Por: Ian Scoones, Angela Serrano. 29/10/2024
La necesidad de frenar la crisis climática ha desencadenado la venta al mejor postor de tierras agrícolas en el Sur global
Hace apenas 15 años, la apropiación de tierras a gran escala llegaba con frecuencia a los títulos de la prensa internacional, a medida que gobiernos de países ricos adquirían predios en zonas fértiles de países pobres para cultivar y exportar alimentos para sus propias poblaciones.
Fue parte de un fenómeno que implicó la adquisición de 30 millones de hectáreas de suelos agrícolas desde comienzos de los años 2000, según Land Matrix, una iniciativa independiente que monitorea las compras de tierras en todo el mundo.
Pero esas adquisiciones espectaculares encabezadas por estados parecen haber sido reemplazadas por otras formas de expropiación, silenciosas, con frecuencia pequeñas y graduales, en las que el capital extiende su frontera para expandir tanto las propiedades agrícolas, como las áreas de conservación, las inversiones en carbono y los proyectos de energía.
En este contexto se desarrollan las luchas por la tierra en todo el mundo.
En Colombia – el país más desigual de América Latina en cuanto a propiedad rural, donde el 1% de los mayores terratenientes poseen 81% de la tierra – esta desigualdad se entrelaza profundamente con el histórico conflicto armado. La concentración de la propiedad agraria fue una gran fuerza motriz de la guerra de guerrillas que empezó en los años 60, y el acuerdo de paz de 2016 incluyó como elemento clave la distribución de tierras a campesinos desplazados.
“Si le damos tierra a los campesinos, con eso podemos cerrar el horrible capítulo de la violencia”, dijo Juan Carlos*, un líder agrario de la Zona de Reserva Campesina del municipio de Venecia, área montañosa del centro de Colombia. El dirigente habló en el marco de la International Conference on Global Land Grabbing celebrada el mes pasado, que incluyó un viaje de trabajo a la zona.
“El acuerdo de paz ha tomado mucho tiempo para implementarse. Tuvimos que luchar durante mucho tiempo para obtener tierra”, agregó.
La Zona de Reserva Campesina de Juan Carlos es una de las más recientes, ya que fue establecida por el gobierno en diciembre de 2023. Ocupa 8.473 hectáreas – el 70% del municipio de Venecia –, y abarca 10 aldeas y unas 600 fincas, en las que la gente planta maíz, arvejas y algunos cultivos comerciales como tomate de árbol, arándanos y naranjilla.
El gobierno del presidente Gustavo Petro creó en los últimos dos años siete Zonas de Reserva Campesina – figura establecida por ley en 1994 para proteger los derechos y el sustento de comunidades rurales –, y hay en total 14. Es parte de los esfuerzos para redistribuir tierras a poblaciones campesinas, indígenas y afrocolombianas desde que se firmó el acuerdo de paz.
También se han adoptado nuevos esquemas de asentamiento y propiedad colectiva de predios incautados a traficantes de drogas y de grandes propiedades adquiridas para su redistribución. El gobierno ha comprado más de 328.000 hectáreas para repartir entre campesinos y pequeños agricultores.
Luchas por la tierra y emergencia climática
La conferencia sobre apropiación mundial de tierras, organizada por la Universidad de Los Andes en Bogotá, tuvo un aspecto único por haber reunido a activistas campesinos que defienden y reclaman tierras y académicos de universidades de más de 50 países.
Los participantes pusieron la lupa en el ‘acaparamiento verde’, ese que ocurre sobre todo en el Sur global y que tiene, teóricamente, fines ambientales como conservación, construcción de molinos de viento, granjas solares e infraestructura hidroeléctrica para obtener energía alternativa, o minería de metales raros para baterías, como en el triángulo del litio en Argentina, Chile y Bolivia.
Este acaparamiento verde se ha intensificado a medida que los gobiernos y las empresas se comprometen a adoptar normas ambientales, sociales y de gobernanza, a realizar transiciones verdes o a generar economías limpias.
Pero la retórica positiva en torno a estos proyectos suele dejar de lado las consecuencias que tienen en las formas de vida locales, especialmente de comunidades campesinas, indígenas y negras, dijo Diana Ojeda, profesora colombiana en la Universidad de Indiana, EEUU. Tienen, además, un impacto desproporcionado en las mujeres, niñas y niños, que dependen en mayor medida de la tierra para obtener el sustento. “La justicia climática también es justicia agraria”, advirtió.
Los conferencistas cuestionaron asimismo la efectividad de los proyectos ambientales que están causando esta apropiación de tierras. Es que muy a menudo no son más que un lavado de imagen verde.
Tomemos por ejemplo los proyectos de carbono, el principal gas de efecto invernadero. Empresas contaminantes compran créditos de compensación de carbono, que usan para adquirir predios donde plantar árboles en lugares muy distantes para compensar el impacto climático que causan y lograr su objetivo de cero emisiones netas.
Esos proyectos están modificando los paisajes en todo el mundo – desde Brasil a Mozambique, Tanzania o Gales. Pero los árboles se plantan con frecuencia en lugares no apropiados, y así terminan dañando la biodiversidad y las formas de subsistencia de la gente que vive en ellos.
El historial de los proyectos de forestación para capturar carbono también es deprimente; para que un árbol empiece a almacenar carbono deben pasar años, y muchos mueren antes por incendios forestales, mal mantenimiento o deforestación.
Incluso agencias de acreditación respetadas reciben duros cuestionamientos por aceptar proyectos que generan daños locales y fracasan en su objetivo de mitigar realmente el cambio climático. Los esfuerzos bien intencionados de mejorar la ‘integridad’ del mercado voluntario de créditos de carbono, valorado en 2.000 millones de dólares, pueden resultar insuficientes.
La cuestión de responder a la necesidad urgente que representa la emergencia climática sin comprometer vidas humanas, formas de sustento y territorios fue un tema de debate permanente en la conferencia de Bogotá. Tal como un participante afrocolombiano lo planteó, las poblaciones indígenas locales son las guardianas del ambiente y están comprometidas a protegerlo de manera compatible con su agricultura y sus sistemas de subsistencia.
“Para nosotros, campesinos, la tierra no es una mera inversión o algo que poseemos, sino parte de nuestras vidas y nuestra existencia”, dijo Ibrahima Coulibaly, presidente de la Red de Organizaciones de Granjeros y Productores Agrícolas de África Occidental en la reunión, coorganizada por la Land Deal Politics Initiative, una red informal de académicos y activistas preocupados por el crecimiento del acaparamiento verde, de tierras y de aguas.
Coulibaly y otros participantes coincidieron en que los debates políticos sobre la tierra llevan mucho tiempo bloqueados en los venerables salones de la ONU o de las burocracias gubernamentales, capturados por las exigencias del mercado, como la compensación. Así, las ‘soluciones’ que se logran terminan siendo incompatibles con la subsistencia local, porque no toman en cuenta la provisión de alimentos ni las culturas, historias y conexiones íntimas de las poblaciones con la naturaleza.
La tierra es tan esencial para la vida de la gente que no puede ser reducida a una simple materia prima. Como muchos argumentaron en la reunión, las alternativas centradas en la soberanía alimentaria y el cuidado ambiental deben surgir desde abajo, desde las comunidades.
Caminos para avanzar
Al abordar las apropiaciones de tierras aparecen nuevos desafíos. Atrás quedaron los días en que empresas extranjeras se aseguraban el control de vastas extensiones de tierra mediante transacciones lideradas por los estados. Hoy, las elites locales en colaboración con formas diversas del capital suelen estar en el centro de las operaciones de acaparamiento, alimentadas por la financierización y el mapeo digital.
Jhon Jairo Moreno, presidente de la filial del sindicato de trabajadores Sintraproaceites en San Alberto, Colombia, aprovechó el espacio de la conferencia para acusar a la empresa de aceite de palma Indupalma de explotar vacíos legales y financieros para evadir sus responsabilidades laborales y explotar a trabajadores desprotegidos. Con una propiedad de más de 10.000 hectáreas, Indupalma ejerce un poder significativo, lo que exacerba la vulnerabilidad de su fuerza laboral.
Para sus empleados, la ‘liquidación’ de Indupalma, iniciada en 2019 y que condujo al despido de más de 400 trabajadores, fue engañosa. La empresa sigue funcionando, pero su estatus de empresa liquidada le permitió tercerizar tareas, que legalmente deberían realizar sus empleados, en contratistas.
Estas tácticas, en una industria de aceite de palma que emplea a unas 190.000 personas en Colombia, son parte de procesos más amplios de acumulación diferencial de tierras y recursos que hacen de la apropiación de tierras un asunto increíblemente complejo.
Las redes financieras implicadas en estas operaciones son realmente globales y muy opacas, y presentan grandes desafíos para cualquier intento de regulación. Pueden incluir finanzas privadas de grandes corporaciones o bancos, así como fuentes de financiación más públicas, apalancadas por fondos de inversión soberanos, bancos de desarrollo, carteras de inversiones filantrópicas, dotaciones universitarias o fondos de pensiones.
Procesos que se suponía debían asegurar tierras y proporcionar transparencia sobre su tenencia pueden terminar, irónicamente, abriendo mercados de tierras para su apropiación todavía más veloz.
Mientras los períodos de violencia conducen al desplazamiento y a la expropiación de tierras por parte de redes criminales, como ha ocurrido en varias regiones de Colombia, la tan ansiada paz también puede acompañarse de peligros, como la entrada de actores nuevos a espacios menos violentos. La política de seguridad desplegada por Colombia entre 2002 y 2018, por ejemplo, abrió el camino para que corporaciones transnacionales como Cargill y el Monica Group adquirieran predios de más de 10.000 hectáreas en la región del Orinoco, este del país.
Asegurar tierras y prevenir el acaparamiento deben ir de la mano de formas de desarrollo económico inclusivas y redistributivas. La tierra, un bien esencial, debe otorgarse a quienes la han perdido – pueblos indígenas, comunidades negras, campesinos sin tierras y otros grupos que sufrieron desplazamiento y marginación geográfica. Las reformas agrarias son esenciales para una protección efectiva de la tierra, respaldadas con apoyo estatal, paz y sólidos marcos legales.
Esto va más allá de meras correcciones al régimen de tenencia, la ‘gobernanza’ o los protocolos de inversión. Se trata de hacer frente al acaparamiento y de sostener una reforma agraria como esfuerzos entrelazados. Las Zonas de Reserva Campesina, como la que habita Juan Carlos, sirven como ejemplo de instrumentos legales que fiscalizan que la tierra se use para impulsar las economías campesinas y promover el desarrollo rural y la acción climática.
La ministra de agricultura y desarrollo rural de Colombia, Jhenifer Mojica, anunció en la reunión de Bogotá que su país será el anfitrión en 2026 de la próxima Conferencia Internacional sobre Reforma Agraria y Desarrollo Rural, 20 años después del encuentro histórico celebrado en Porto Alegre, Brasil, en el que los estados miembros de la ONU dieron un respaldo firme a las políticas de reforma agraria integral.
Esta será una iniciativa de la FAO y de los gobiernos de Colombia y Brasil, entre otros actores, en la que se espera que los movimientos sociales jueguen un papel central para presionar en favor de un urgente abordaje radical de reformas agrarias y rurales.
*Algunos nombres fueron cambiados por razones de seguridad.
LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ
Fotografía: open democracy.
Vista aérea de plantaciones de palma aceitera en la cuenca del río Magdalena, departamento de Bolívar, Colombia | Juancho Torres/Anadolu Agency vía Getty Images