Por: Luis Armando González. 02/11/2022
Con demasiada frecuencia escucho en diferentes espacios –incluidos algunos espacios académicos— el uso de la palabra “tradicional” como algo negativo, es decir, en un sentido mediante el cual algo es declarado no sólo obsoleto, sino pernicioso. Así, en algunos ambientes se ha vuelto común el que baste con denominar a algo que no gusta (o que se busca anular) como “tradicional” para que se asuma que ese algo es inservible e incluso deleznable. Y cual meme que se propaga sin resistencia, se van multiplicando las voces que reiteran el tradicionalismo –y lo inservible y nocivo— de aquello que es objeto de tal etiqueta, dígase “los partidos tradicionales” o “la educación tradicional”.
Es probable que muchos de los que repiten la fórmula no hayan reflexionado sobre si su uso es adecuado o sobre si declarar que algo es “tradicional” lo convierte automáticamente en nefasto o lo dota de una antigüedad más antigua que los calendarios. Más aún, probablemente no caigan en la cuenta de que descalifican a la “educación tradicional” o a los “partidos tradicionales”, por ser tradicionales, pero no a las celebraciones navideñas o de semana santa que son tradiciones puras y duras.
Dicho de otra forma, un análisis básico del uso peyorativo de la palabra “tradición” revela que ese uso aplica sólo a ciertos hechos, acontecimientos o instituciones; en concreto, a aquello que, desde ciertos intereses y compromisos, se quiere declarar obsoleto y negativo. La pregunta de fondo, sin embargo, es si eso que se declara obsoleto y negativo, aplicándole el calificativo de “tradicional”, en realidad lo es. Mirar a la realidad es un hábito que está de capa caída en una época en la cual reiterar fórmulas fáciles ahorra el esfuerzo de la reflexión y el análisis. Es un hábito que no debería dejarse desfallecer, aunque las ilusiones sean más cómodas o agradables que la realidad.
Situémonos en El Salvador y veamos, por ejemplo, el caso de la llamada “educación tradicional”. Una cosa que llama la atención en quienes la minusvaloran (o declaran inservible o una fuente de males educativos) es la poca claridad sobre lo que entienden por ella. ¿De dónde a donde abarca? ¿Es todo lo que se hizo en educación antes de la llegada de las modalidades virtuales? ¿O acaso la educación tradicional es aquello previo a la reforma educativa de los años noventa? ¿O acaso lo previo a la reforma educativa de Walter Béneke?
Son preguntas gruesas e inevitables. A ellas se añaden estas otras: ¿cuáles son los componentes tradicionales de la educación en esos distintos momentos históricos? ¿De qué manera esos aspectos tradicionales tienen efectos (negativos o positivos) en los procesos de enseñanza aprendizaje, en la integración social y en la ciudadanía? Sin duda, estas interrogantes no pueden ser abordadas si no se tiene una idea precisa de lo que significa tradición: para los que no lo saben, significa transmisión (de una generación a otra) de prácticas, símbolos y significados, o sea una transmisión de cultura.
Las tradiciones (y las culturas) se van forjando a lo largo del tiempo, van cambiando y algunas van desapareciendo, siendo reemplazadas por otras. En fin, lo que se llama “educación tradicional” en El Salvador es el resultado un largo proceso de forja educativa en el que hay aspectos que vienen bastante atrás en el tiempo y otros que vienen (y que se han afianzado con fuerza) desde la segunda mitad del siglo XX, cuando la modernización fue la bandera de los gobiernos, modernización que, por cierto, era ofrecida como opuesta a la “tradición”.
Por supuesto que en el presente algunos de los que hablan de la “educación tradicional” insisten en algunas de las características y bondades de la educación virtual. Me he fijado en tres: autodidactismo, pensamiento crítico y autonomía. Pues resulta que eso tres aspectos han estado presentes en la educación desde antes de la virtualidad educativa. Para el caso, León Tolstoi –quien escribió Guerra y paz (1865) fue un extraordinario autodidacta. Y no fue el único: la formación autodidacta ha sido permanente desde hace mucho tiempo en las distintas sociedades, incluida la salvadoreña. Yo mismo soy un autodidacta, y sé que una formación así tiene el riego de la dispersión y el desorden mental, lo cual es suplido por la sistematicidad que, usualmente, se aprende (y yo aprendí) en la educación formal.
En cuanto al llamado pensamiento crítico, se remonta, como mínimo, hasta Karl Marx. Y el siglo XX fue el siglo de la crítica; y ésta, a mediados de los años 50 de ese siglo, se hizo presente en la política y la cultura de América Latina. La reflexión crítica, el análisis de los contextos y las implicaciones prácticas del conocimiento cobraron vigencia, en pugna con la memorización mecánica y descontextualizada propias de la educación de entonces. Mi educación en los años 70 y 80 es resultado de los esfuerzos de quienes, mis maestros y maestras, realizaban su labor docente en el entrecruzamiento de lo memorístico mecánico y el espíritu crítico. Ese es el contexto en que se entiende bien la recepción, en esos años y en El Salvador, de Pedagogía del oprimido de Paulo Freire.
Y de la autonomía educativa puedo decir que es una aspiración que se remonta a Kant y a la Ilustración, en el siglo XVIII. O sea, es una aspiración (y una práctica) antigua, al igual que la formación autodidacta. La educación salvadoreña de los años setenta y ochenta del siglo XX, de la que soy hijo, exigía una autonomía extraordinaria a los estudiantes, no sólo para pensar por cuenta propia, sino para acceder a los recursos formativos básicos, como libros o instrumentos y materiales para tareas ex aula. Había, pues, mucho trabajo para un estudiante, que, si quería salir adelante, debía poner su mejor empeño. Autonomía quiere decir valerse por uno mismo, sin la tutela de otro. Pues de eso se trataba en aquellos años en los que me formé como bachiller y licenciado.
Lo anterior no quiere decir que la educación virtual no tenga esos tres componentes. De hecho, en mis mejores experiencias como docente en modalidad virtual esos componentes han estado presentes, lo cual me ha llenado de alegría. Lo que quiero decir es que no son nuevos, sino que hacen parte de una muy buena tradición educativa que, espero, no se pierda nunca.
¿Significa entonces que entre la educación virtual y la presencial (“tradicional”) no hay diferencias? Por supuesto que las hay, y comprender cuáles son puede ser de gran ayuda a la hora de elegir lo más útil de cada una de ellas en cada circunstancia. ¿Quiere decir, entonces, que una de las dos modalidades educativas es mejor (o superior) que la otra? De ninguna manera. Como en toda obra humana, no hay nada perfecto, y tanto la una como la otra tienen defectos y debilidades, pero también tienen puntos fuertes que si se saben ensamblar pueden apuntalar de mejor manera los procesos educativos. Desde mi punto de vista plantear el asunto como “lo uno o lo otro” no es correcto; quizás sea mejor decir “lo uno y lo otro” no en abstracto, sino según sean los propósitos educativos que se persiguen.
En fin, como lo muestra la tradición crítica en educación –una tradición humanizadora de largo aliento— lo tradicional no es tan deleznable como se nos quiere hacer creer. Asimismo, hay tradiciones que tejen lo mejor de lo que somos; y hay otras que tejen lo peor y lo, que es más grave, algunas de las “novedades” más aberrantes son un brote suyo.
Fotografía: https://ens9001-infd.mendoza.edu.ar/sitio/la-educacion-como-practica-de-la-libertad-fragmento/