Por: Carlos Bravo Regidor. Política Expansión. 23/12/2022
La democracia no es solo que el poder lo tenga la mayoría; es, también, que su poder tenga límites: no nada más para proteger a las minorías, o a las mayorías del futuro de la mayoría del presente, sino también para proteger espacios que no tienen por qué subordinarse a su mandato. Querer que la voluntad mayoritaria se imponga sobre otros principios democráticos –como la igualdad ante la ley, la libertad de expresión o el derecho a disentir– no es expandir ni fortalecer la democracia, es querer convertirla en una tiranía de la mayoría. Pongo un ejemplo.
El martes pasado hubo un panel sobre violencia contra la prensa, organizado por la FIL Pensamiento en Guadalajara. Cuatro de los cinco ponentes (Alejandra Ibarra, Daniel Moreno, Leopoldo Maldonado y Sandra Barba) hablaron sobre el contexto local en el que se cometen y quedan impunes los asesinatos de periodistas, sobre la hostilidad del discurso presidencial contra medios de comunicación que publican información desfavorable a su causa, acerca de lo complicado que se ha vuelto el trabajo de organizaciones de la sociedad civil que se dedican a documentar y denunciar agresiones, y sobre la polarización mediática, la “despluralización” de las audiencias y las dificultades para hacer periodismo en medio de tanto encono. El resultado, como era de esperarse por el tema, fue el retrato pormenorizado de un panorama de hostigamiento y adversidad muy grave.
El quinto ponente fue Jorge Zepeda Patterson. Como escribió en su columna publicada un par de días más tarde, en su turno señaló que tenía desacuerdos con “algunas actitudes” de López Obrador pero, por lo críticos que habían sido los otros ponentes, se sintió “obligado a defender el sentido de las banderas de la 4T en favor de los desprotegidos y a explicar la naturaleza de muchas de sus estrategias políticas”. Yo estuve ahí y lo escuché hacer justo eso: desviarse del tema para justificar al gobierno e insistir en sus buenas intenciones, aunque sin hacerse cargo de los datos ni los argumentos que expusieron sus compañeros de mesa. Ese, sin embargo, fue apenas el desafortunado principio. Lo más desorbitado vino después.
En su columna, Zepeda largó la siguiente “reflexión de fondo” al respecto: “¿Cómo es posible que se ofrezca un 20% de tiempo de exposición (uno de cinco panelistas) a una visión de país que es apoyada por dos tercios de la población, según encuestas, y 80% del tiempo de exposición a las versiones contrapuestas que representan al otro tercio?”. Zepeda se queja de que en la FIL hay un “desbalance” a favor de los “conservadores” (así denomina, haciendo suyo el lenguaje del señor de las mañaneras, a todos los que no coinciden con él) y lo explica como resultado de un “desencuentro” entre las autoridades de la Universidad de Guadalajara y el presidente.
Al final Zepeda desliza que “en teoría habría coincidencias entre un gobierno que busca favorecer a los sectores populares y una universidad pública comprometida con su comunidad” y termina lamentando que frente a “la construcción de un país mejor para las mayorías, en el que está empeñado el obradorismo, es “absurdo que un proyecto social y cultural como el de la Universidad de Guadalajara viva de espaldas a la esperanza de cambio que abriga la mayoría de los mexicanos”.
Veamos.
Este año asistieron a la FIL Guadalajara más de 2,000 sellos editoriales de 49 países, hubo más de 600 presentaciones de libros, 240 foros literarios, 68 foros académicos, 238 actividades artísticas, musicales y profesionales, 22 premios y homenajes… Pero, a partir de la composición de un panel de cinco personas, Zepeda concluye que hubo demasiados críticos y pocos defensores del gobierno. Además, gira invitaciones a una amplia pluralidad de instancias, cada una con sus criterios y agenda, para eventos sobre todos los asuntos imaginables. ¿La fórmula Zepeda para evitar tanto “conservadurismo” sería, entonces, concentrar la definición de todos los invitados y temas en un comité central que los reparta conforme a una fórmula de representación proporcional a los votos que obtuvo el presidente o a sus niveles de aprobación, de modo que siempre se vea reflejada su mayoría?
La verdad es que la FIL Guadalajara nunca se ha caracterizado por ser un espacio alineado con la mayoría política en turno. De hecho, ha sido un espacio de crítica contra todos los gobiernos: las rechiflas desgarran el silencio ceremonioso desde el fondo de los salones, los abucheos colman los auditorios, los reclamos provienen incluso de los autores que se sientan ante las mesas engalanadas con manteles largos. Tan es así que entre los asistentes todavía se recuerda entre risitas maliciosas que en 2011 Peña Nieto fue sencillamente incapaz de nombrar tres libros que hubieran “cambiado su vida”. Cinco años atrás, la entonces titular de Conaculta, Sari Bermúdez, fue abucheada; y lo mismo le tocó a Calderón: “¡Eres un presidente espurio!”, gritó una mujer. Mucho antes José Saramago prologó así uno de sus comentarios críticos al poder: “Parece que es un sino mío, cada vez que llego a Guadalajara, algo tengo que decir que no le va a gustar al gobierno mexicano”. Enseguida corrigió al expresidente Zedillo: lo del EZLN en Chiapas sí era una guerra.
La democracia no puede entenderse solo como el gobierno de una mayoría, también es la posibilidad de que existan diferentes mayorías en distintos ámbitos, de que no todo tenga que estar subordinado o asignado “proporcionalmente” a la mayoría política del momento. ¿Qué habrían dicho los obradoristas cuando estaban en la oposición si los defensores de Fox, Calderón o Peña Nieto hubieran reclamado algo semejante a lo que ahora reclama Zepeda como defensor del gobierno actual? ¿Por qué sería ahora ese argumento menos autoritario de lo que hubiera sido entonces?
Si la mayoría de la comunidad cultural, intelectual o académica del país tiene fuertes objeciones contra el gobierno de López Obrador, ese no es un defecto en el diseño de la FIL Guadalajara. Esa es, en más de un sentido, su vocación. Más que el síntoma de un supuesto sesgo antidemocrático, quizá sea el resultado de que en ese espacio impera el pensamiento crítico y de que este puede expresarse con libertad incluso si lo hace en contra de un poder con legitimidad mayoritaria. Llamar a reducir los espacios para la disidencia no es un llamado a democratizar la cultura ni la universidad pública, es querer someterlas a la tiranía de la mayoría.
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Fotografía: laotraopinión