetano Mahayana, el taoísmo qigong y el taichí y la tradición tolteca del centro de México. Todas ellas se basan en la idea de la existencia de «otro mundo», un mundo que normalmente no se ve, y parten de la premisa de que ese mundo oculto puede hacerse visible. Aunque con estrategias y prácticas muy diferentes, son tradiciones hermanas que reflejan un objetivo común.

Hasta cierto punto, algunas cosas se pueden comprender, si no aprender, mediante la lectura de libros y memorias de los practicantes tradicionales. Sin embargo, en este tipo de estudios y prácticas poco habituales está probado que es el contacto directo con maestros conocedores y cualificados la mejor forma de guía y estímulo. De hecho, el progreso en música sigue el mismo patrón. Grandes maestros de música, y puedo citar personalmente a cuatro: Nadia Boulanger, la señorita Dieudonné, Ravi Shankar y Alla Rakha, enseñan de idéntica manera, esto es, en sesiones individuales con sus estudiantes, para que estos después lleguen a dominar las técnicas paso a paso mediante un intenso trabajo personal.
No sería hasta los años ochenta que llegaría a conocer a otro yogui, Swami Bua, quien, al echar la vista atrás, fue el maestro de yoga más refinado que he conocido. No estoy seguro de a qué escuela pertenecía, aunque vi una fotografía suya en su estudio en la que aparecía retratado junto a Sivananda, en 1924, cuando Swami Bua tendría unos treinta años. Fue mi hijo Zack, cuando apenas superaba los trece, quien me llevó a la clase de yoga de Swami Bua en el pequeño apartamento que tenía cerca de Columbus Circus, en Nueva York. Cuando entramos en la sala de estar de su estudio, estaba sentado con las piernas cruzadas al fondo de la habitación.
—¡Ah! Señor, veo que me ha traído usted a su hijo —me dijo—.
No se preocupe, yo cuidaré bien de él.
—No, Swami —le dije yo—. Es mi hijo quien me ha traído a mí y me gustaría que cuidara usted bien de mí.
Cuando lo conocí, Swami superaba los noventa años y todavía daba dos clases diarias. Para entonces, yo rondaba los cincuenta y no tuve problemas para adaptarme a su programa. Sin embargo, se trataba de un programa altamente desarrollado y personal con numerosos detalles nuevos para mí. Aunque siempre estaba muy despierto, a veces, casi centenario, daba alguna cabezadita durante la clase. Su programa se convirtió en la base de los ejercicios de yoga que continúo practicando diariamente.
Swami Bua era un estricto vegetariano. A veces, durante la clase, se ponía a hacer una diatriba contra el consumo de carne. Como era más bajo que cualquiera de nosotros, pues debía medir alrededor de un metro y medio, blandía su mano con el dedo estirado ante tu cara y decía acaloradamente: «Estás convirtiendo tu cuerpo en un cementerio».
En cierta ocasión, estaba recibiendo yo la peor parte del rapapolvo exactamente con la frase del cementerio, cuando protesté y le dije: «Pero, Swami, si yo soy vegetariano desde hace treinta años». Inmediatamente, se le suavizaron las facciones y la voz. Levantó el brazo y me dio unos golpecitos en la cabeza.
—¡Que Dios te bendiga!
El vínculo más directo y claro entre mi trabajo con estas tradiciones orientales y la obra musical que he llevado a cabo al mismo tiempo se aprecia en las piezas basadas en esas mismas tradiciones. Una de las grandes obras basadas en fuentes indias es desde luego Satyagraha. Otra es La pasión de Ramakrishna, un oratorio para coro, solistas y orquesta compuesto en 2006. Aunque cantado en inglés, la obra se basa en la biografía de Ramakrishna escrita a finales del siglo XIX por uno de sus discípulos. Además de estas dos obras, hay otras varias selecciones de textos religiosos indios que aparecen en mi Sinfonía n.º 5 (1999). De mi relación con el budismo tibetano procede la música para Kundun, la película de Martin Scorsese sobre la vida del Dalai Lama, y «Songs of Milarepa» (1997), una pieza para solistas y orquesta basada en poemas de Milarepa, un yogui y poeta tibetano que vivió hace más de mil años.
Estas obras nunca las habría podido imaginar, ya no digamos componer, sin el tipo de estudio en profundidad y la práctica que permitió mi relación directa con las tradiciones de India y el Tíbet. Hace tiempo que no he vuelto a India, pero he continuado mi búsqueda e indagación de lo esotérico o trascendente en la vida cotidiana en otras varias direcciones.
-Philip Glass, Palabras sin musica
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Fotografía: Fundación filosófica