Por: Henri Meschonnic. t-d-x. 23/06/2019
En la función crítica de la universidad, sin la cual no hay universidad, porque entonces no habría investigación, no se trata solo de presentar saberes, sino de transformar saberes – no solamente de enseñar saberes, sino también y sobre todo de enseñar a pensar.
Ahora bien pensar no es pensar si pensar no es intervenir en el pensamiento. Por consiguiente en la enseñanza.
A la pregunta “¿qué saberes enseñar en los colegios secundarios?”, tengo que responder que hay que enseñar algo que no se enseña. Ni en el colegio secundario ni incluso en la universidad: la teoría del lenguaje. Lo que propongo es actualmente una utopía.
Pero la utopía es un deber, cuando se reconoce que la aceptación del mundo tal como es, y de su sistema de saberes, es la aceptación de lo inaceptable si se sabe que falta algo capital en el establecimiento de las ciencias humanas, y de las humanidades hasta lo humanitario. Hay pues que trabajar para transformar este establecimiento. Y eso pasa por rechazarlo tal como está.
En este sentido, un programa de enseñanza solo puede ser una utopía. Ya que lo propio de una utopía es a la vez de ser eso a lo cual el mundo no le da lugar, que no tiene allí su lugar, y de ser una necesidad interior que importa realizar.
El problema concreto para poner en marcha esta utopía sería la formación permanente de los profesores del colegio secundario. Ahora bien por lo que sé no existe casi nadie, o en todo caso un muy escaso número solamente, en la enseñanza superior que sea a la vez lingüísticamente, filosóficamente y literariamente competente para dar esta formación.
Si hubiese alguna vez una real voluntad política para realizar semejante programa, habría que esbozarlo a través de ciclos de conferencias, empezar por formar profesores de enseñanza superior capaces después de transmitir el mensaje.
Actualmente se enseña la ignorancia de la teoría del lenguaje.
Por teoría del lenguaje, no hay que entender ni la lingüística (o ciencias de lenguaje), ni la filosofía del lenguaje. No se trata de una doctrina lingüística cualquiera, antigua o nueva. Se trata de la reflexión indefinidamente en curso sobre el estatuto, las concepciones y las prácticas del lenguaje, de la lengua y de las lenguas, distinguiendo entre la lengua y el discurso, en todas las practicas sociales y en todas las representaciones de la sociedad. Pero en primer lugar en las disciplinas universitarias que se reagrupan bajo la denominación de ciencias humanas, incluyendo ahí el estudio de las lenguas, de la literatura y la filosofía, así como los discursos sobre el arte. La lingüística misma no escapa a esta investigación. Las ciencias de la vida y de la naturaleza no están excluidas, en tanto que discursos y, por ejemplo, a través de las metáforas extraídas del lenguaje en biología.
Se trata pues, con la teoría del lenguaje, de un puesto de observación de gran importancia estratégica, porque se apoya en el conjunto de las concepciones del signo; en lo que se piensa del sentido, y lo que se hace con el sentido, en todas las culturas como en todas las situaciones de acto de lenguaje; en la hermenéutica, su historia y sus efectos actuales de saber y de poder; en las prácticas y las teorías de la traducción; en la propaganda, la publicidad, la comunicación y en las artes del lenguaje; en estas posiciones fundamentales por ellas mismas y por sus conflictos que el realismo y el nominalismo establecen, hacia las esencializaciones o hacia las especificidades, entre deshistorizaciones e historizaciones.
La teoría del lenguaje es la búsqueda y el aprendizaje de la especificidad y de las especificidades, particularmente la del lenguaje; la escucha de la diversidad de las lenguas, que permiten desenredar las confusiones generalmente mantenidas por la noción de genio de las lenguas entre lengua, discurso, literatura, cultura, nación, política, este conjunto que desborda sobradamente una definición puramente lingüística de la lengua; por último el reconocimiento de la historicidad.
Enseñar el sentido de la historicidad consiste en mostrar que, del lenguaje, solo se conocen representaciones, y que no se tiene acceso a ellas directamente como a la naturaleza de las cosas; que estas representaciones son siempre culturales, históricamente situadas, y a menudo interesadas en el mantenimiento de este o aquel orden de las cosas; que la historicidad se compone siempre de un elemento pasado, pasivo, y de un elemento activo que, siendo a la vez inevitablemente de su tiempo, es por una parte imprevisible, y por otra parte, tiene, sobre todo, esa propiedad de continuar su actividad indefinidamente más allá de sus condiciones de producción (dado que la reducción a sus condiciones de producción se define como historicismo, con el cual no hay que confundirla); que esta última propiedad de la historicidad define la modernidad, como presencia activa y continuada en el presente, y que la modernidad así definida ya no se debe confundir ni con lo nuevo, ni con la modernización técnica.
De estas definiciones resulta que el arte es el lugar por excelencia donde se realiza una historicidad radical como invención de una manera nueva de ser un sujeto y de estar en el mundo, en todos los tipos de arte, en el lenguaje, el arte del lenguaje que es la literatura en todas sus formas. De esta manera lo que compone el valor es esta historicidad, y no una estética de la belleza; lo que da al arte, y a los discursos sobre el arte, una importancia estratégica en la teoría del lenguaje y en las representaciones de la sociedad.
La ausencia de la teoría del lenguaje en la enseñanza en general se verifica en la sectorización tecnicista de las actividades lingüísticas en los departamentos de ciencias del lenguaje, particularmente ahí donde todavía están dominados por doctrinas aislantes como las reminiscencias de la lingüística generativa; ella se verifica por la carencia de reflexión acerca del lenguaje en la filosofía contemporánea, o bien como consecuencia de la esencialización de la lengua en los fenomenólogos marcados por el pensamiento de Heidegger, o bien como consecuencia de las reducciones al sentido en los filósofos que se inscriben en la hermenéutica, o bien como consecuencia del empobrecimiento nocional de la pragmática, o bien como consecuencia de la extensión globalizada de la semiótica – donde el conflicto teórico entre el lado Pierce y el lado Saussure-Benveniste ni siquiera se percibe, de ahí la pérdida del sentido de las especificidades, el olvido que en el arte las obras son unidades que no son signos y comportan una semántica sin semiótica.
En cuanto a los “hombres de letras”, el corte en la enseñanza entre estudios literarios, estudios filosóficos y estudios lingüísticos – corte agravado desde la época estructuralista, donde reinaba el mito de lo interdisciplinario – no los pone en condiciones de hacer otra cosa que variables de temáticas y análisis formales, según el esquema más tradicional del signo (el fondo y la forma). De ahí esta paradoja, que hay que hacer evidente, que la literatura y el estudio de la literatura, que deberían ser el lugar estratégico – el mejor ubicado – para trabajar en la teoría del lenguaje, son por el contrario, en general, el lugar de la más gran debilidad de pensamiento sobre el lenguaje, y con poca capacidad para plantarle cara a la invasión de los discursos filosóficos (por ejemplo de la estética analítica americana) sobre el arte y la literatura.
De esta situación resulta que trabajar en la teoría del lenguaje, es trabajar en eliminar las fronteras entre las disciplinas que constituyen las ciencias humanas, principalmente los estudios de literatura, de lengua y de filosofía, pero también de historia, de sociología, de psicología, de ciencias de la educación y de antropología.
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Sin embargo la teoría del lenguaje de ninguna manera se constituye en superciencia social, que dominaría las otras, en los años 60, la lingüística pasaba por ciencia piloto, o como, desde, la sociología de Bourdieu ha tendido a desplazar la lingüística para instituirse en posición dominante. Esta postura de dominación es doblemente imposible, por el papel crítico de la teoría del lenguaje sobre las otras y sobre ella misma, sin lo cual la crítica se volvería inmediatamente dogmática, y por el hecho de que la teoría del lenguaje ya está actuando, sin que se lo sepa, en todas las prácticas y todas las representaciones. En este sentido, le corresponde a cada uno, en cada disciplina, trabajar en la teoría del lenguaje. El hecho de no verlo esclerosa inmediatamente el estatuto del lenguaje, y del discurso, en cada una de sus situaciones.
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Se puede sostener que la parte más importante de lo que corresponde al continuo sigue impensado, en el continuo entre el cuerpo y el lenguaje tal como se realiza en la literatura, por el ritmo y la prosodia, produciendo una semántica específica, que escapa a la doble articulación del lenguaje; en el continuo entre lengua y pensamiento – que postula una poética del pensamiento (así Spinoza en latín – y también todos los pensadores del siglo XVII en latín, mientras que el latín del siglo XVII pasa por ser únicamente un lenguaje de la erudición), y esta poética del pensamiento es rápidamente una crítica de los comentarios de filósofos hechos a partir de las traducciones – el ejemplo de las traducciones francesas de Heidegger, por ejemplo, que están ahí tanto para mostrar como para ocultar el problema; se agrega específicamente el continuo entre lengua y literatura – en el sentido del problema planteado por primera vez por Humboldt, de buscar lo que una literatura debe a su lengua y una lengua a su literatura, problema que no siempre se sabe pensar; se agrega también el continuo entre lenguaje y cultura, para estar al acecho, entre otras cosas, de lo que Jean Paulhan llamaba “la ilusión del traductor”; se agrega por último, o más bien engloba el conjunto de las situaciones del continuo, el continuo entre el lenguaje y la vida, tradicionalmente invertido en discontinuo radical donde, creyendo oponer el lenguaje a la vida, lo genérico abstracto de las palabras en lo particular concreto del que está vivo, no se hace más que oponer una representación del lenguaje a una representación de la vida.
En todo eso hay que reconocer, y enseñar a reconocer no solamente lo que se dice, sino lo que se hace con el lenguaje. Y como el discontinuo del signo impide pensar el continuo, la tarea primera de la teoría del lenguaje es una crítica del signo que ni la lingüística ni la filosofía han emprendido hasta aquí.
Esta crítica del signo ha sido posible a partir del ritmo. Se funda en la poética. Ésta, en primer lugar análisis del funcionamiento de los textos literarios, se abre como antropología histórica del lenguaje a partir del momento en que constata que el modelo formal binario del ritmo en el sentido corriente (alternancia de un tiempo fuerte y de un tiempo débil) no es un universal natural y ahistórico.
El terreno de experiencia aquí es doble: en primer lugar, empíricamente, la antropología del ritmo en el versículo bíblico, que ignora la oposición de una métrica a una prosa y está constituida de una sola rítmica (el caso no es único, sino ejemplar, dada la importancia cultural de los textos bíblicos); luego, la arqueología de la noción lingüística de ritmo por Benveniste, que ha mostrado en la definición corriente del ritmo la obra de Platón: el efecto de teoría ha matematizado y vuelto discontinuo lo que Heráclito y Demócrito concebían antes de él como la organización del movimiento en relación a la organización de lo que es fijo, o esquema. Pero Benveniste no ha hecho más que un histórico, no ha transformado la noción. Lo que yo hago.
De ahí, pensar el ritmo en el conjunto de las actividades de lenguaje conduce a volver a partir de Heráclito redefiniendo el ritmo como la organización del movimiento de la palabra.
Esta transformación hace aparecer la homología entre la definición clásica del ritmo (el discontinuo entre tiempo fuerte y tiempo débil) y la definición clásica del signo (el discontinuo entre significante y significado) – homología que los refuerza uno por el otro, en una sola y misma representación del lenguaje. El ritmo como continuo empírico conduce entonces al examen de los límites del signo.
Esta crítica consiste en primer lugar en distinguir seis paradigmas en el signo, mientras que la tradición y toda la época estructuralista lo concebían como un modelo únicamente lingüístico, y proponían una salida fuera del signo según un nietzschismo literario. Se trata de manera muy distinta de observar su fuerza y sus debilidades. El signo fracasa ante el menor poema. No salimos del signo. Es el signo el que no da cuenta de la pluralidad de las actividades del lenguaje y, ejemplarmente, de la literatura. De ahí el papel estratégico de la literatura en las actividades del lenguaje, el papel estratégico de la poética en la teoría del lenguaje.
Todos estos seis paradigmas están constituidos según una misma homología: un elemento escamoteable-escamoteado y mantenido, y un elemento que, siendo a la vez solo una parte, vale simbólicamente por el todo. Es la situación del significante y del significado en el paradigma lingüístico. El paradigma antropológico (la voz y el escrito), el paradigma filosófico (la cosa y la palabra), el paradigma teológico (el Antiguo Testamento y el Nuevo), el paradigma social (el individuo y la sociedad), el paradigma político (minoría y mayoría del Contrato social) reproducen esta situación.
La teoría del lenguaje trabaja entonces en poner al descubierto el continuo enmascarado por la doble articulación del signo (fonemas y palabras); lo oral como primacía del ritmo en el modo de significar, distinto de lo hablado y de lo escrito; la historicidad radical del lenguaje y el continuo lengua-cultura; la historicidad paradójica de lo divino en relación a lo sagrado; la ética y la política de la pluralidad; y por último una teoría de los sujetos.
No la vulgata de la cuestión-del-sujeto, que no conoce esquemáticamente más que el sujeto filosófico y el sujeto freudiano, sino una pluralidad de los sujetos, que es muy importante no confundir, para una historia de la individuación, y para el pensamiento de las relaciones entre el lenguaje, el arte, la ética y lo político.
Porque se puede y se debe distinguir un sujeto filosófico y su objeto de conocimiento, un sujeto del conocimiento de los otros, un sujeto de la dominación de las cosas a través de la ciencia y la técnica, un sujeto de la dominación de los otros, un sujeto de la felicidad, un sujeto de la conciencia de sí, un sujeto del derecho, un sujeto de la historia, el sujeto freudiano, el sujeto locutor de la lengua, el sujeto del discurso.
Ninguno de los precedentes es el sujeto del poema, que no es el individuo, sino la subjetivación misma de un sistema de discurso.
Así la teoría del lenguaje es también una teoría de los sujetos, o la teoría de los sujetos es un aspecto, un efecto de teoría, de una antropología histórica del lenguaje.
La teoría de los sujetos atraviesa y orienta necesariamente a todas las ciencias humanas, así como la literatura, las lenguas y la filosofía, todas juntas constituyen disciplinas del sentido en la medida en que allí es donde se teoriza un sentido del sentido, para saber qué hace sentido, por qué y cómo – una pregunta muy distinta a la pregunta qué es el sentido.
La teoría de los sujetos moviliza tanto la epistemología como la ética y lo político. Por la poética de los actos de lenguaje, ella está incluida en una poética de la sociedad, en una poética de la política. Ella impone estar atento en no confundir individuo y sujeto, individuo e individualismo. Hace la crítica de estas confusiones en una antropología y en una sociología contemporáneas.
Ella es entonces la encargada de una vigilancia de las amalgamas que circunscribían una deriva cultural y política peligrosa, como la amalgama notoria entre la modernidad (no definida), la democracia, el capitalismo y el imperialismo occidental, que se puede observar en diversos anti-occidentalismos. Ahora bien esta amalgama se analiza muy bien como una crítica del Siglo de las Luces que olvida el sujeto del derecho, identifica el sujeto filosófico con aquel de la dominación de las cosas y del mundo, confunde el sujeto del poema con la subjetividad o el individuo.
La poética, al contrario, hace una crítica muy diferente del Siglo de las Luces: una crítica de la heterogeneidad de las categorías (estética, ética, política, y ausencia de una especificidad del lenguaje) que permite distinguir la modernidad filosófica – la del sujeto filosófico – y la modernidad en arte y en literatura a partir de Baudelaire: ella no separa la poética, la ética y lo político.
La teoría del lenguaje entendida como la crítica del signo y como teoría de los sujetosenseñará a leer las obras literarias mejor que como se las lee en el dualismo del signo que separa su estudio en un afuera (la historia literaria) y un adentro, el mismo signo separado entre el lado del sentido (temático, psicoanálisis como hermenéutica) y aquel de los análisis formales (estructuras del relato, métrica…).
Tendrá que estar atenta a la edición de los textos clásicos donde la filología, ignorante de la poética y paradójicamente de la historicidad misma de los textos que establece, moderniza la puntuación según un logicismo gramatical del siglo XIX que le saca a los textos su rítmica, su oralidad y a los lectores el sentido de la historicidad y de la oralidad.
Así mismo debe inscribirse allí la teoría de la traducción como una poética experimental, no como una traductología autónoma, por la razón de que esta autonomía equivale necesariamente a una dominación de la hermenéutica y del signo, y entra en contradicción, por la supresión que hace de la poética, con la tarea de traducir la literatura.
La teoría del lenguaje es a la vez un observatorio, e incluso un observatorio de observatorios, y una fuerza de intervención intelectual por su sistemática – la contra-coherencia que esta teoría opone al pensamiento del signo. Se ve que hay allí mucho más que una transversalidad de las disciplinas entre ellas. Su desafío mayor es la inteligibilidad de la historia y del presente de las sociedades. Es por eso que la analítica de la inteligibilidad pasa por la crítica de las separaciones clásicas entre lo sensible y lo inteligible, el afecto y el concepto.
Este programa prosigue y desarrolla el pensamiento del continuo empezado por Humboldt.
Inmediatamente, se sitúa en un debate también necesario puesto que está ausente en el campo intelectual contemporáneo, francés y mundial, con varias modas muy difundidas de pensamiento, el pensamiento Heidegger, el pensamiento Habermas, el pensamiento pragmático, el pensamiento semiótico, todos sectores de un filosóficamente correcto que prefiere ocupar los lugares antes que debatir. Así es como ellos constituyen la ilustración de eso que la teoría del lenguaje tiene de necesario, para la pluralidad del pensamiento como estrategia de poética, de ética y de política.
El entrenamiento en la teoría del lenguaje aparece así indispensable para cada individuo a fin de situarse en el mundo de hoy. Volverlo más inteligente. El objetivo mismo de la enseñanza. Empezando incluso desde la escuela primaria, y no solamente en los colegios secundarios.
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Fotografía: t-d-x