Por: José Luís Fiori. 22/01/2021
El fracaso frente a la pandemia se repite monótonamente en todos los planes y áreas de acción de un gobierno que se contenta con observar, con aire de burla, la desintegración física y moral de la sociedad brasileña.
La suma de los hechos y cifras no deja lugar a dudas de que la respuesta del gobierno brasileño a la pandemia de coronavirus ha sido absolutamente desastrosa, si no criminal; y su plan de vacunación masiva de población es un caos, si no un engaño.
Brasil ya tiene 7,5 millones de contagiados y unos 200 mil fallecidos, y las autoridades siguen actuando como unos payasos irresponsables y burlones. Y a pesar de todo esto, el general Eduardo Pazuello sigue como ministro de Salud, sin saber nada sobre pandemias, o planificación o logística.
Simplemente porque es una nulidad más de un gobierno que no existe, que no tiene objetivo ni estrategia, y que no es capaz de formular políticas públicas que tengan principio, medio y fin.
Por eso, el fracaso frente a la pandemia se repite monótonamente en todos los planes y áreas de acción de un gobierno que se contenta con observar, con aire de burla, la desintegración física y moral de la sociedad brasileña, a la vez que estimula la división, el odio y violencia entre los propios ciudadanos. Es la misma negligencia y omisión con la vida que viene manteniendo ante el avance de la devastación ecológica de la selva amazónica, el Cerrado y la región del Pantanal, con cifras que vienen provocando un escándalo mundial contra Brasil.
Basta con examinar las cifras para medir la dimensión del desastre, comenzando por la economía, que había estado estancada desde antes de la pandemia. Las estimaciones para el PIB brasileño de 2020 son de una disminución de alrededor del 5%, aunque el PIB brasileño ya venía cayendo en 2018 y en 2019, cuando creció solo 1,1%. Pero lo más importante es que la tasa de inversión de la economía, que cayó del 20,9% en 2013 al 15,4% en 2019 y se espera que caiga mucho más en 2020, según todas las previsiones de las principales agencias financieras nacionales e internacionales.
Para empeorar las cosas, la salida de capital del país, que había sido de 44.900 millones de reales (unos $8.500 millones de dólares) en 2019 – la mayor desde 2006 – casi se duplicó en 2020, alcanzando los 87.500 millones de reales ($16.500 ) y señalando una creciente desconfianza y aversión de los inversores internacionales hacia el gobierno de Bolsonaro y su ministro Paulo Guedes, a pesar de sus celebradas reformas laborales y de seguridad social.
Por esta razón, en 2019 Brasil simplemente fue excluido del Índice Global de Confianza para la Inversión Extranjera publicado por AT Kearney, una consultora norteamericana que nombra los 25 países más atractivos para los inversionistas extranjeros, el mismo índice en el cual Brasil ocupó la tercera posición en 2012 y 2013. Al mismo tiempo, la participación de la industria en el PIB nacional, que era del 17,8% en 2004, se redujo al 11% en 2019, y debería reducirse aún más en 2020 y 2021; y el desempleo, que era del 4,7% en 2014, aumentó al 14,3% en 2020 y se espera que continúe aumentando este año.
La nueva realidad creada por el fanatismo ultraliberal del Sr. Guedes ya apareció inmediatamente retratada en el nuevo ranking mundial de Índice de Desarrollo Humano (IDH), en donde Brasil bajó cinco posiciones
La industria brasileña se enfrenta a la escasez de materias primas y, según el DIEESE, el país ya tiene una tasa de inflación del 12,14% en los precios de los alimentos en 2020, afectando más directamente al consumo de las familias más pobres. Desde otro punto de vista, los expertos predicen un apagón eléctrico en 2021, como ya ocurrió en el estado de Amapá. Y ahora, a finales de 2020, Brasil tiene un déficit energético e importa energía de Uruguay y Argentina, lo que explica la Bandera Roja 2, una tarifa adicional de 6.243 reales por cada 100 kWh consumidos por mes que comenzará a pesar en los bolsillos de los consumidores en 2021.
En lo que respecta la infraestructura del país, la Confederación Nacional de Transportes ha venido advirtiendo que el estado general de las carreteras brasileñas empeoró en 2019, y el 59% de la red de carreteras pavimentadas tiene ahora graves problemas de mantenimiento y circulación.
Por último, como consecuencia inevitable de esta destrucción física, la economía brasileña ha sufrido uno de los mayores retrocesos de su historia moderna, pasando de ser la sexta o séptima más grande del mundo en la década de 2010 a ser la duodécima en 2020, y debería caer aún más hasta el 13º lugar en 2021, según el pronóstico del Centro de Investigación de Economía y Negocios Globales publicado por The Straits Times, en Singapur.
Las consecuencias sociales de esta destrucción económica eran predecibles e inevitables – incluso antes de la pandemia. En 2019, 170.000 brasileños regresaron a la pobreza extrema, donde ya se encontraban aproximadamente 13,8 millones de personas, un número que debe crecer exponencialmente después de que cese el auxilio de emergencia de la Covid-19, aumentando aún más la tasa de desempleo en 2021.
La nueva realidad creada por el fanatismo ultraliberal del Sr. Guedes ya apareció inmediatamente retratada en el nuevo ranking mundial de Índice de Desarrollo Humano (IDH) de Naciones Unidas, que mide la “calidad de vida” de las poblaciones, en donde Brasil bajó cinco posiciones, pasando del 79 al 84 entre 2018 y 2020. En el mismo período, Brasil se convirtió en el segundo país con mayor concentración de ingresos del mundo, solo por detrás de Qatar, y el octavo más desigual del mundo, por detrás sólo de siete países africanos.
Finalmente, es imposible completar este balance de las ruinas de este gobierno sin mencionar la destrucción de la imagen internacional de Brasil, llevada a cabo de manera explícita e insultante por el tonto bíblico y delirante que ocupa la cancillería. El que comandó la tragicómica “invasión humanitaria” de Venezuela en 2019, delante de su fallido Grupo de Lima; el que fracasó en su intento de imitar a Estados Unidos y promover un cambio de gobierno y de régimen en Bolivia, mediante un golpe de Estado; el que ha buscado peleas con al menos 11 países de la comunidad internacional anteriormente socios de Brasil; el que lanzó una guerra beatífica contra China, el mayor socio económico internacional de Brasil; el que logró derrotar, en pocas semanas, a dos candidaturas brasileñas en organismos internacionales; el que logró que Brasil fuera excluido de la Conferencia Mundial sobre el Clima realizada por la ONU en diciembre de 2020; y finalmente, el que celebró con sus subordinados en Itamaraty (Ministerio de Asuntos Exteriores), el hecho de que Brasil se transformó, bajo su administración, en un “paria internacional”. Algo verdaderamente inédito y que ahorra cualquier tipo de comentario adicional sobre un grandullón deslumbrado que prácticamente fue nombrado por John Bolton y Mike Pompeo, los “halcones” que lideraron conjuntamente, durante unos meses, la política exterior del gobierno de Donald Trump.
Incluso el “mercado” parece cada vez más descontento con su ministro de Economía, que ha sido celebrado en otras épocas como la Juana de Arco de la revolución ultraliberal en Brasil
Al final del segundo año de este gobierno, se comprende de inmediato por qué la mayoría de los que participaron en el golpe de estado de 2016, y que luego apoyaron al gobierno de Bolsonaro, están abandonando el barco y avanzando hacia la oposición. Los jóvenes “cruzados de Curitiba”, habiendo cumplido su misión y tras sus cinco minutos de celebridad, están huyendo o volviendo al anonimato, mientras se hunden en el barro de su propia corrupción.
La gran prensa conservadora ha cambiado, y hoy se dedica a atacar diariamente al gobierno, mientras que los tradicionales partidos de centro y centro derecha, que han estado junto a Bolsonaro desde el golpe de 2016, ahora se alejan y tratan de construir un bloque parlamentario de oposición.
E incluso el “mercado” parece cada vez más descontento con su ministro de Economía, que ha sido celebrado en otras épocas como la Juana de Arco de la revolución ultraliberal en Brasil. Así, en este momento el gobierno sólo cuenta con el respaldo político del hampa orgánico en el Congreso Nacional, al que la prensa delicadamente llama “centrão”, el mismo mundo en el que el Sr. Bolsonaro vegetó durante 28 años en el absoluto anonimato, pasando por nueve partidos diferentes. Este grupo parlamentario siempre ha estado y seguirá estando apegado a cualquier gobierno que ofrezca ventajas, pero nunca tuvo ni tendrá la capacidad autónoma para formar o sostener un gobierno por cuenta propia. Por eso, después de dos años de esta desgracia, surge una pregunta que no quiere callar: ¿cómo, después de todo, se sostiene este gobierno de mediocres, a pesar de la destrucción que está dejando a su paso?
Responder a esa pregunta siempre ha sido lo más difícil, pero hoy la respuesta es absolutamente clara. A medida que los demás socios relevantes se alejaron, lo que realmente quedó fue un simulacro de gobierno militar, absolutamente mediocre. Basta con mirar los números, ya que todo el mundo sabe que el propio presidente y su vicepresidente son militares, el uno capitán y el otro general en la reserva.
Pero además de ellos, 11 de los 23 ministros del gobierno actual también son militares, incluido el ministro de Salud, y todos al frente de un verdadero ejército de 6.157 oficiales en activo y en la reserva que ocupan puestos clave en varios niveles de gobierno. Según datos no oficiales, son 4.450 del Ejército, 3.920 de la Fuerza Aérea y 76 de la Armada, una cifra que puede ser incluso mayor que la de los militantes oficiales del PSDB y PT que ocuparon cargos gubernamentales durante sus gobiernos en las últimas décadas.
Parece que ha llegado el momento de que la sociedad brasileña se deshaga de estos “mitos de salvadores” y devuelva a sus militares a sus cuarteles y a sus funciones constitucionales
Por lo tanto, después de dos años, es difícil tapar el sol con un dedo e intentar separar a las Fuerzas Armadas del Sr. Bolsonaro, no solo por la extensión y grado de implicación personal de los militares instalados en el Palacio de Planalto, sino también por el nivel y la intensidad de los contactos y las reuniones regulares que se han mantenido durante estos dos años entre los generales y los oficiales de reserva y en activo, dentro y fuera del gobierno, especialmente entre los altos cargos de las dos instituciones.
Dicho esto, es probable que el fracaso de este gobierno dañe gravemente el prestigio y la credibilidad de las Fuerzas Armadas brasileñas, tapando el mito de la superioridad técnica y moral de los militares sobre los mortales ordinarios. Ahora está quedando absolutamente claro que los militares no han sido entrenados para gobernar. Una cosa son sus manuales de geopolítica y sus ejercicios de estrategia y combate, y otra muy distinta el conocimiento y la experiencia acumulada indispensables para la formulación de cualquier tipo de política pública, sobre todo si pretende gobernar un país del tamaño y la complejidad de Brasil.
Además, también ha quedado claro, en la historia reciente, que la presunción de la superioridad moral de los militares es sólo un mito, porque los militares son tan humanos y corruptibles como todos los demás homo sapiens. Basta con recordar el reciente episodio de la solicitud irregular de centenares de militares de “ayuda de emergencia” para los más pobres en la primera fase de la pandemia en el Brasil. Se estima que hubo más de 50 mil casos de irregularidades denunciadas por el Tribunal de Cuentas de la Unión y que tuvieron que devolver las ayudas a las arcas públicas. Pero incluso después de que los valores adquiridos irregularmente fueron devueltos, lo que este episodio enseña es que no hay razón para creer que los soldados están por encima de cualquier sospecha y que están totalmente imbuidos de “tentaciones mundanas”.
De hecho, no hay caso que ejemplifique mejor el fracaso de esta creencia en la superioridad del juicio militar que lo que le ocurrió al propio ex comandante como Jefe de las Fuerzas Armadas brasileñas, que confesó su “genio estratégico” y su gran “sabiduría moral” cuando decidió respaldar en nombre de las Fuerzas Armadas, y supervisar personalmente, la operación que llevó a la presidencia del país a un psicópata agresivo, grosero y despreciable, rodeado de un puñado de sinvergüenzas sin principios morales y verdaderos bufones ideológicos, que juntos fingen haber gobernado el Brasil durante dos años. Que sirva de ejemplo para que no se repitan estos personajes que se consideran superiores e iluminados, con derecho a decidir en nombre de la sociedad, llevando un uniforme, una toga, una sotana o un pijama.
En el siglo XX, los militares hicieron una importante contribución a la industrialización de la economía brasileña, pero también contribuyeron decisivamente a la construcción de una sociedad extremadamente desigual, violenta y autoritaria. Y castraron a toda una generación progresista que podría haber contribuido al avance del sistema democrático instalado en 1946. Aún así, ahora, en el siglo XXI, la nueva generación de militares, mucho más mediocre, se dedica a destruir lo que mejor ha hecho en el siglo pasado.
Parece que ha llegado el momento de que la sociedad brasileña se deshaga de estos “mitos de salvadores” y devuelva a sus militares a sus cuarteles y a sus funciones constitucionales. Asumir de una vez por todas, con coraje y con sus propias manos, la responsabilidad de construir un nuevo país con su cara, y que esté hecho a su imagen y semejanza, con sus grandes defectos, pero también con sus grandes virtudes.
Que sea un país orgulloso y soberano, más justo y menos violento, respetuoso de las diferencias y de todas las creencias, y que una vez más sea más humano, más fraternal y divertido. Y que Brasil pueda una vez más ser aceptado, admirado y respetado por el resto del mundo. Estos son al menos mis mejores deseos para el año 2021.
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Fotografia: Open democracy