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Nominalización.

por La Redacción noviembre 23, 2017
noviembre 23, 2017
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Por: Nicolás de Brea Dulcich. Revista Hamartia. 23/11/2017

¿Indios? ¿Indígenas? ¿Aborígenes? ¿Pueblos Originarios?

Muchos son los términos con que se define o nombra a las personas y a los pueblos que habitan nuestro continente desde hace miles de años, pero ¿cuál es el correcto? Depende, porque todos ellos responden a un determinado contexto histórico, a una coyuntura económica y social particular y, sobre todo, a un enunciador singular; los términos y las palabras no caen del cielo ni “se dicen” solas. Siempre son dichas por alguien en una circunstancia dada. Siendo así, resulta difícil e impreciso hablar de términos correctos o incorrectos. Por ello, más que indagar sobre el significado de las palabras, tal vez sería más útil prestar atención a los agentes sociales que las emplearon y al marco histórico en que lo hicieron. Así podríamos ahondar en aquello (o en este caso, en aquéllos) que los términos y las palabras buscan nombrar.

Las categorías de indios, indígenas, aborígenes y pueblos originarios; son producto del sistema colonial iniciado con la Conquista. Antes de 1492, las personas que habitaban esta parte del mundo (que todavía no se llamaba América) no se reconocían bajo ninguno de estos cuatro términos. Por el contrario, ellos eran taínos, caribes, guaraníes, cheroquis, selk’nam, entre tantos más. Es decir, tenían una identidad propia y distintiva que los caracterizaba y diferenciaba de sus vecinos. De acuerdo con su singular manera de entender el mundo e imaginarse a sí mismos, ellos no formaban parte de una “gran masa continental”, no eran “indios”. Desde Alaska hasta Tierra del Fuego vivían millones de personas bajo organizaciones sociales muy diversas, con diferentes creencias religiosas, conviviendo pacíficamente o enfrentándose, poblando la selva, las montañas, las costas, las llanuras, etc.

Los hombres y mujeres de este lado del mundo podían identificarse a sí mismos como miembros de su grupo familiar, de su comunidad, de su pueblo o, también, a partir de la geografía que habitaban, de su labor social, de su rol distintivo a nivel jerárquico o de alguna otra cualidad particular que los distinguiera (un oficio, una habilidad, un saber, etc.).

Es necesario tener presente que las identidades son producto de las relaciones sociales, de producción, de sentido, de poder, etc. Y esto implica que deben ser entendidas como procesos que emergen en condiciones históricas específicas y no como realidades estáticas. Siendo así, los sentidos que se instituyen en torno a ellas están permanentemente sujetos a la posibilidad de cambio.

Así, por ejemplo, los mexicas llamaban despectivamente “chichimecas” a los pueblos que vivían más allá de la frontera norte. De un modo similar, en el Tahuantinsuyu (que era el imperio del Inca) se usaba el término “mataco” (que en la lengua imperial quechua significa un animal: el armadillo) en vez de “wichi”, y se empleaba genéricamente el término “diaguitas” para referir a los diversos pueblos que habitaban y controlaban el actual noroeste argentino (mientras ellos se conocían entre sí como “quilmes”, “amaichas”, “tolombones”, “yocaviles”, etc.).

Estos ejemplos no hacen más que confirmar que las identidades son procesos que resultan de las relaciones sociales. Y éstas, a su vez, están (o al menos estuvieron) intrínsecamente ligadas a un fenómeno triste pero recurrente: el de la desigualdad.

Un mito bastante extendido consiste en creer que la desigualdad, la violencia y la injusticia aparecieron en este hemisferio con la Conquista. Pero la historia muestra algo diferente. Porque si bien la invasión ultramarina fue responsable de incontables muertes, violaciones, saqueos, etc., también es cierto que este continente no era “la tierra sin mal”. Quienes habitaban estas tierras eran, ante todo, personas: seres humanos, con todo lo que ello significa.

Sin embargo, hay algo que sí creemos que sucedió a partir de la Conquista: las distintas y diversas identidades que existían hasta entonces se fueron diluyendo a medida que los europeos avanzaban militarmente. Esto condujo a que, con el paso del tiempo, la violencia, la penetración cultural, la imposición física y simbólica, y la reproducción de un nuevo sistema político y social, el imperio español (y posteriormente las distintas potencias europeas) construyera una estructura colonial que ordenaba la realidad bajo un principio de dualidad; por un lado, el colonizador y, por el otro, los colonizados.

Es por ello que cualquier término empleado para denominar genéricamente a los pueblos que habitan nuestro continente desde hace miles de años son, en realidad, términos negativos. Y no solamente en un sentido peyorativo, sino también debido a que encubren una multiplicidad de identidades originales al tiempo que las reemplazan por una única identidad aglutinante y totalizadora: si todos son indios es porque todos son iguales, “dan lo mismo”. Su carácter distintivo de humanidad pierde relevancia frente al imperativo colonial; ellos, a partir de la Conquista, dejan de ser individuos y pueblos singulares para amalgamarse en una nebulosa de significado. Se convierten en “indios”, en “salvajes”, en “impíos”, en fin; en colonizados.

Nicolás de Brea Dulcich

Antropólogo UBA / Maestría en Historia Contemporánea UNGS

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ.

Fotografía: Maite Larumbe

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