Por: Luis Armando González[1]. San Salvador. 12/09/2024
No tengo que decir que no soy un “enemigo” de la modalidad educativa virtual; en distintos textos, y momentos, he mostrado que no es así. Sin embargo, desde que esa modalidad se barajó, con el entusiasmo de muchos, como la destinada a reemplazar a la “modalidad educativa presencial” traté de razonar sobre las implicaciones de tal reemplazo –en caso de hacerse efectivo— en el quehacer educativo visto de manera más integral.
Desde 2020, cuando con la pandemia de coronavirus se impuso (debido a las circunstancias de ese entonces) la virtualidad educativa, quise animar un debate crítico sobre las relaciones entre educación virtual y educación presencial, consciente de que no se podía ser ni simplista ni ingenuo en el abordaje de algo tan importante. Como el clima de opinión que predominaba era el de la apuesta por “suprimir” la presencialidad educativa, traté de argumentar en favor de esta última, pero sin ir en “contra” de aquélla. En realidad, no sólo fue palabrería: en mi ejercicio docente, entre 2020-2023, hice todo lo que pude para realizar clases presenciales y, en algunos casos –y no sin vencer dificultades— logré mi propósito.
Quise decantarme por una postura moderada, es decir, una postura según la cual lo virtual y lo presencial no fueran excluyentes, sino complementarios. Aunque mi postura no era (ni es), en lo absoluto, en “contra” de lo virtual, siempre lamenté que hubiera quienes lo entendieran de esa forma. En un texto de 2020, titulado “Un falso dilema educativo”[2], anoté lo siguiente:
“No se trata de elegir entre lo uno y lo otro –de abolir la educación presencial y poner en su lugar una educación virtual; o de cerrar las puertas a la llegada de modalidades o prácticas virtuales en la educación—, sino de situarse en una postura intermedia, viendo a lo virtual como un buen complemento de unos procesos educativos que no deben renunciar a uno de sus nervios fundamentales: la dialéctica, el diálogo, el contraste y lucha de ideas entre interlocutores que interaccionan físicamente; el tensionamiento racional y pasional que permite la muerte de ideas inservibles y el surgimiento de ideas mejores, y que hasta ahora, después de 2,500 años, no ha encontrado mejor espacio para su desarrollo que ese espacio en el cual maestro y alumnos se las ven cara a cara”.
A ese escrito siguieron otros, siempre en un tono moderado. En días recientes, sin embargo, he caído en la cuenta de que quizás mi preocupación por la moderación me llevara hacer demasiadas concesiones a lo virtual, siendo la principal el colocarlo en pie de igualdad con lo presencial. Tras muchas horas de reflexión, pasando repaso a mi propia experiencia docente en áreas teóricas y de investigación, no puedo evitar llegar a la conclusión de que lo presencial educativo es un todo mayor que lo virtual educativo. La terminología “modalidad virtual” y “modalidad presencial” oculta sus distintas dimensiones, haciéndolas equivalentes.
Comenzando con la dimensión de mayor alcance –la presencialidad educativa—, ésta ha acompañado desde siempre y sigue acompañando al proceso educativo en lo que este tiene de más característico, y que no se reduce a la impartición de unos determinados contenidos en un aula. Un proceso educativo posee, entre sus características más distintivas, el cultivo compartido del conocimiento, el aprendizaje dialógico y cooperativo; el debate de ideas, el fomento de la empatía y la civilidad mediante actividades estéticas y recreativas; y el contacto con el entorno socio-natural para problematizarse e investigar sobre sus dinámicas específicas. Eso sólo por mencionar algunos de los hilos que tejen la educación entendida como proceso, esto es, como un hacer continuado, práctico, crítico que no se detiene hasta el fin de la vida de cada cual. En este tejido, la presencialidad es lo que vertebra todos los componentes que, en cada caso, se ponen en juego. Por eso, no es correcto hablar de modalidad presencial, como si fuera una modalidad educativa más: es, si se quiere, “la” modalidad.
En cuanto a la modalidad virtual, aquí sí me parece correcta la denominación. No tengo claras otras modalidades con las que guarde equivalencia (quizás con modalidades manuales o prácticas), pero que se trata de una modalidad educativa específica no tengo duda alguna. Como lo veo ahora, se trata de una modalidad que debe integrarse creativamente en el proceso educativo presencial, para aportarle riqueza ahí en donde ese aporte sea significativo. Si el proceso educativo presencial es el todo, la virtualidad se debe convertir en una parte de ese todo. Pienso que uno de los retos educativos del presente –uno de muchos— es hacer de la virtualidad una herramienta que potencie, auxiliándola, a la presencialidad educativa, que es la columna que ha vertebrado y vertebra el quehacer educativo desde siempre. Es imposible que el proceso educativo presencial se integre en una modalidad virtual; lo inverso no lo es absoluto, y ello porque una parte sí tiene cabida en un todo, pero un todo no tiene cabida en una parte.
Nada de lo que he anotado desdice de la importancia de lo virtual ni de lo tecnológico en la educación. Sólo es un replanteamiento de su lugar respecto del quehacer educativo entendido de una forma integral. Ahora tengo más claro que es así como se debió haber llevado el asunto de la virtualidad educativa en el país, es decir, como un auxiliar del quehacer educativo presencial. Nunca debió ponerse en tela de juicio la trascendencia de la presencialidad, que va más allá de las clases en un aula. No se debió caer en la falacia de que algo es malo por ser viejo o tradicional y es bueno por ser nuevo. Al igual que es falaz sostener lo contrario. Los ejemplos que desmienten esas falacias son abrumadores.
Es preciso que reparemos en que los problemas educativos (o sociales, o políticos, o económicos) no son, sin más, problemas tecnológicos, esto es, que quepa resolver tecnológicamente. La tecnología, según qué situaciones, puede ayudar. Pero los intereses, las visiones de mundo, los valores y opciones morales son lo que suele marcar las pautas de qué, cómo y cuánta tecnología. Asimismo, también es preciso en que reparemos que un proceso educativo serio, integral, requiere tiempo. Es muy mala idea inculcarles a las personas que no deben invertir tiempo, mucho tiempo, en su educación. El derecho a la educación no es ni de lejos el de obtener un título académico: es del tener tiempo suficiente y recursos necesarios para acceder a una educación de calidad que respalde cualquier título o diploma.
Finalmente, un colega que leyó un borrador de estas líneas me lanzó tres preguntas: 1) ¿qué puedo decir de las universidades en línea?, 2) ¿qué opino de la impartición, por parte de las universidades, de carreras totalmente virtuales?, y 3) ¿cómo veo la conversión automática de todas las carreras académicas en carreras virtuales? Le respondo sin demora, a sabiendas de que mi postura es discutible, como la de cualquiera.
A la pregunta 1: no estoy de acuerdo con ese tipo de universidades, porque creo que la oferta académica que se puede ofrecer en línea es sumamente limitada, en sentido estricto, sólo de las pocas carreras que no requieran en lo más mínimo –dada la naturaleza de sus contenidos y propósitos— un aspecto presencial. A la pregunta 2: tiene que ver con la anterior, creo que siempre y cuando la naturaleza de una carrera no exija componentes presenciales, perfectamente se puede ofrecer virtualizada por parte de una universidad. A la pregunta 3: no veo razonable, e incluso considero contraproducente, una conversión de ese tipo: cada carrera académica tiene sus exigencias intrínsecas para cuyo cumplimiento debe valorarse en cada caso cuáles son los recursos para utilizar: desde los docentes y didácticos hasta los tiempos, las dinámicas formativas y las obligaciones de los estudiantes.
Como quiera que sea, el debate educativo no debe darse por cerrado con posturas dogmáticas o impuestas oficialmente. También se debe moderar el “tecno-optimismo”, según el cual la solución de todos los problemas que afectan a las sociedades es exclusivamente tecnológica. Este “tecno-optimismo” se ha desbordado con la Inteligencia Artificial; aquí, la reflexión crítica y el debate no pueden ser suprimidos, por más que se diga que ya existen, o están a punto de existir, máquinas que reflexionan y debaten mejor que los seres humanos.
[1] Agradezco al profesor Ventura Alas por sus comentarios al presente texto.
[2] Luis Armando González, “Un falso dilema educativo”, https://insurgenciamagisterial.com/un-falso-dilema-educativo/
Fotografía: transparenciaactiva