Por: Gabriela Mitidieri – Valen Ave. 12/11/2024
El investigador brasileño Rodrigo Nunes reflexiona sobre los puntos ciegos del pensamiento de izquierda y sobre la persistencia del bolsonarismo, más allá de Bolsonaro. A su vez, en un juego de espejos que desdibuja fronteras, ofrece pistas sobre lo que podría ser el talón de Aquiles del gobierno de Milei.
Es profesor de teoría política y en su último libro, “Bolsonarismo y extrema derecha global: Una gramática de la desintegración“, traducido por Florencia Carrizo y editado por Tinta Limón, reúne cinco ensayos escritos entre 2019 y 2022. Se trata de pensar la dinámica del gobierno de Bolsonaro pero con la mirada puesta en el ascenso global de la extrema derecha. Un análisis situado en la crisis ambiental y neoliberal, el empoderamiento de los trolls, la proliferación de emprendedores políticos, la polarización y el negacionismo.
¿Qué significa hoy el bolsonarismo más allá de Bolsonaro?
No se sabe si habrá un más allá, ya que no se ha abierto el espacio para un cambio de liderazgo o un proceso de herencia en su base social y capital electoral. Ya está decidido que él no puede presentarse en las próximas elecciones pero es una diferencia muy grande saber si estará en la cárcel o no. Mientras la situación de Bolsonaro y sus hijos no se defina, la situación política del bolsonarismo no se va a decidir. Inevitablemente hay una sensación de entropía que afecta a su base social. El 8 de enero (NR: durante el asalto a la Plaza de los Tres Poderes de Brasilia) había mucha gente que venía desde las elecciones en un crescendo de expectativa. Todo el tiempo sus líderes, los influencers del ecosistema, les hacían señales de que iba a pasar algo. Finalmente, quedó claro una vez más que esa promesa era una estafa, que no tenían la intención de concretar porque conllevaba riesgos políticos y criminales muy grandes. Si bien esta situación de espera tiende a algún efecto negativo sobre la base, todo el ecosistema de agitación, propaganda, desinformación y los universos informacionales paralelos que se han logrado constituir a lo largo de estos años siguen ahí. Un montón de gente continúa informándose a través de estos espacios y sigue adherida al bolsonarismo, a su descripción de la realidad brasileña y, por eso, bastante movilizada. Sin embargo, hubo un crecimiento del descontento de la base con sus líderes. Se esperaba que hubiera un golpe y nada pasó. La base, por ejemplo, ha empezado a llamar a los militares sandías, porque son verdes por fuera y rojos por dentro. Pero, aunque descontenta, esa base lee la realidad en los términos que les proponen sus líderes.
todo el ecosistema de agitación, propaganda y los universos informacionales paralelos que lograron constituir a lo largo de estos años siguen ahí. Un montón de gente continúa informándose a través de estos espacios y sigue adherida al bolsonarismo, a su descripción de la realidad brasileña y, por eso, bastante movilizada. Sin embargo, hubo un crecimiento del descontento de la base con sus líderes.
¿Se percibe un proceso de autonomización de la base?
Todavía no. La forma organizacional de la extrema derecha en Brasil, como en Argentina y, en menor medida en Estados Unidos, es una combinación de una ecología de emprendedores políticos que se cruza con la lógica de la política institucional para devenir piramidal. En la punta más alta, la principal figura funciona como intermediario entre la ecología y la lógica de las instituciones. Hay algunos referentes que tienen el poder de “encender” y “apagar” la dinámica política según su conveniencia, pero la base no tiene capacidad independiente de organizarse, continúa atomizada. Son personas frente a sus pantallas, que desde ahí se conectan al movimiento y su ecosistema. Pero sin esa mediación, no hay espacios donde puedan comunicarse. Son consumidores, pero no tienen muchas condiciones de influencia. Porque lo que permiten las plataformas digitales es justamente esta posibilidad de ajuste permanente del discurso. Si algo funciona le damos más fuerza. Si no funciona, se olvida. Lo que sí me parece que empezó a pasar con el 8 de enero y puede ser una tendencia, especialmente si nos quedamos mucho tiempo en compás de espera, es una autonomización de las camadas medias de la pirámide.
Te referías a la estructura organizativa y también narrativa de la extrema derecha como estafa piramidal. ¿Podrías desarrollar un poco más esa idea?
La estafa piramidal es la forma organizacional paradigmática de nuestros tiempos. Hay una convergencia natural con la lógica del mercado que comprende a la competencia en última instancia por la valorización de la información. Es paralelo al proceso de financiarización de la economía que viene desde fines de los setenta, que crea disponibilidad de crédito y capital especulativo para invertir en lo que sea. Mientras, cada vez más, el acceso a la buena vida ya no está mediado por el salario, sino por la propiedad de activos financieros de algún tipo. Lo que significa que la vieja clase media se ve en situación de tener que especular porque el trabajo formal no le garantiza más una buena vida. Entonces todos devenimos gestores de deuda pero también especuladores porque, como dicen los antropólogos (Jean y John) Comaroff, las estafas piramidales son el capitalismo de casino para la gente que no tiene capital. Entonces toda la gente está siempre buscando lo que nos dice Hayek y von Mises: el emprendedor exitoso es aquel que logra dar con un camino que nadie había encontrado antes. Al final no tiene nada que ver con el esfuerzo. Puede ser la suerte. Y eso Hayek lo dice claramente. Pero al mismo tiempo, lo que va a haber, inevitablemente, es un montón de gente intentando venderles a otros la idea de que hallaron un camino nuevo. La dinámica del mercado financiero es la del mercado de futuros que deviene forma social generalizada.
Decís que “el negacionismo es un factor afectivo central”. Eso invita a pensar críticamente nuestro propio campo. ¿Detectás negacionismos en la izquierda o en el progresismo?
Hay una especie de negacionismo de izquierda que consiste en comprender el ascenso de la extrema derecha en términos negativos, como si hubiese ahí algún déficit de racionalidad, inteligencia o moralidad del otro. Lo que planteo en el libro es una interpretación positiva del ascenso, obviamente no en términos de que sea bueno, sino de preguntarse cuáles son sus condiciones positivas en el sentido de que están ahí en el mundo. Y qué de verdad se está diciendo en sus discursos que nos parecen enteramente fantasiosos. La negación dice algo real sobre el mundo. El hecho de que la tendencia natural de la izquierda sea leer estos fenómenos en clave negativa es señal de su dificultad en reconocer que, por ejemplo, en los cambios que hemos vivido desde los años ochenta en las relaciones laborales, de forma más acelerada después de la crisis del 2008 y de manera brutal desde la pandemia, se producen transformaciones subjetivas que tienen su propia fuerza inercial y que no se pueden combatir simplemente con discursos o buenos slogans. A menudo esta tendencia a comprender en clave negativa indica justamente una dificultad de reconocer la gravedad de la situación en que estamos. Aunque el reconocimiento sea siempre desplazado, la izquierda se pone en situación de “si ellos atacan al orden, a nosotros nos cabe defender la racionalidad del orden”. Esta es la peor forma de negacionismo hoy. Lo que necesitamos reconocer es que estamos en un nuevo normal que quizás sea más bien la anormalidad permanente. El trabajo de la extrema derecha es más sencillo porque al final sigue la dirección natural de las cosas hoy: la desintegración. Lo único que plantea es acelerar el proceso. A nosotros nos gustaría no solo parar el proceso de desintegración, porque esto ya no es suficiente, sino desviarlo en dirección a la construcción de otra cosa. Es liberadora la posición en la que juega hoy la extrema derecha, en el sentido de que puede reconocer cuánto las cosas van mal sin pretender transformarlas.
Lo que planteo en el libro es una interpretación positiva del ascenso de la ultraderecha, obviamente no en términos de que sea bueno, sino de preguntarse cuáles son sus condiciones positivas que están ahí en el mundo. Y qué de verdad se está diciendo en sus discursos que nos parecen enteramente fantasiosos.
¿Cómo juegan las promesas afectivas de ultraderecha? ¿De qué se trata esa alianza entre clases que consiguen tejer?
Lo que propone la extrema derecha es una revuelta conformista. No hay ninguna política que se proponga cambiar la organización laboral, la economía o la ciudad. La magia implícita es: “sumate ahora que vas a ganar mejores condiciones de competencia”. La promesa es: “no vas a tener más que competir con las mujeres, con estos gays, con los negros, con las minorías”. Se debe comprender no solo como discurso proemprendedor, sino también como proyecto emprendedorístico. En Brasil se ha visto mucha gente -camioneros, taxistas, personas comunes – que se volvió influenciadora entre sus propios públicos y después ascendió a la política. Aunque nada cambie en la organización de la sociedad, de la economía, del trabajo y también quizás, nada cambie en su propia vida, la ventaja es una compensación psicológica: “Mi vida seguirá siendo la misma mierda, yo voy a seguir laburando mucho y sin plata, pero nadie me va a poder criticar si hago bromas sobre los gays. O nadie va a poder criticarme si le pego a mi mujer”. La promesa última: “Te vas a seguir sintiendo una mierda, pero por lo menos vas a poder pensar que hay gente debajo tuyo.”
En relación a la convergencia entre conservadurismo moral y neoliberalismo extremo: ¿qué rol juega la “batalla cultural” ante la ausencia de mejoras económicas?
Me parece que este ascenso de la extrema derecha nos muestra la larga duración de los cambios subjetivos producidos por el neoliberalismo. Quizás, muy ingenuamente, hubo un momento durante la hegemonía progresista del inicio del siglo en que se pensó que ya se habían revertido estos cambios. El trabajo pionero en apuntar que no era el caso fue el de Verónica Gago. La idea de un “neoliberalismo desde abajo” apunta justamente al hecho de que estos cambios subjetivos se han modulado de otra manera, porque había plata y el mercado interno estaba creciendo, pero finalmente era la misma base subjetiva y afectiva. Lo que explica, por ejemplo, que en Brasil el éxito de los gobiernos petistas haya estado muy asociado a la expansión del poder de consumo. Cuando las condiciones cambiaron, vino la crisis y mucha gente que se había beneficiado durante los gobiernos petistas votó a Bolsonaro en 2018 para luego volverse bolsonarista de largo plazo. Uno de los cambios a reconocer es la naturalización de una lógica sacrificial que está presente en el neoliberalismo desde el principio. Hace mucho vivimos bajo sus crisis porque el remedio para la crisis del neoliberalismo es siempre más neoliberalismo. Es esto lo que se pide de nosotros: sacrificarse por la economía. Cuando Bolsonaro dice algo así en Brasil, su popularidad crece porque una buena parte de la gente lo escucha y piensa: “es verdad, si no salgo a la calle, mi familia no va a tener qué comer”. Tenemos ahí esta sedimentación afectiva que ahora, con la resurgencia de la extrema derecha, viene a complementar la idea de que además estamos ante una batalla cultural. Añaden entonces, a esta aceptación de la lógica sacrificial, dos cosas: por una parte, la noción de que “nosotros, los ciudadanos de bien”, estamos perdiendo nuestro lugar, porque nos están quitando derechos para dárselos a esta otra gente. De nuevo aparece el tema de la competencia. No es que la batalla cultural refiera solo a temas culturales, sino que habla directamente de competencia económica. Pero además, lo que está pasando es que hay una sensación de pérdida. El mundo se vuelve cada vez más irreconocible para nosotros, lo que no deja de ser verdad. La aceptación de la lógica del sacrificio se suma a un sentido de amenaza existencial inminente, que se experimenta a la vez de manera económica, como pérdida de condiciones de competencia, y también como una pérdida cultural de valores y costumbres. Las dos cosas se combinan de manera muy potente y todo es aceptable porque al final estamos luchando por la propia vida.
Se presenta tu visita con la idea de que “venís del futuro”, con claves para pensar el post-bolsonarismo y por eso algún tipo de esperanza. ¿Basta con prescribir a Bolsonaro?
El bolsonarismo se puede comprender como un fenómeno que puede seguir existiendo más allá de él. Es relativamente contingente que haya emergido bajo su figura, que estos elementos hayan ganado una identidad colectiva por primera vez. Entonces, queda claro que no bastaría con prohibirlo a él para hacer que desaparezca. Incluso, tras todos los problemas legales, aunque no logre constituir un liderazgo político que combine movilización de la base con la mediación con las instituciones, y aunque no tengan más condiciones en las próximas tres elecciones, seguramente va a seguir un capital electoral que puede llegar con 15 o 20%. Esto le daría poder de negociación y definición de los términos del debate político. Más en una situación como la brasileña donde existen partidos supuestamente de centro que en realidad son de derecha. Yo creo que hay un límite interno constituyente: es difícil para ellos establecer un equilibrio entre mantener la base convencida movilizada y consolidar el apoyo de capas más distantes pero necesarias desde el punto de vista electoral. Si la base bolsonarista fuera suficiente para ganar, estaríamos perdidos. Pero no lo es. Esto ha funcionado en nuestro favor, en el sentido de que hubo grandes momentos en que Bolsonaro intentó jugar para su público y entró en contradicción con mantener el apoyo de gente que no estaba tan fuertemente identificada con él. En eso “ayudó” mucho en Brasil la pandemia. Porque cuando Bolsonaro se manifestaba contra las medidas sanitarias y su popularidad crecía, fue antes de que hubiera posibilidad de acceder a vacunas. A partir de ese momento, él perdió control del precario equilibrio. Seguramente pase algo semejante con Milei; que intentar agradar a sus hinchas más duros enajene a una parte significativa de sus votantes. Esa parte que él va a necesitar en las próximas elecciones de medio término y luego presidenciales.
¿Qué funcionó en términos de desgastar a la ultraderecha en Brasil?
Yo diría que las cosas que han funcionado para ese desgaste fueron más bien la continuidad de procesos políticos que justamente se reforzaron en la polarización con la extrema derecha. Desde el punto de vista de muchos movimientos autónomos que se planteaban un otro modelo de organización social alternativa al neoliberalismo, un proyecto más allá del progresismo petista, el saldo organizacional es más bien negativo. Paradójicamente, el saldo positivo fue una explosión del activismo negro, antirracista, indígena, feminista, LGBTQ. Lo que probablemente sea una consecuencia de un proceso anterior: la expansión del acceso a la educación universitaria durante los gobiernos petistas. Se crea un caldo de cultivo cultural que después continúa bajo la forma de activismos. Y esto es en parte respuesta a la polarización asimétrica que promueve la extrema derecha. Esa polarización logró que esos dos mundos sigan constituyéndose de maneras paralelas. Por otro lado, hay que reconocerle a la extrema derecha ser el mayor proyecto de salud mental en Brasil. En todo el mundo y a su manera, es muy buena en acoger a la gente. Y, en algunos sentidos, mejor que la izquierda, que quizás por ironía o ideología se vuelva cada vez más “elitista” en el sentido de que si uno no habla ya en los códigos o da las señales correctas, no se puede sentir parte. Hay dos mundos paralelos que se han estado constituyendo en Brasil y un margen muy pequeño entre ambos.
En relación a los mundos paralelos, señalás la diferencia entre radicalización identitaria y la radicalización de la acción política. ¿Qué implicaría hoy una radicalización de la acción política?
Me parece que uno de los problemas constitutivos de la izquierda es que tiene la tendencia a comprender la relación con la política de una manera bastante distinta a la mayoría de la gente, como si todos tuvieran una identidad política consistente. Esto crea un error de análisis que se ve, por ejemplo, en el hecho de que cuando ganó Bolsonaro, mucha gente decía: “yo no llego a comprender que una mujer vote a Bolsonaro”. La explicación es muy sencilla. No hay nada esencial que haga de una mujer una feminista. O no hay nada esencial que haga de un gay un activista por los derechos LGBTIQ. Basta que tu identidad de género, tu identidad sexual sea menos importante para vos que otros temas como la economía. La gran mayoría de la gente, ya decía Gramsci, tiene una identidad política que es enteramente fragmentada, que no tiene por qué tener una consistencia interna. La primera consecuencia de este análisis es que te lleva a decir que tenemos una mayoría de fascistas en nuestro país. Y si su identidad política ya está constituida como fascista, entonces es demasiado tarde para que hagamos cualquier cosa. Y esto oscurece justamente los puntos donde habría la posibilidad de diálogo o explotar alguna contradicción. A esto se suma la lógica de espectacularización de la vida privada que es acelerada por las plataformas digitales, en el sentido de que la identidad política se vuelve cada vez más un objeto de performance pública. Pero hay un riesgo muy grande de pensar que lo que hay que defender es la identidad de izquierda. Nuestros símbolos, tradiciones, canciones, imágenes, todo esto nos importa a nosotros, pero a nadie más. El problema es confundir la defensa de la identidad de izquierda y sus marcas con la defensa de una posición de izquierda. Defender una posición de izquierda es justamente lograr que la gente hable, que la gente comprenda nuestra lengua. O incluso, si no comprende, que esté de acuerdo con el contenido de lo que decimos. O si no está de acuerdo, que aquello que decimos comunique algo, con sus miedos, sus anhelos, sus agobios.
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Fotografía: Heloisa Machado