Por: Alejo Brignole. 08/09/2021
Más allá de los vertiginosos cambios que el mundo registra por múltiples factores, (digitalización laboral, concentración de la riqueza, cambios en los paradigmas hegemónicos, pandemia, crisis climática y avances tecnológicos de dimensiones taumatúrgicas) América Latina y el Caribe enfrentan un momento de enorme interés histórico, precisamente por hallarse en el epicentro de estos desafíos, en virtud de sus grandes riquezas fisiocráticas y recursos cada vez más escasos y por tanto en la agenda global.
Como escenario en disputa, nuestra América podría redefinir los cimientos de un siglo XXI de transformaciones civilizatorias muy radicales ya en proceso. La pregunta subyacente sería: ¿vamos en camino de una nueva era de explotación neocolonial o resistiremos bajo el amparo de los nuevos modelos multicéntricos emergentes?
Nuestra América, como laboratorio de ensayos sociales y luchas orgánicas de gran calado –ya por su riqueza conceptual o su continua ebullición pródiga en matices– sin dudas se verá sometida a tensiones monumentales en las próximas décadas. El nuevo eje de la contienda Oriente-Occidente (desprendimiento de lo que en la Guerra Fría denominábamos confrontación Este-Oeste) marcará la dinámica de nuestra Región, siempre en lucha.
Estados Unidos ya sabe que una retirada global ordenada, paulatina y tal vez con reflujos (pero inexorable) condicionará su agenda en esta centuria y por eso debemos esperar lo que ya se perfila: un recrudecimiento de su injerencia en la “isla continental”, tal como definiera a nuestro continente el estratega norteamericano Alfred Mahan a finales del siglo XIX[i]: una prolongación terrestre destinada al dominio de Estados Unidos. Concepto ya esbozado por la Doctrina Monroe de 1823, como bien sabemos.
Para decirlo en términos de geopolítica elemental, Washington comprende que ante la pérdida de su hegemonía global unilateral –sueño fracasado que acarició tras la disolución de la Unión Soviética en 1991– su único bastión colonial serán los territorios al sur del Río Bravo. De allí su incremento de bases militares en nuestras fronteras y las renovadas alianzas con las burguesías, locales cada vez más escoradas hacia un criptofascismo sin maquillajes y dispuestas a masacrar a sus pueblos a plena luz del día. Sebastián Piñera en Chile, Bolsonaro en Brasil o Iván Duque en Colombia, sirven de muestra.
Entre las fortalezas de Estados Unidos, no obstante, debemos contar su metódica penetración en los poderes judiciales de prácticamente todos los países del Hemisferio. También su arquitectura mediática para controlar –o abducir– a grupos multimedia, logrando entre ambos sectores –jueces y periodistas– sinergias nefastas que dieron grandes servicios a sus intereses geopolíticos en los último años. La destitución de Lula da Silva o Dilma Rousseff en Brasil; la persecución sin tregua a Cristina Fernández en Argentina, o de Rafael Correa y Jorge Glas en Ecuador, fueron prototipos claros de infames operaciones de prensa muy bien coordinadas globalmente. Incluso con medios europeos, que maniobraron sin descanso en contra de las izquierdas regionales y los gobiernos progresistas. Estas acciones de lawfare (guerra judicial) han tocado extremos escandalosos de inconstitucionalidad, prevaricación y malversación de causas por fuera de toda garantía republicana. Aberraciones jurídicas múltiples que jueces como Sergio Moro en Brasil o Claudio Bonadío en Argentina (por nombrar a los más paradigmáticos) ejecutaron bajo las órdenes que Washington dimanaba.
Este panorama estratégico de guerra multidimensional: bases militares, judicialización de la política y operaciones mediáticas diseñadas como armapara fabricar consensos entre una población cada vez más lumpenizada en su pensamiento crítico, sin embargo no le ha resultado al Departamento de Estado tan eficaz como supuso sobre la mesa de dibujo.
El ciclo progresista parece recobrar fuerzas tras el golpe a Evo Morales en Bolivia y el triunfo de Pedro Castillo en Perú, junto al posible horizonte de que Lula pueda volver a la presidencia del Brasil en 2022, según encuestas cada vez más favorables. El retorno de Cristina Fernández a las instancias del poder –como vicepresidenta en Argentina– también da cuenta de que algunos mecanismos resultaron defectuosos en la injerencia sutil estadounidense para la Región. ¿La maquinaria ya va mostrando signos de oxidación hegemónica?
Por otra parte, para Estados Unidos se están problematizando algunas de sus principales bases de apoyo, como son las oligarquías locales –los interlocutores válidos dentro del esquema neocolonial, que posibilitan y perpetúan la injerencia–. A pesar del predominio cuasi absoluto en materia de medios, con gigantes como la Red O Globo de Brasil, aliada al Grupo Clarín de Argentina, el Grupo Prisa de España o el conglomerado Televisa de México y El Mercurio de Chile, y su consiguiente manipulación de las masas hacia la derechización de los electorados, estas burguesías están siendo cercadas peligrosamente por alzamientos populares espontáneos y trasversales. Es decir, genuinos. Rebeliones masivas que fueron motivadas por asimetrías escandalosas y percibidas como inadmisibles. El caso chileno contra el gobierno de Sebastián Piñera resulta elocuente porque probablemente marcará una interesante tendencia a lo largo del siglo XXI.
El caso de Colombia, cuyas huelgas generales fueron cíclicas desde el 2019 y estallaron con total virulencia a principios de 2021, debe verse como la respuesta no calculada de sociedades hartas de corrupciones clientelares, direccionamientos espurios por parte de la prensa corporativa y malversaciones de lo público por las élites políticas, (con el Fondo Monetario Internacional como uno de los gérmenes activos).
A estas oligarquías que comienzan a padecer el síndrome francés (un horizonte de derrocamiento popular y nuevo contrato social), no les queda más recurso que multiplicar la fuerza represiva. Y sin embargo ello no alcanzó en Chile y hoy los sectores populares y originarios están sentados de pleno derecho en un proceso constitucional histórico que servirá de faro a nuevos alzamientos populares, no solo en América Latina sino en Europa, cuyas masas cada vez más proletarizadas miran con atención a nuestro “continente rebelde”.
El problema que se presenta a los estrategas de Washington es cómo reforzar su praxis hegemónica hacia nuestro sur y hacerlo por medio del smart power, o poder inteligente. Esto es, combinando métodos de fuerza y ejercicios indirectos como los ya descritos. América Latina muestra año tras año una mayor capacidad de lucha orgánica, e incluso mucho más internacionalista a partir de Hugo Chávez, que recogió con nuevos ímpetus el legado de Fidel.
Es bajo esta lente que Washington refuerza desde hace décadas su penetración mediante diversas instituciones (Fundación Nacional para la Democracia, Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, ONG y otras) con los más altos estamentos judiciales latinoamericanos para orientarlos hacia una teoría jurídica de la dominación, aunque esto no se diga.
Resulta evidente para los observadores del norte global, siempre ávidos de nuestros patrimonios colectivos y riquezas, que América Latina y el Caribe han construido en el último medio siglo una epistemología de la lucha, edificada con cada golpe de Estado, cada genocidio y cada maniobra lesiva de nuestras economías. Ello ha generado anticuerpos orgánicos con una creciente capacidad de respuesta interconectada. Reflejos de lucha asentados en las bases sociales organizadas dispuestas a dominar el complejo escenario en disputa que se entrevé para este siglo XXI.
Los casos de Venezuela, Nicaragua y Cuba, naciones acosadas en el marco de guerra multidimensional, resultan buenos termómetros sobre las limitaciones fácticas que exhibe Estados Unidos para disciplinar a su “isla continental”. Queda claro que Washington no alcanza a definir estrategias que consoliden su pretendido rol de patrón hemisférico y por eso ha concentrado –por enésima vez– su presión sobre Cuba, pues sabe que la ínsula revolucionaria será, como hasta ahora, una influencia eficaz en la correlación de fuerzas que se anuncian tensas en el futuro mediato.
El temido giro hacia Oriente de esta Región que tanto asusta a la plutocracia norteamericana, resulta para los analistas de la Casa Blanca un dato medular para reforzar todas las tácticas ya explicadas, pues en el nuevo orden geopolítico global que se avecina, China, Rusia, la India, e incluso Irán, serán actores centrales en las relaciones diplomáticas con América Latina. Sobre todo en el orden económico, tecnológico y estratégico de nuestros países en pie de lucha contra una dominación informal que le es odiosa y que nos disputa el derecho a la vida en nuestra propia casa.
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Fotografía: Portal Alba