Por: Osvaldo Torres G. Nueva Sociedad. 14/02/2017
En Chile, se están agotando un modelo y una forma de hacer las cosas. La economía presenta severos problemas de libre competencia por la concentración de la propiedad y los mercados, así como por la falta de regulaciones. A su vez, el régimen político de transición se debilita, golpeado por el descrédito. Esta situación está provocando realineamientos en la coalición de gobierno, pero también en los partidos ubicados a su izquierda, con vistas a la elección presidencial de 2017. La forma en que esto cristalizará estará influida, en gran medida, por cómo los movimientos sociales resuelvan sus articulaciones con la política y por la capacidad de la izquierda para superar sus divisiones.
En tiempos de tan alta incertidumbre global, la pregunta acerca de dónde va un país parece del todo impertinente, e incluso la idea de un lugar al cual llegar ha quedado bastante obsoleta. Sin embargo, el interrogante es candente, ya que mientras no se apague la multiplicidad de racionalidades e intereses en lucha, de lo que se trata es de la cuestión del poder y, con ella, de una conflictividad política que, por más que aparezca poco visible en las contiendas electorales o debates televisivos, esconde proyectos de sociedad y continúa produciendo transformaciones. En otras palabras, mientras la política –como forma de expresión de la voluntad colectiva en el espacio público, sea empresarial, popular, identitaria, etc.– más se debilita ante el poderío de los mercados globales de las finanzas, las personas más reclaman desde la orfandad de su representación política que se las considere y que las cosas cambien.
En las sociedades latinoamericanas se vive una ofensiva de los proyectos neoliberales de la mano de políticos de derecha, que tienen clara la respuesta: quieren ir de políticas neoliberales en economía a una sociedad neoliberal y para ello agitan las banderas de la privatización, la despolitización y el ataque al Estado y azuzan el miedo a una falta de ley y orden. A la inversa, el progresismo ha perdido el rumbo en la región. La derrota del Partido de los Trabajadores (pt) en Brasil y del Frente para la Victoria (fpv) en Argentina y las dificultades que encara el gobierno de Nueva Mayoría en Chile, a lo que se suma la derrota en el plebiscito de reforma constitucional de Evo Morales en Bolivia y la victoria del «No» a la paz en Colombia, nos indican que hay cuestiones sustantivas del proyecto político de izquierdas en la región que, ya sea por sus objetivos o por su estrategia, no logran cristalizar en apoyos contundentes por parte de la ciudadanía, sea en las urnas o en la movilización social.
En relación con esta problemática, hay dos cuestiones claves. Una es el modelo de desarrollo y la otra, el régimen político y la democracia. El ciclo de altos precios de las materias primas en el mercado mundial permitió a los gobiernos progresistas de la región financiar el desarrollo de grandes proyectos sociales, que impactaron positivamente en la vida de millones de personas, sea por la vía de subsidios estatales o por la inserción en la educación y la atención en salud de sectores populares y la ampliación de los programas de vivienda. Sin embargo, no se logró reducir la concentración de la propiedad y la riqueza, ni se pudo saltar hacia una estrategia de desarrollo nacional que superara el carácter extractivista y depredador de la naturaleza que impuso la inversión extranjera en el continente. En este sentido, hay algo de un «caso de desarrollo frustrado» del que hablara el economista chileno Aníbal Pinto.
En cuanto al régimen político, es interesante recordar a Antonio Gramsci cuando señala que, si bien los votos valen todos lo mismo, no es menos cierto que están midiendo «la eficacia y la capacidad de expansión y de persuasión de la opiniones de pocos, de las minorías activas, de las elites, de las vanguardias, es decir, su racionalidad, historicidad o funcionalidad concreta»1. Lo que en otras palabras implica que no basta con contar los votos, sino que es necesario formar una ciudadanía consciente, hay que ganar los corazones y también las mentes para hacer avanzar un proyecto político progresista. En este sentido, la concepción de democracia con la cual una parte de la izquierda en el continente ha gobernado es la del «gobierno de los políticos» (a decir de José Nun)2, sin concebir que la democracia pueda ser la del «gobierno del pueblo». Ganar elecciones mide la eficacia del discurso y el resultado de una gestión, pero si no se gobierna con el pueblo, se desactiva la base de apoyo para la disputa del modelo de sociedad y la estrategia de desarrollo (y ahí están los casos de Argentina y Chile).
Esto plantea otro problema, en las condiciones de la América Latina actual: ¿cuál es el «sujeto histórico» que puede motorizar los cambios, en favor de una redistribución del ingreso, mayores libertades políticas y autonomía de las personas? Se habla mucho de la extensión de las capas medias por la mejora de los ingresos y la ampliación de la cobertura educacional, lo que transformaría las mentalidades de los sectores populares que no quieren representarse ni ser representados como tales. Pero esto, que es parte de la batalla cultural contra la identidad constituida desde el mercado y como consumidores, no es algo inevitable. Tampoco es claro que con la decadencia del proletariado industrial –el sujeto histórico por excelencia del marxismo– hayan desaparecido otras formas de articulación social que, tras políticas, programas o utopías, tengan la posibilidad de incidir en los procesos que dibujan el futuro de nuestras sociedades. Más aún, esto es válido en América Latina, donde el «sujeto histórico» ampliamente debatido en el siglo xx marcó en parte las profundas diferencias entre los partidos políticos de izquierda y progresistas de la región. Hubo quienes les asignaron roles estratégicos ya sea al campesinado o a los pobres urbanos y algunos, a las clases medias emergentes. Es decir, los debates teóricos no han impedido la conformación de sujetos sociales colectivos que se ponen en movimiento en condiciones y tiempos históricos concretos y que pueden gravitar decididamente en la configuración de nuevas formas de organizar sus sociedades. ¿Qué ha hecho la izquierda en el continente respecto de esto y, en particular, qué han hecho las izquierdas en los gobiernos?
Considerando este contexto, la pregunta es: ¿cuál es la situación por la que atraviesa Chile? Este país ha llegado a un punto en que las altas tasas de ganancia para los grupos económicos que controlan la economía solo pueden sostenerse por la vía de alianzas o ventas de sus empresas a grupos transnacionalizados con mayor capital y con redes en los mercados financieros globales –proceso en curso en las administradoras de fondos de pensiones (afp) y en las instituciones de salud previsional (Isapres), así como en el sector minero–, saliendo a invertir en otros países –grandes almacenes, agroindustria, forestal– o generando una activa política de nuevos mercados para colocar sus productos, apoyados por el servicio exterior del Estado. En Chile, el grado de liberalización del mercado de bienes y servicios es total, la regulación es básicamente formal para los grandes grupos, la inspección sobre los mercados financieros locales es débil –en un año se han develado, por acción de los perjudicados y no de los organismos supervisores, como la Superintendencia de Bancos e Instituciones Financieras, al menos cinco grandes estafas a accionistas o inversionistas pequeños–.
Fuente: http://nuso.org/articulo/chile-economia-politica-del-desgaste/
Fotografía: Nueva Sociedad