Por: JOSÉ IGNACIO GARCÍA. 09/12/2023
Siempre nos advirtieron de que estábamos en tiempos difíciles para la revolución. De hecho, en muchas ocasiones nos hemos definido con esa curiosa fórmula: “revolucionarios sin revolución”. Pero a veces, reconozcámoslo, se hace muy cuesta arriba, tan cuesta arriba que cuesta verle sentido a seguir.
Un “Seguir”, con mayúsculas. “Continuar el combate”, que decían nuestros mayores. Y es que la palabra que más define el estado de ánimo de la militancia revolucionaria en estos tiempos es el desaliento. Es duro decirlo. Pero desaliento se define como el desfallecimiento de las fuerzas.
Tengo la sensación de que es ésta una de las emociones más presentes en los últimos tiempos entre la militancia de la izquierda transformadora. Más allá de los análisis, los documentos y las tareas, las emociones juegan un papel fundamental en eso que llamamos militancia.
Más cuando, pasado un tiempo desde las derrotas, comienza la rutina, el día a día, los grises de un mundo difícil de transformar y las opresiones diarias vividas de puertas para adentro de casa. En ese momento, aparece el desaliento.
Tiempos de desaliento
Eduardo Galeano tenía una frase genial para estos momentos:
“Creo que el desaliento es un derecho humano, y de algún modo es también la prueba de que somos humanos, porque no sufriríamos el desaliento si no tuviéramos aliento”
Y tenía razón el uruguayo. Reivindiquemos el derecho al desaliento, pero convencidos de que será una fase pasajera, y necesaria, en nuestra vida militante.
Quien espere motivación para afrontar los vaivenes políticos a través de algún tipo de frase de autoayuda propia de una taza de Mr Wonderfull está en el lugar equivocado. Creo que es más útil entender la forma de afrontar las diferentes coyunturas políticas a la luz de lo que plantea Antonio Gramsci aquí:
“Optimismo y pesimismo. Hay que observar que muchas veces el optimismo no es más que defender la pereza propia, la irresponsabilidad, la voluntad de no hacer nada. Es una forma de fatalismo y mecanicismo. Se espera en los factores ajenos a la propia voluntad y laboriosidad, se los exalta, y la persona parecer arder en ellos con un sacro entusiasmo. Y el entusiasmo no es más que una extrema adoración de fetiches. Reacción necesaria, que debe partir de la inteligencia. El único entusiasmo justificable es el acompañado por una voluntad inteligente, una laboriosidad inteligente, una riqueza inventiva de iniciativas concretas que modifiquen la realidad existente” (C. XIV; PP 8)
Las duras palabras de Gramsci contra el optimista que espera sentado la revolución como quien espera la llegada ineludible de un mesías son propias de las primeras décadas del siglo XX, un tiempo en el que para millones de militantes la revolución no solo se veía como algo posible sino también como algo inevitable. Craso error aquel en el que cayeron nuestros abuelos.
Pero hoy, en un tiempo en el que más que inevitable se ve como imposible, esas palabras podrían aplicarse igual al pesimista que espera sentado. Muchos hay.
En estos tiempos de desaliento observo dos reacciones habituales entre los que, al menos durante algunos de sus días, fueron militantes de un cambio social profundo.
La primera reacción es la adaptación. Como aquello que soñábamos se ha descubierto imposible, mejor aceptar la imperiosa realidad, adaptarse a ella e incluso sacar partido, como si fuera una realidad escrita en piedra e inalterable. Y se convierten en militantes de la frustración y algunos, los más cínicos, buscan imaginativas fórmulas teóricas para justificar un giro político que no es más que una rendición, por mucho que se disfrace de retórica grandilocuente. De estos, los más listos sacan jugosos beneficios personales que, sin duda, ayudan mucho a sobrellevar el desaliento.
La otra reacción común es la huida. En esta forma, se asume también la imposibilidad de transformar la realidad, pero el mecanismo de defensa más eficaz es simplemente dejar de intentarlo y volver a casa. Recluir lo político al espacio íntimo, volver a la vida diaria, al quehacer, al trabajo, a los cuidados y al ocio sin mayor pretensión que sobrevivir.
Dentro de esta segunda reacción, en el mejor de los casos, y tienen mi respeto, la militancia se transforma en un “activismo de las pequeñas cosas”, en pequeños grupos que asumen que si bien no van a transformar el mundo, al menos van a tratar de resistir y hacer que el mundo no les cambie a ellos.
No confundir con militancias en iniciativas locales que, teniendo un radio de acción pequeño pero profundo, siempre tienen una visión global y una aspiración ambiciosa.
Ante estas dos reacciones comunes al tiempo de desaliento, yo sigo creyendo en aquella frase que dice que “vivir significa tomar partido”, por ello nosotras proponemos un camino diferente: la militancia, en el mejor sentido histórico de la palabra.
La militancia y el Partido
Permítanme una pequeña reflexión sobre qué significa militar. Al menos en nuestra corriente política.
Militar no es ni una identidad ni un refugio. Es quizás, y aunque suene cursi y pretencioso, una forma de vida. Desde mi punto de vista, y perdonen el atrevimiento, es la única que da sentido pleno a esa palabra: vivir.
Militar no es una etiqueta ni una identidad individual que simplemente suponga una frontera con los “no militantes”, una especie de“forma de ser” característica. En este tiempo las identidades operan más que nunca y son útiles para el desarrollo personal, pero ser militante no puede ser simplemente una identidad para afrontar los vaivenes vitales. Aunque requiera cierta dosis de identidad y sea imprescindible una pizca de orgullo para afrontar las dificultades, no puede limitarse a eso.
Tampoco puede ser un refugio. En tiempos de desaliento es fácil que las asambleas y colectivos pequeños se conviertan en un refugio ante la precariedad, las opresiones de diferentes tipos o la incomprensión de la mayoría de la gente. Un tiempo de descanso ante el mundo, un “kit kat” ante un presente insoportable, una isla de micro socialismo.
Por supuesto que los espacios militantes deben ser amables, de cuidados, deben luchar también contra las opresiones que se encuentran dentro y deben servir colectivamente para el desarrollo de toda militante. Pero no es ese su fin. Si se limitan a eso, se corre el serio riesgo de entrar en una dinámica de grupúsculo que poco o nada tiene que aportar a las clases populares.
Esta forma de grupúsculo, en el fondo, es también una forma de aquel pesimismo perezoso del que hablaba Gramsci. Nada es posible, los tiempos no acompañan, este ciclo político es así. Y me refugio en tareas internas, en arreglar la casa propia.
Por supuesto que hacen falta tareas internas, la formación, un funcionamiento democrático y eficaz, resolver conflictos, etc. Todo esto es condición necesaria, pero no suficiente. Militar no puede limitarse a eso. Una forma de aislamiento de la realidad es convertir la tarea militante en una administración de la propia organización, cada vez más pequeña por el propio aislamiento, pero cada vez más “pura” o “mejor”. A la espera casi religiosa de un tiempo nuevo, de un nuevo ciclo, de una revolución que, obviamente, nunca llega.
Pero resulta que militar es algo muy diferente a esto. Militar es básicamente una acción hacia afuera. Hacia el exterior. Militar es todo lo contrario a una tarea tranquila, monótona y predecible. “…voluntad inteligente, una laboriosidad inteligente, una riqueza inventiva de iniciativas concretas que modifiquen la realidad existente”.
Para explicar qué significa militar creo que la mejor metáfora es compararlo con subir una alta montaña.
Antes de subir una montaña, el montañero o la montañera requiere mapas, brújulas, textos sobre qué vías usaron antes otras expediciones y experiencias en otras montañas, rutas o caminos. También requiere material, cuerdas, mochilas, ver dónde están los refugios y buenos sistemas de comunicación. Y sobre todo, ser muy consciente de que subir una montaña nunca es una acción individual, sino que la mejor manera es hacerlo en colectivo. Con un equipo, compañeras y compañeros de cordada, reparto de tareas y sabiendo que a la cima quizás solo lleguen físicamente unos cuantos, pero el triunfo es de todos y todas.
Cuando se comienza la subida, se trata de ir viendo caminos exitosos de otros o, si no los hubiera, ir abriendo nuevos caminos. Ver cuáles son las brechas existentes, y cuando hay que escalar siempre ir viendo qué huecos o salientes tiene la pared para agarrarte fuerte y poder impulsarte hasta el siguiente escalón.
Consiste siempre en mirar afuera, ver dónde puedes agarrarte o poner la cuerda, e impulsarte hacia el siguiente paso.
Militar tiene mucho de eso. Ver qué ocurre en la sociedad, analizarlo colectivamente, compararlo con la experiencia anterior tuya y de otras antes, y ver dónde podemos agarrarnos para seguir impulsándonos. Buscar siempre brechas, salientes, puntos de apoyo o vías. Analizar qué cuestiones que pasan en la sociedad pueden dar pie a conflicto y a politización. Quizás un conflicto laboral, la falta de un servicio público en un barrio, una polémica en las redes sociales o una agresión lgtbifóbica.
La tarea militante es poner luz donde haya una situación de injusticia para trasmitir la idea, con el discurso y la práctica, de que la solución a esa injusticia es colectiva.
El partido es ese espacio donde hacemos esa tarea de analizar, nos preparamos, planificamos y nos ponemos en marcha. Por ello no podemos conformarnos ni con ser una identidad ni con crear un refugio.
Quedarnos en el interior solo tiene sentido si estamos preparando el siguiente intento de subir la montaña. Aunque aún esté muy lejos, aunque no tengamos fuerzas aún, las fuerzas se cogen saliendo al campo, a escalar, hacer rutas y probando a subir paredes.
Un partido debe ser un hervidero de puesta en común de iniciativas, ideas, análisis e intuiciones que vayan desde lo que ocurre en la cotidianidad del barrio, el centro de trabajo o estudios, hasta los grandes problemas geopolíticos.
Un partido de gente callada que mide sus palabras por miedo a equivocarse es un partido muerto. La intuición de la militante más novata sobre el ambiente que ve en su trabajo puede ser más acertada que el sesudo análisis sociológico del experimentado. Pero es que además, da igual que sea acertada o no, porque militar es equivocarse. Exijo nuestro derecho inalienable a equivocarnos. Solo con ese derecho, cumpliremos la principal obligación de un y una militante revolucionaria: hacer cosas.
¿Nuevo ciclo?
Mucho hablamos del nuevo ciclo en nuestros debates y análisis. Sin duda, estamos en un tiempo diferente al de hace apenas unos años, con características y tareas propias.
Pero me preocupa lo mucho que se usa el término “ciclo”. Un ciclo es por definición algo circular, un término que indica de alguna forma que los tiempos se repiten, que el final y el principio se unen. El término ciclo podría llevarnos a pensar los tiempos políticos como una noria en movimiento.
Se podría pensar entonces que, si estamos en un ciclo “malo” y por tanto en la parte baja de una noria, simplemente cabe esperar que la rueda siga girando y volvamos a la parte de arriba. De ahí se desprenden expresiones como los “cuarteles de invierno” o que simplemente es tiempo de formarnos y cohesionarnos.
Creo firmemente que no hay formación y cohesión posible que no esté íntimamente relacionada con la puesta en práctica, con relacionarnos con luchas o posibles conflictos, con estar en contacto con la realidad del tiempo y el lugar en el que nos ha tocado vivir.
Por eso hay que desterrar la idea de ciclo. Al menos entendido como una noria. La idea de que es imposible o inevitable son las dos caras de una misma moneda paralizante para las y los revolucionarios.
En este sentido me gusta más la metáfora que cuenta que las revoluciones vienen por olas, que usaba García Linera. Unas olas que llegan con fuerza y se retiran también con una fuerza capaz de arrastrar todo lo que no esté bien cimentado, que a veces llegan con más fuerza y otras con menos y que nunca hay dos olas iguales.
Pero ¿de qué depende?, ¿es como las olas, un fenómeno natural imposible de fabricar? No.
“Entre otras cosas depende de lo que tú puedes hacer hoy en tu barrio, en tu universidad, en tu medio de comunicación, en tu poema o en tu teatro para articular sentido común, para impulsar ideas de lo colectivo o de lo comunitario. Si en algún momento eso, por algo no calculado, se articula con otras iniciativas comunitarias, puede dar lugar a otro flujo. En una semana, en un año, en 10 años. Lo importante es que tú luches y te organices. Si no te alcanza la vida, vendrá el siguiente que se sumará a lo que hiciste, para que él sí pueda ver que viene un flujo. Las revoluciones son así. Entonces, cuando tú miras la historia por flujos y no por ciclos, reivindicas otra vez el papel del sujeto, de la persona, de la subjetividad, que no inventa el mundo como le da la gana, pero que ayuda a construir el mundo.” (García Linera)
Quizás las revolucionarias no somos solo montañeras. También somos ingenieras de caminos, canales y puertos, capaces de construir presas, molinos o centrales hidráulicas con las que utilizar de la manera más eficaz posible el agua de las olas para transformarlo todo.
También debemos ser un poco ingenieros. Y no esa gente que se monta en una noria esperando pacientemente el sube y baja de los ciclos. Me temo que ni la historia ni la lucha de clases funciona así.
La sagrada incomodidad
Conscientes de que solo hay militancia y partido en contacto permanente con el tiempo y el lugar que nos ha tocado vivir, y sabedores de que no hay ciclos sino olas, la militancia realmente revolucionaria se convierte en una actividad profundamente incómoda.
Durante el texto he puesto varios ejemplos de esa comodidad (des)militante. Desde los optimistas y los pesimistas de Gramsci hasta los que se adaptan o huyen ante el desaliento. Todos son formas de comodidad (des)militante.
Pero una actividad militante que se piense en la realidad y tenga la vocación de una transformación radical estará siempre atravesada por dos pulsiones imprescindibles.
La primera pulsión es la necesidad de no conformarnos con lo que parece posible. Una frase que le escuché a Teresa Rodríguez me parece la mejor definición de política a la luz de esta pulsión: “La política es el arte de hacer real lo que es justo”. Hay muchas otras definiciones de política o realpolitik que comparten todas la asunción de que la utopía es básicamente imposible de realizar. Incluso el bello texto de Galeano, aquel en el que la utopía siempre se aleja, tiene un punto de frustración pues en el fondo la coloca en el lugar de lo inalcanzable.
La militancia transformadora parte del inconformismo, del convencimiento de que es imprescindible una ruptura de fondo, una transformación profunda del estado actual de las cosas. También de la idea de que es posible hacerlo. El nombre que le pongamos a ese proceso es lo de menos, pero mientras que no se nos ocurra uno que sea capaz de comunicarlo mejor, llamémosle “revolución”.
La segunda pulsión que nos atraviesa de forma permanente es el convencimiento de que la primera pulsión es absolutamente imposible siendo minoría. Que cualquier proceso que merezca la pena ser vivido será fruto de la implicación política de millones de personas, todas diferentes, con experiencias diferentes, heterogéneas y con ello cargadas de contradicciones.
Como las olas todas diferentes entre sí, los procesos revolucionarios del futuro serán también diferentes a los que hoy día conocemos. Lenguajes, símbolos, estructuras, emociones y formas organizativas que seguro aún no conocemos.
Podemos cometer el error de no estar ni hablarles a millones de personas porque simplemente no piensan como nosotras, no nos entienden o no les interesamos. También podemos cometer el error de mantenernos conservadores ante nuevos movimientos, colectivos o formas de lucha porque no se ajustan a lo que ya conocemos o porque ponen en cuestión nuestras propias experiencias, organizaciones o posiciones en instituciones o movimientos. Errores enormes ambos, frutos de una militancia conservadora en la que todos y todas podemos caer.
Prefiero pecar de cierto adanismo y pensar erróneamente que constantemente nacen revoluciones que vienen a transformarlo todo, con el riesgo real de tirar por la borda lo ya acumulado, que el error contrario y que un día la auténtica revolución nos pille tratando de proteger un pequeño partido, una posición institucional o un espacio del movimiento.
Elegir bien qué error cometer es imprescindible en la política y en la vida.
Existe una forma de estar en política que se encuentra cómoda en la minoría. Una minoría que permite no relacionarte con la realidad, retroalimentarnos en nuestro propio lenguaje y en nuestros códigos compartidos y no entrar en contradicción por no impulsar ningún proceso real.
Y existe el error que se dice contrario, pero en el fondo es similar, que supone asumir las contradicciones sin reflexión, autocrítica ni corrección, asimilarlas como algo tan natural que incluso llega el día que pasan de ser contradicciones a ser el único camino posible. Ese día, la pulsión de mayoría se comió a la pulsión utópica convirtiéndose en tan absurdo como jugar al solitario y pensar que estás ganándole a alguien.
La única vía posible es mantener siempre vivas ambas pulsiones, en conflicto interno y en eterna relación dialéctica. Eso genera una enorme incomodidad. Pero esa incomodidad es lo más sagrado que tiene una organización que aspira a hacer la revolución.
La locura
“Me atrevo a ser esta loca, falible, tierna y vulnerable, que se enamora como alma en pena de las causas justas”.Esa frase de Gioconda Belli resume muy bien lo que quiero transmitir.
Somos falibles y exigimos el derecho a equivocarnos juntas. Somos tiernas y vulnerables al desaliento, un derecho humano imprescindible para tener aliento. Y nos enamoramos de las causas justas, como decía Diamantino García Acosta, “porque son tan justas que algún día las ganaremos”.
Pero se nos olvidaba esa última idea, también estamos locas. En un mundo capitalista y patriarcal, la locura es quizásla única reacción sana. La única reacción a partir de la que enamorarse de las causas justas.
Comenzábamos diciendo que éramos revolucionarias y revolucionarios sin revolución. Corrijo. Somos revolucionarios y revolucionarias con una revolución pendiente.
José Ignacio García es militante de Anticapitalistas Andalucía y de Adelante Andalucía
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Fotografía: Viento sur