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Nunca más

por La Redacción septiembre 1, 2017
septiembre 1, 2017
1,4K

Por: Maruan Soto Antaki. Nexos. 01/09/2017

Ningún análisis racional será capaz de entender el dolor de las víctimas de la barbarie y la cobardía, la vulnerabilidad del segregado, la impotencia de quien se enfrenta al estigma y el prejuicio. Pero si no hay ejercicio suficiente para entender en su totalidad qué significa para un individuo ser alienado como un no otro, si es imposible ponerse en el lugar de ese a quien se le niega la condición de igual ante los demás, afortunadamente nos queda la empatía.

Cada sociedad va marcando sus límites, es un asunto de tiempo y resistencias. Una resistencia que se contagia y pese a lo local, es aliento para universalidad de la lucha por la equidad. A lo largo de la historia, cada vez que un grupo logra vencer la segregación que se le ha impuesto, su triunfo se extiende de mayor o menor manera en localidades que no albergaron de forma simultánea la lucha por el desvanecimiento de la violencia contra individuos por razones de raza, etnia, género, preferencia e identificación sexual, religión, origen y raíz cultural, o la inmensa cantidad de etcéteras por las que los humanos hemos sido capaces de discriminar, agredir y asesinar a nuestros pares, negando la esencia de la paridad.

No existe en el mundo una sola lucha por el reconocimiento o la equidad que se pueda declarar concluida. No hay uno solo de los grupos tradicionalmente discriminados o violentados por su propia existencia, que encuentre garantizados sus derechos en el planeta entero. Sin embargo, hemos ido encontrado los límites que nos permitirán llegar a establecer las garantías más básicas.

No podemos permitirnos cruzar esos límites porque, de forma equivalente a lo que sucede con los logros, los fracasos locales corren el riesgo de transformarse en universales.

En los últimos años he intentado explicar la violencia que siempre estuvo en Medio Oriente, la que desde 2011 se desató para llegar a abismos incontenibles en un país que aún se hace llamar Siria y conoció en nuestros días la esclavitud bajo el yugo del fundamentalismo. A veces me he acercado a Irak, Egipto, Libia, otras a Yemen, para retratar la deleznable condición y limitación de derechos de muchas mujeres en algunos países de la península arábiga o África. Las desgracias de esas latitudes contienen sus propias angustias, como también las tienen las desgracias que se viven en México. Pensar en ellas, detenerse en Raqqa, en Irak o Tamaulipas, en nuestro país, por poner algún ejemplo, de ninguna forma impide levantar la voz por las tragedias de otros lados. Una vez fueron los atentados en Nueva York, ahora son las muestras de racismo en Estados Unidos, el terrorismo genocida sobre Londres o Barcelona y la respuesta xenófoba de cada vez más grupos en Europa contra árabes y creyentes del islam. Atender las desgracias de un lado jamás excluye el dolor y tristeza que ocasionan los atentados en otro, la violencia racial o la preocupación y afecciones que generan los discursos de odio, antesalas continuas de la violencia física.

Estas líneas se sitúan en eso que entendemos por Occidente, así que no será ésta la ocasión en que, como muchas otras, me refiera a lo que ocurre en países y sociedades donde la tragedia es recurrente. Lo hago porque veo con preocupación dos fenómenos que se pueden combinar peligrosamente: las manifestaciones de racismo y la violencia criminal de fundamentalistas religiosos. Los afuera de todos los límites.

Si no entendemos la gravedad de ciertos hechos que suceden en fronteras con las que podemos identificarnos más fácilmente, o cuyas noticias llegan a nosotros con mayor abundancia, me cuesta encontrar una sola razón para creer que entenderemos un ápice de la violencia en tierras menos afortunadas. Porque si no prestamos suficiente atención al racismo abierto de los supremacistas blancos en Estados Unidos y otros lugares, no veremos el racismo que existe en países como México hacia poblaciones indígenas o de ascendencia indígena. Tampoco en Europa hacia los provenientes de regiones de lengua árabe. Porque al reducir, aunque sea por un instante, el peso que carga una suástica estaremos ignorando la persecución de cualquier grupo en la historia.

Porque si no somos capaces de indignarnos ante la cobardía de quien embiste con un automóvil para asesinar civiles en una calle de Europa, tampoco veo esperanza de empatía auténtica por los muertos bajo una bomba en Mosul. Porque si alguien todavía cree que es cosa menor o permisible agitar una bandera nazi, cabe la posibilidad de que, con un entendimiento poco amplio sobre los límites de la moral y la libertad de expresión,1 alguien defienda la difusión del discurso de un grupo genocida como el Daesh.

Tengo que acercarme a estos temas desde la mayor honestidad, por consecuencia desde mi más íntima subjetividad. Mi reacción está ligada a los recuerdos más profundos, siempre dentro una dualidad de territorios que me coloca entre lo occidental y lo no occidental.

En Occidente, en el siglo XXI como si no hubiéramos aprendido nada del XX, el ambiente generado por manifestaciones de racismo y los atentados perpetrados por criminales fundamentalistas son idóneos para que el estigma se extienda en infinidad de comunidades. Como mexicano de origen árabe he vivido con ese estigma.

Es una atmósfera, no sólo eventos particulares. Son actos que construyen entornos, y en esos entornos se respira nuestra naturaleza primitiva, alienadora y agresiva. Nos falta tanto para que el racismo, la xenofobia, la discriminación y la búsqueda de la anulación del otro, sean conceptos ajenos a nuestra convivencia.

Nos falta tanto para que no volvamos a cruzar los límites.

La memoria tiene una función pedagógica, quizá la hemos desechado en el proceso con el que los pueblos aprendemos de nuestros errores y de la barbarie.

La capacidad formativa de la memoria depende del reconocimiento de las fallas, los crímenes o la violencia. A través de la aceptación se busca un castigo jurídico o condena social. Con el castigo se reprenderá al criminal, con la condena se hará memoria para desarrollar las vías de repudio a aquello que nos ha hecho daño. Es decir, definimos los límites que he mencionado. Es así, un asunto mucho más complejo y doloroso que la simple idea de recordar para no repetir, como dice alguna frase coloquial. Se trata de colocar en las sociedades la presencia permanente de cada uno de los fenómenos tóxicos de las historias locales y universal. Fenómenos que debieron conformar los esquemas de lo inaceptable. Lo inaceptable viene de la intención de un sujeto o conjunto de sujetos para hacerle daño a otro, que no se considera un otro.

Esos límites marcarán la interpretación racional a la jerarquía de lo dañino. Son la forma de combatir el mal y el temor que provoca, usando la memoria para acercarlo a nosotros y contenerlo. Por eso la necesidad de permanencia, para que un símbolo fascista no sea sólo una postal del pasado. Para que una cabeza cubierta con un cono blanco sea la imagen del racismo y la opresión que jamás permitiremos vuelva a salir a la calle.

Con los límites comprendemos cómo defendernos, cómo enfrentar el miedo.

Unos meses antes de escribir este texto, en el contexto de las declaraciones contra mexicanos y medidas migratorias en Estados Unidos sobre ciudadanos de algunos países árabes, viajé a la ciudad de Nueva York para dar una conferencia en la universidad de Columbia. La premisa partía de una postura bastante obvia: “Soy mitad árabe, mitad mexicano. No soy violador ni terrorista”. Sin embargo, la obviedad ha sido insuficiente para contener y evitar la tendencia racista y violenta que sufren comunidades de los dos orígenes a los que me debo. En la atmósfera del odio se comparten temores. Durante uno de los encuentros alrededor de esa conversación con estudiantes, coincidí con Ibtihaj Muhammad, esgrimista olímpica que compitió usando hijab. Primera atleta musulmana estadounidense en ganar una medalla. Si la experiencia del prejuicio se hace anécdota, sobresale la dignidad. Mujer, musulmana y afroamericana, las insinuaciones raciales son su confrontación más constante, incluso sobre las de género y religiosas. La razón es frágil ante la sinrazón de lo evidente, por eso la obviedad es insuficiente. Cuando le exigen quitar el hijaben un aeropuerto se mantiene firme al intentar argumentar por qué no hacerlo. ¿Cómo argumentamos lo que no tiene sentido? ¿Por qué tenemos que explicar que un judío, un árabe, un blanco, un africano, un mexicano, un oriental, un homosexual, un heterosexual, un lo que sea, es igual a cualquiera de los demás?

Porque todavía hay quienes no tienen los límites claros y poseen la costumbre estructural de considerar a una entidad por encima de toda limitación. La gran deuda de los movimientos de derechos civiles está en considerar las excepciones como grandes avances. Son eso, pequeños logros. Nos hemos perdido y convencido de ellos, en el progreso de las excepciones, como si en algún punto éstas fueran a dejar de serlo y con ellas se consiguiera la equidad que diluirá la permanencia de la infamia, en lugar de enfocarnos en el combate a la permanencia sistémica de la infamia misma.

Occidente tiene un sinfín de pendientes, pero después de siglos de segregación racial, de discriminación de género y religiosa, tenemos que insistir: nunca más.

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ

Fotografía: nexos

 

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