Por: Dystopica. 22/10/2021
PARA UNA ECOLOGÍA DE LA PRESENCIA
La eco-ansiedad sería el mal de nuestra generación. Cuando el flujo catastrófico de información sobre el cambio climático se opone a la impresión de que este mundo es imposible de cambiar, se nos va la olla. Nos obsesionamos con cualquier cosa que esté lo suficientemente cerca de nosotros para controlarla: cero residuos, veganismo, transporte público para los pobres, coches eléctricos para los ricos, calles peatonales para los buenos ciudadanos, marchas por el clima, porque necesitamos actuar juntos como sociedad. Estamos asistiendo a una desviación importante. Nuestra preocupación por el mundo se transforma en patología y nuestro deseo de cambiarlo en propuestas impotentes. La fuerza de las escapatorias que se nos proponen proviene del hecho de sabernos vinculados al resto del mundo viviente. Nos habita la preocupación por no destruir lo sagrado, el deseo de vivir en otro lugar que no sea en medio de un mar de cemento, comiendo verduras transgénicas y carne de mataderos industriales. Desvían la autenticidad de nuestra sensibilidad, el sentimiento que nos atraviesa diciéndonos que actuemos, que encontremos formas de vivir que no destruyan lo que vive sino que generen más vida.
LA CRÍTICA MUY DE MODA en la izquierda, que consiste en que las acciones individuales son inútiles y que nuestra única ventaja reside en la acción gubernamental, no tiene más interés para nosotros que el impulso de culpa y sacrificio típico de los grupos activistas. La hipótesis que queremos profundizar para llevarla a sus conclusiones políticas se sitúa en la invención de formas de vivir en y en contra de esta época catastrófica. Dado que aún no se han aclarado las formas de hacerlo, intentamos aquí empezar a despejar el terreno.
Aunque nos alegremos que cientos de miles de personas sientan el deseo de actuar, de comprometerse a cambiar sus vidas, de asumir riesgos y de salir de su zona de confort, esta energía ha sido hasta ahora desviada. Uno tiene que saber que la hormigonización del mundo y la destrucción de los seres vivos, así como nuestra incapacidad de producir para alimentarnos, no son accidentes del destino, sino proyectos políticos de enriquecimiento para la desposesión. Detenerlos no será fácil. Hasta ahora nada ha cambiado porque nuestra fuerza ha sido capturada por todo tipo de soluciones que son tan patéticamente impotentes como irresponsables. Frente a la “crisis”, se nos sugieren dos propuestas. Por un lado, un ecologismo activista de reivindicaciones, en el que reclamamos a nuestros gobiernos que actúen para salvar la situación, y por otro, un ecologismo individual en el que cambiamos nuestras prácticas de consumo a través de decisiones cotidianas.
Es en la debilidad efectiva que coinciden estos ecologismos. El principal reto no puede ser el de ser escuchado, el de ser percibido por la opinión pública: todo el mundo es consciente del desastre. Los medios de comunicación, los ingenieros, los políticos y los jefes son conscientes de la magnitud del problema y todos pretenden aprovecharse a su manera. Además, una práctica política ecologista no puede conformarse con querer “prevenir” el cambio climático. El clima ya está cambiando, como testifican los veranos y deshielos, huracanes y incendios forestales. En cualquiera de las dos posturas, nuestra capacidad de actuación es tan limitada que nuestras acciones prácticamente no tienen ningún impacto en la magnitud de la catástrofe.
El CAMBIO CLIMÁTICO consiste en ciclos de retroalimentación a largo plazo. Incluso si hoy en día dejásemos de producir gases de efecto invernadero, viviríamos décadas de violentos cambios climáticos. La cuestión no es tanto cómo prevenirlo si no cómo habitarlo. El cambio climático facilita dos opciones para la economía y el gobierno: o bien socava sus legitimidades, o bien refuerza sus dominios sobre nuestras vidas. Permanecemos en una etapa de indeterminación.
Creemos que la lucha ecologista debe librarse en dos frentes, inseparables el uno del otro. Debe perjudicar el curso de la normalidad económica, la de la explotación y la destrucción de los seres vivos. Dañar, y a través las acciones subversivas- bloqueos y ocupaciones, huelgas y sabotajes – desarrollar otras formas de vivir. Apegarnos a los lugares, inventar otras formas de ser, nuevas sensibilidades, nuevas formas de relacionarnos con uno mismo y con los demás, que nos entrelazan y a las cuales nos vinculamos. Por encima de todo, aprender a defenderlas, y desde esta nueva posición, inevitablemente hacer daño. Aprender a organizarnos a partir de nuestras necesidades y luego, poco a poco, tratar de responder a las cuestiones colectivas planteadas por la conjunción de la vida y la lucha, alejándose gradualmente de la separación funcional característica del activismo clásico.
Las posiciones ecologistas habituales sugieren que el esfuerzo militante se sitúa en el plano de los valores, de la dirección de la acción. Sin embargo, ¿la lucha ecológica no consiste también y sobre todo en un trabajo de restauración de nuestra presencia en el mundo: y por tanto, de nuestra capacidad de actuar en y sobre la situación, de nuestra potencia? Aunque esta comprensión falta con demasiada frecuencia en el ecologismo clásico, nos parece que el eje de la lucha ecologista se encuentra precisamente ahí.
Aquí vemos el gesto como un vector: la ética es su orientación mientras que la potencia es su grandeza. Los tiempos dictan la dirección, pero sólo volviendo a poner lo que llamamos potencia en el centro de las discusiones, la ecología puede volverse política.
Una orientación sin grandeza, una ética sin potencia sigue siendo moral. No se preocupa por lo que implica la realización del buen vivir, no intenta actuar sobre el mundo. Sólo le interesa designar lo que hace y lo que le rodea como bueno o malo. Entendida así, una lógica moralista no se traduce en la búsqueda y experimentación de otras formas de vivir y luchar, sino sólo en afectos y juicios que consuelan (¡hago mi parte!) o que culpabilizan (somos monstruos…). Es la diferencia entre juzgar que tener una camioneta supone un gesto bárbaro de contaminación y saber que es una manera de desarrollar la infraestructura que nos permite vivir de otra manera. Para que nosotros también tomemos las carreteras que se utilizan en el proceso de extracción de recursos, para bloquear la economía en la tierra robada que habitamos.
También es la diferencia entre sentir una sensación de pánico y urgencia combinada con una sensación de impotencia, y saber que los elementos que compone la vida mágica ya están esperándonos, sabiendo que estamos actuando a largo plazo.
¿A QUÉ LLAMAMOS “FIN DEL MUNDO”? ¿Es el fin del mundo industrial “el fin del mundo” (como afirma la colapsología), o lo que llamamos imperio moderno/ colonial es en sí mismo la realización del “fin de los mundos”, la creación de un no-mundo liso y sin experiencia? En lugar de pedir, mediante la movilización de afectos nihilistas, “otro fin del mundo”, pensamos en el apocalipsis como un proceso que está en marcha desde el inicio de la colonización de las Américas, y pretendemos acabar con la idea de fin del mundo. Imaginemos lo que podría contener el final del fin del mundo. Reparar el nuestro significa crear tantos nuevos.
Ya en los años sesenta, los estudios sobre las impresiones del “fin del mundo” distinguieron entre apocalipsis sin escaton y apocalipsis escatológicos. Las concepciones del fin del mundo más extendidas cultural e históricamente son las que suponen un apocalipsis escatológico: perciben el fin del mundo como el anuncio de una regeneración de la existencia -milenarismo, profetismo decolonial, mesianismo judeocristiano-. Son fines del mundo que, en cierto modo, están llegando a su fin. El tono apocalíptico característico de la modernidad occidental – tematizado como nauseabundo, absurdo – del que la eco-ansiedad es una nueva manifestación, produce típicamente impresiones del fin del mundo que no se acaba, salvo con la extinción de la especie, que no puede tomarse propiamente como el fin.

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Fotografía: Dystopica