Por: David Elías Hernández Morales. [1] [2] Integrante del Seminario de Perspectivas Críticas en Educación. Línea de investigación: Fenomenología de la imaginación.
Hoy en día, la pedagogía como disciplina en sus diferentes expresiones y prácticas se ve sacudida por una crisis que no es únicamente de ella. Se trata de una crisis de un tipo de hombre y de sociedad que abarca el pensamiento disciplinario y sus prácticas. Ante ello, la pedagogía ha volteado a la imaginación con ánimo de encontrar en ella tierra fértil. No obstante, la imaginación se vuelve páramo de reflexiones. El hombre, cuando se ha visto de frente a ella, ha retrocedido. Ante este desamparo, la pedagogía se ha limitado a usar a la imaginación como instrumento, didáctica, consigna política o práctica pedagógica; es decir, como una característica que se suma a una idea preconcebida de pedagogía, sin que la imaginación interfiera en lo pedagógico en sí. Entonces, no hay una reformulación de lo pedagógico sino apenas un cambio de circunstancias superficiales. Lo complicado de esto radica en que, por un lado, se pasa por alto el fundamento de lo pedagógico y, por otro, se obvia la complejidad de la imaginación.
Cuando desde diferentes focos se dice que las disciplinas del conocimiento, especialmente las sociales y humanas, están hoy en día en crisis, se quiere decir con ello que su engranaje no puede adaptarse ni adaptar las nuevas circunstancias humanas; no obstante, lo que hay de fondo es una crisis mayor que rebasa el carácter mismo de las disciplinas al tiempo en que las compromete. Es en este fenómeno en donde la pedagogía está inmersa y desde donde debemos mirarla. Cuestión medular es ver que esta crisis de lo humano está íntimamente implicada con el fenómeno de la imaginación, su carácter y en cómo el hombre se ha relacionado con ella. El olvido de la imaginación conlleva al olvido del ser.
Mi objeto mayor es proponer a la imaginación como fundamento pedagógico, pero para ello es necesario trazar las bases para lograrlo. Este artículo es, en consecuencia, la explanación de los principios para una imaginación como fundamento pedagógico.
En la búsqueda de la pedagogía por reconfigurarse, adaptarse y ser motor de cambio, sabe (o más bien presiente) que la imaginación es un horizonte clave en donde está escondida la posibilidad de cualquier replanteamiento. Sin embargo, en sus intentos por acercarse a ella se encuentra ante la dificultad de que el carácter de la imaginación es ambiguo, problemático y poco asible a un sistema técnico-racional; no obstante, el problema no es solamente el carácter inherente a la imaginación, sino la casi ausencia de una tradición reflexiva. Más que una exploración hacia la imaginación, lo que tenemos es un retroceso hacia ella. De este modo, pareciera que carecemos de una tradición a dónde anclarnos, de un sustento teórico sobre el cual sujetar una crítica. Desprovistos de toda arma, al arribar al terreno de la imaginación sentimos el desamparo de la ambigüedad, y todo intento por reconfigurar el futuro pedagógico se queda en consigna, discurso y en señalar que “ahí hay algo” sin poder decir qué ni penetrar el misterio que la imaginación celosamente guarda.
Ante esto, cuando se habla de una “pedagogía de la imaginación”, “imaginación pedagógica” o de algún otro encabezado que relacione imaginación-pedagogía, no se puede hacer sino una valoración secundaria en donde se lleve a un plano de uso: en las tic’s, como imperativo tecnológico, aplicación autodidacta o alguna otra cuestión práctica. Asimismo, como producto de este desamparo, se le relega, como solución triunfante, al ámbito de lo artístico bajo la sospecha de que la imaginación sin duda está implicada en ello. Otro fenómeno es el de ver a la imaginación como una cuestión de los niños, porque es claro que en ellos la imaginación es pulso y vida. En consecuencia, cuando se habla de una falta de imaginación o de una crisis imaginativa, se toma como sinónimo de falta de creatividad, ya sea por parte del docente o del alumno, o de quienes elaboran las distintas mallas curriculares, de las instancias de la educación y de sus agentes.
La causa de esto es el supuesto que hacemos sobre la imaginación y del cual partimos sin ponerlo primero en duda. Este supuesto viene de las teorías que se han explanado desde la psicología, principalmente, desde donde vemos a la imaginación como una facultad volitiva que se da desde la conciencia. Esto no es sino una reducción de la imaginación. No obstante, la responsabilidad no es solamente de la pedagogía que se ve imposibilitada a penetrar a fondo la imaginación, sino del devenir mismo de nuestro mundo. La filosofía, quien nutrió al pensamiento disciplinar, abandonó su horizonte apenas vislumbraba el abismo que se le abría, y en consecuencia la disminuyó y relegó a la psicología como un problema menor. Pero la imaginación no es toda la de la psique. Si no nos asomamos primero y fundamentalmente al carácter evanescente de la imaginación en la implicación humana, no podremos problematizar cabalmente la estructura de la pedagogía y de lo pedagógico.
Ahora bien, el acto de relacionar pedagogía con imaginación no es sencillamente el de relacionar términos en búsqueda de nuevos planteamientos. Más allá de una primera impresión, la naturaleza, más que el uso, de la imaginación es contraria, si bien no excluyente, al fundamento de la pedagogía. Esto, por supuesto, no es únicamente de la pedagogía: es extensible a todo el pensamiento disciplinar. Las disciplinas del conocimiento se han fundado desde la lógica moderno-ilustrada, cuyo sedimento más profundo es la razón. No se trata de “razón” como una capacidad sino como una categoría filosófica que ha devenido en la categorización de un tipo de hombre y por tanto de un tipo de mundo. Decir tipo de hombre y tipo de mundo es subrayar un tipo de relato que se funda en esferas prácticas: el estado-ciudadano y las diferentes instancias para regularlo: leyes, escuelas, centros de investigación, etc. Las diferentes ciencias sociales y humanidades se han fraguado desde la luz cartesiana. El método científico es llevado al terreno de la sensibilidad para dotar de rigor a lo social y lo humano. Las ciencias sociales “quieren” ser científicas. Áreas del pensamiento como la psicología, la pedagogía o la lingüística han sido de las últimas en luchar por un puesto moderno y un reconocimiento de ciencia procurándose un método y un sistema. El problema, no obstante, no es el rigor que proporciona el método científico, sino la pretendida cientificidad del acontecer humano cuyo carácter es, empero, contingente. El problema de la razón ilustrada no es el de elogiar el “mayor” atributo del hombre, sino el de escindirlo a una sola dimensión, porque el relato ilustrado se funda en la oposición de aquello que no es. La imaginación está fuera, aparentemente, del espectro de la razón. No obstante, la relación razón-imaginación es más complejo que el de la sola oposición. Mientras la razón se da desde la herida de la conciencia, la imaginación brota desde el abismo del inconsciente. La modernidad ha expatriado el fenómeno de la imaginación por parecerle terrorífico, porque la imaginación abre el abismo del ser, la puerta de la locura, el resquicio de la esquizofrenia: es fuerza que disuelve las certezas y los fundamentos. La imaginación ha representado para el pensamiento reflexivo el problema de que es contrario a la concepción del hombre moderno. Si descendemos muy profundo en ella, corremos el riesgo de perder el sustento de “ser humano”. Ésta ha sido justamente la causa por la que, en los momentos en que el hombre moderno se ha asomado a ella, ha retrocedido.
Es preciso ver, en esto, que las disciplinas sociales y humanas son, en esencia, el estudio, crítica o reafirmación de las instancias que institucionalizan la realidad. Es decir: el devenir humano, su acontecer político, sus mecanismos económicos, la educación, etc., son el objeto de estudio delimitado de la historia, el derecho, la economía, la pedagogía… No obstante, el pensamiento disciplinar-social, en su taxonomía, pierde constantemente, a pesar de su aspiración interdisciplinaria, la totalidad del acontecer humano como un todo entramado de significaciones. Así, cuando un pensamiento social acude a la imaginación, no puede sino ceñirla a cuestiones propias de su disciplina. La imaginación está presente en todas ellas, la vean éstas o no. Por ello, es difícil hablar de imaginación desde un solo ángulo, porque ella misma implica todas las contradicciones humanas, sus dimensiones, sus quehaceres más inmediatos y sus más álgidas creaciones artísticas: es la totalidad del hombre. No hay nunca una ausencia de la imaginación.
La filosofía ortodoxa, desde Platón-Aristóteles, con el punto álgido del cogito cartesiano y posteriormente el sujeto trascendental kantiano, marcó el devenir del mundo moderno. El Yo cartesiano es el espectro de la conciencia; pero no toda la mente es razón despierta. La vigilia de la conciencia da línea, en contrapartida, al sueño de la inconsciencia en donde late el fondo humano más profundo y que la razón ilustrada no pudo iluminar. La objetividad del sujeto trascendental deja abierto el abismo de la subjetividad en donde las certezas pierden su sustento. Es allí, en el corazón inextricable de la subjetividad, en donde la imaginación abrasa al hombre. El carácter de la imaginación “en sí” es opuesto al carácter moderno. Mientras la modernidad es razón que construye certezas a través del método-científico, la imaginación es el reino de la disolución. Primariamente se ha querido ver, como bien señala Bachelard, en un engaño etimológico, que la imaginación es la función mental de crear imágenes; todo lo contrario: la fuerza de la imaginación es el poder de disolverlas, de transgredirlas, de violarlas.
Sobre esto, es necesario ver que el problema de la imaginación es el problema del hombre. En palabras William Blake: “la imaginación no es un estado; es la existencia humana”. Aquí radica la clave. Para indagarla, debemos verla integrada al hombre, dentro de nosotros, y no fuera como un objeto de estudio. Si ella es la existencia, cualquier acercamiento que hagamos hacia ella será inevitablemente un descenso al fenómeno del ser. Es decir, la imaginación tiene una dimensión ontológica antes que epistémica. Su naturaleza no está en las superficies de la cognición sino en las profundidades de la inconciencia, en la sombra del sueño, en el espacio ontológico que nos separa del mundo dado. Es justamente la imaginación, más que la razón, lo que nos distingue del resto de las especies: ella abre las puertas del ser. La imaginación está en lo sensible y deviene existencia. ¿De qué forma sucede esto, cuál es entonces su carácter, cómo podemos entenderla en consecuencia? ¿Qué es ella?, y entonces decimos: ¿qué somos? Estas interrogantes abren una problemática de mayor envergadura que no puede sino desembocar en una fenomenología de la imaginación desde todo un rastreo filosófico, social y poiético. Sin esta profundidad sobre la imaginación, toda relación posterior con lo pedagógico carecerá de fundamento.
La imaginación comparte el misterio de lo pre-ontológico, se levanta en el edificio del ser y cobra las dimensiones metafísicas del hombre. Son niveles de lo humano en donde el fenómeno de la imaginación muta al tiempo que transgrede.
Si en un primer momento descendemos al pozo del ser en un grado pre-ontológico y ontológico, deberemos entonces ascender, como Orfeo, por las hebras de lo humano; es decir, ir de lo ontológico a lo óntico, a la realidad en tanto es ella, en palabras de Castoriadis, imaginación institucionalizada. Es el mundo de las instancias que regulan la realidad: el estado, la educación, la economía, las leyes…, todos ellos relatos. Asimismo, en este ascenso no podemos sino arribar a la dimensión metafísica del hombre. Tal dimensión es el arte: es ella la imaginación como voluntad creadora que vuelve a descender a los abismos de lo humano para levantar, desde sus ruinas, un referente de segundo rango en donde el hombre es otro. Esta imaginación teje puentes entre el abismo de la existencia y la restitución metafísica poiética. La poiesis lleva a la imaginación como voluntad creadora a una voluntad de ser, en donde está implicada la identidad y el ser-proyecto en un sentido auténtico. El arte no es una evasión de la realidad sino un penetrar en ella hasta sus últimas consecuencias.
El siguiente reto importante es el de abrir la pedagogía. En esto, es difícil hablar de “pedagogía” como un todo homogéneo disciplinario. Más preciso sería hablar de pedagogías en tanto corrientes, escuelas y objetivos específicos. No obstante, al enunciar “pedagogía” lo que se quiere hacer notar es que hay un fundamento de lo pedagógico más allá del cuerpo específico que éste tome. Inevitablemente, esto nos llevará a los relatos que la nutren, al mundo que está fuera de ella al tiempo en que la implican.
En la práctica pedagógica y aun en la teoría, se da por supuesta la noción sobre lo pedagógico. No obstante, no es solamente la obviedad, sino la negativa a interrogar los cimientos de la disciplina; el carácter de qué es pedagogía que tan trabajosamente hemos construido y defendido, corre el riesgo de perder sentido. No obstante, este problema cobra relevancia cuando hay una voluntad de reconfigurar, replantear y redirigirla. Si no se interroga qué es ella de fondo, cualquier re-posicionamiento se hará –como hasta ahora ha sucedido– desde las mismas categorías que dan cuenta de un mismo fundamento. No hay espacio para una “reforma educativa” real si no se penetran y cuestionan los fundamentos que la constituyen. Desde esa profundidad podremos desarticularla y proponer a la imaginación como fundamento, en donde ella no sea una circunstancia sino la columna vertebral. Aquí cabe preguntar: ¿por qué imaginación y no otra cosa, no otro concepto, qué hay en ella que nos “obligue” a pensarla en el terreno de la pedagogía? Esta pregunta estará presente a lo largo de toda la exposición. No pretendo comenzar por su justificación; por el contrario, pretendo terminar con ella, a fin de que, a lo largo de esta discusión, podamos colegir los motivos y su importancia.
La pedagogía, en tanto disciplina consciente de sí misma, es una disciplina moderna que tiene sus raíces en las filosofías del siglo xvii y xviii europeas, pero no es sino hasta el siglo xix, en el despunte de la modernidad burguesa, cuando pretende tener un carácter científico.
Si bien podemos hacer toda una arqueología de la “educación” en todas las culturas desde que el hombre es tal, es importante diferenciar cuando el hombre tiene una claridad de educación dentro de una disciplina que se proclama “pedagogía”. Esta conciencia sólo puede ser posible cuando hay una conciencia de Individuo, por un lado, y de Historia, por otro. Sólo tras el nacimiento de este hombre moderno es que puede haber un nacimiento de disciplinas modernas, tanto de ciencias sociales, humanidades como de ciencias exactas, todas ellas movidas con el mismo afán: tener rigor.
Es por ello que antes de cualquier caracterización de pedagogía –pedagogía científica, pedagogía crítica, pedagogía del oprimido–, es necesario replantear primero el sentido de pedagogía; de lo contrario, la caracterización quedará sólo como calificación secundaria.
Sin embargo, no es sólo en el fundamento de la razón ilustrada y en su devenir en donde debemos escarbar la tierra profunda que nutre la disciplina pedagógica. Debemos indagar en consecuencia de qué forma ese fundamento cobra cuerpo, es decir, cuestionar las categorías con las que la pedagogía se mueve, explora y construye.
Sobre esto, la pedagogía se ha nutrido de las categorías que la filosofía ha dado al relato moderno, por ello, en su afán por tener rigor, se ha asido al sentido filosófico de episteme, formándose a sí misma como una disciplina epistémica, desde donde construye el resto de sus categorías. La epistemología es ya una delimitación de lo humano; es, en estricto sentido, conocimiento racional válido, justificado y verdadero. De este modo, cualquier otra forma de saber que no esté regido por el método científico queda descalificado y fuera de lo pedagógico institucionalizado.
Desde esta concepción, la pedagogía levanta categorías como la de sujeto pedagógico o la objeto de estudio. La cuestión sobre el sujeto es la manifestación llevada a práctica del fundamento cientificista pedagógico. Concebir al ser humano como “sujeto” no es sino una reducción de éste a una dimensión racional fuera de concreción cotidiana, libre de clase, exento de roles sociales. Recordemos que la idea de sujeto se nutre directamente del sujeto trascendental de la filosofía moderna de raigambre cartesiana que tiene su mayor expresión con Kant, el cual es “pura idea”. El “sujeto” no puede sino limitar al ser humano como entidad racional válida sobre aquellos que no lo son. Por ello, la pedagogía no define sus sujetos; sucede lo contrario. La idea previa de sujeto define de antemano cualquier concepción pedagógica. No se puede, por ejemplo, incluir la diversidad cultural de México en una categoría que por definición y naturaleza los excluye. No puede haber “sujetos de los pueblos originarios” ni concebirse una pedagogía desde tales términos. Es una contradicción destinada al fracaso. El imperio de la categoría “sujeto” conlleva a una hegemonía de la pedagogía que no puede ser sino “una” y no “diversa”, una pedagogía moderno-racional que se construye en expulsar “lo otro” como bárbaro, atrasado, no válido e inferior. En este camino, una pedagogía así que intenta acudir a aquello diverso, no puede sino querer traducirlo a lo racional-moderno, civilizar la barbarie que son los otros. Es tratar de llegar a lo que se sigue concibiendo como “los otros” con las herramientas con que los excluimos. No puede haber una pedagogía del oprimido que se conciba epistemológicamente desde el espectro del sujeto; ello conlleva al absurdo de hablar de “sujetos oprimidos”. Es importante ver que la dualidad sujeto/objeto es propia del relato moderno y que no existe en las sociedades fuera de él, tanto en sociedades primitivas, presocráticas, míticas, originarias, orientales, etc.
El positivismo francés de donde se nutre el positivismo mexicano es la expresión casi despótica de la razón ilustrada mediada por un interés político. Nuestro sistema educativo, en tanto pedagogía llevada a estructura operante, sigue regido bajo su lógica.
La fe del hombre de esta nueva lógica cultural –por usar aquel término de Jameson para referirse de manera concreta a este tiempo en el que vivimos– no es propiamente la razón, sino un espectro de ella. No es la razón total sino una práctica de la razón. Esto no es fortuito ni tampoco una elección voluntaria a gran escala. La máxima del hombre como ser racional es apenas una forma de salvaguardar nuestra debilidad en este mundo que no termina por reconocernos. La razón fue la coraza ante la piel que no teníamos. La cuestión no es reprocharnos este devenir que somos como tampoco querer inútilmente pensar que “todo tiempo pasado fue mejor”. En absoluto. La cuestión es ver de qué manera la razón que ha fundado nuestro mundo entró en crisis desde el siglo pasado y hoy nosotros queremos salvaguardarnos todavía en el mismo edificio. La razón ilustrada que prometía Libertad, Igualdad y Fraternidad derribó el mundo moderno con dos bombas nucleares. Lo que tenemos hoy en día son las ruinas de ese mundo sobre las cuales seguimos construyendo el nuestro y más aún, sobre ellas mismas, desde los mismos lentes, queremos vislumbrar un cambio.
Así bien, sólo a través de un descenso profundo por la imaginación y la pedagogía es que es posible una reconfiguración realmente significativa de toda práctica pedagógica y sistema educativo. El imperante de refundar a la pedagogía desde la imaginación no es el de quitarle rigor, el de volverla ambigua y sin forma. No es una pugna para exorcizar el espectro del sujeto cartesiano. Todo lo contrario. Refundar a la pedagogía desde la imaginación es generar estructuras y categorías que no sólo no la excluyan sino que la lleven a un punto álgido. Sólo a través de la imaginación volitiva el hombre puede ser dueño de sí, porque ella, en su fuerza disolvente, implica necesariamente la toma de conciencia, el descenso por los engranes de la realidad; sólo a través de ella el hombre puede construir su propio proyecto. La imaginación se vuelve entonces un problema político, histórico, legal, familiar, educativo, etc. Lo ético y estético, lo ontológico y metafísico, lo lógico y epistémico, tiene su repercusión de fondo en la política, lo económico, lo legal… Sólo la luz tenue de la imaginación puede abrazar la diversidad humana.
La imaginación y sus imaginarios han sido siempre un arma de poder. La sociedad es la lucha por el imperativo de un solo relato en una uni-forma de los relatos públicos. Este nuevo hombre que somos, desprovisto de sus armas más vitales, no crea y funda sus relatos; los consume y se cosifica; se vuelve espectador de su propio enajenamiento. Poner a la imaginación como fundamento es refundar a la pedagogía, resignificar sus categorías y replantear sus prácticas. Quizá, entonces, sea necesario hablar no de una sino de diversas pedagogías relacionadas entre sí. Por supuesto, una concepción así no puede sino entrar en pugna con las mismas instituciones de esta realidad para validarla, con un sistema-mundo capitalista y con una globalidad que demanda un tipo de ser humano propio para sus intereses. El problema, como se ve, está en lo profundo pero también en la lucha de poder. El hombre acontece en su mundo haciendo mundo.
Referencias
[1] Artículo pronunciado en la octogésima séptima sesión del Seminario de Perspectivas Críticas en Educación en México y Latinoamérica: construcción de discursos y prácticas, el 22 de mayo del 2019 en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.
[2] Integrante del Seminario de Perspectivas Críticas en Educación. Línea de investigación: Fenomenología de la imaginación. Contacto: [email protected]