Por: Luis Armando González. 14/10/2022
Siempre dije que septiembre era el mes que más me gustaba, y cuando alguien preguntaba por qué respondía que era porque se trataba de un mes de transición del tiempo de lluvias a la época de los vientos de octubre. Desde hace unos años mi gusto por septiembre ya no es el mismo, pues la combinación de días lluviosos con días soleados se ha alterado en favor de los primeros, que se han prolongado hasta octubre y a veces hasta noviembre. Los vientos de los últimos tres meses del año –comenzando con los “vientos de octubre”— son cada vez más extraños. Pero lo que acabo de apuntar tiene que ver con una sensibilidad forjada en mi infancia, extremadamente asociada al clima de cada día y de cada momento del año.
Más allá de los gustos, hay meses que –llueva, haga calor o sople el viento— han marcado mi vida, porque mi trayectoria, valores y compromisos se han visto definidos o redefinidos a partir de hechos sucedidos en ellos. Uno de esos meses es noviembre, debido al asesinato de los jesuitas de la UCA. El otro mes es octubre, a medio tramo del cual nos encontramos en estos momentos. ¿Qué de lo sucedido un octubre ha sido decisivo para mi vida?
Lo he pensado una y otra vez y ese hecho es el golpe de Estado de octubre de 1979, no sólo por suceso mismo del golpe –el último en la historia reciente de El Salvador— sino por los acontecimientos previos y posteriores al mismo. Etapas importantes de mi vida se dieron al calor de procesos históricos de los cuales no era consciente plenamente cuando se daban, pero que influyeron en mis valores, creencias y compromisos personales y políticos.
Nací en 1961 y en 1979 tenía 18 años. Eso en buenas cuentas quiere decir que en esas (casi) dos décadas –las dos primeras de mi vida— viví en un país conducido por gobiernos militares. Me era de lo más familiar, cuando era niño, la aceptación por parte de los adultos de que los militares mandaban en la política, que los resultados electorales no se respetaban y que dar golpes de Estado era lo normal. La denominación académica para el régimen político en el que viví desde mi primer año de vida hasta los 18 años es “autoritario”.
Fui consciente de la resistencia social ante el autoritarismo cuando rondaba los 16 años, cuando en 1977 estuve en el Parque Libertad “acuerpando” –era la expresión que usaba mi mamá Teresa— la protesta por el fraude electoral de ese año. También fui consciente de su dureza, pues en la madrugada del 28 de febrero la concentración popular fue disuelta, con extrema violencia, por los cuerpos de seguridad de ese entonces. De ahí en adelante la violencia política –con prácticas de terrorismo militar y paramilitar— se me hizo más y más evidente e insoportable. Cuando llegué a los 18 años tenía miedo de soldados, policías y guardias nacionales. Sabía de las persecuciones, los asesinatos y las torturas; era uno más, entre miles de jóvenes –también había miles de adultos— que no estaba conforme con cómo iba mi país. Por eso el golpe de Estado de octubre me llenó de esperanza.
Lo que vino después truncó esa esperanza. La primera Junta Revolucionaria de Gobierno se disolvió y los militares siguieron imponiendo sus designios en el quehacer del Estado en el cierre de la década de los años 70 y a lo largo de la década siguiente, ya cuando la guerra civil había estallado y a lo largo de la misma. Es cierto que en 1982 hubo elecciones para Asamblea Constituyente y que en 1984 se eligió, mediante un proceso electoral, a un Presidente de la República. También es cierto que este presidente –José Napoleón Duarte— cedió el cargo, mediante un proceso electoral, a un nuevo Presidente de la República (Alfredo Cristiani, 1989-1994). Y esta dinámica de alternancia en el Ejecutivo –acompañada de procesos electorales destinados a la elección de diputados— no se ha detenido desde entonces, lo cual –desde mi punto de vista— es algo positivo y sano para El Salvador.
Con todo, pese al establecimiento de procesos electorales en la década de los años 80, la vida política nacional siguió descansando fuertemente en las decisiones y el poder del estamento militar. La planificación y realización del asesinato de los jesuitas de la UCA, en 1989, pone de manifiesto este poder de los militares. O sea que, desde mi trayectoria personal, viví otra década de mi vida en el marco del autoritarismo, pese a que se insinuaba una leve dinámica de democratización a partir de 1982.
En 1992, cuando se firman los Acuerdos de Paz, yo tenía la edad de 31 años. Todos esos años los recorrí en un país en el que el autoritarismo militar era lo predominante. Treinta años después puedo decir, de la manera más neutra posible, que la mitad de mi vida la he vivido bajo el autoritarismo. Pero las malas noticias no terminan aquí: en las siguientes dos décadas (20 años de mi vida) el país fue gobernado por el partido ARENA, un partido de derecha al cual el autoritarismo no le era ajeno. Aun recuerdo lo que se decía cuando ARENA llegó al poder en 1989: este partido estará en el poder 40 años. Estuvo la mitad de ese tiempo, pero en lo personal –bien lo recuerdo— el anuncio ni me dio temor ni terror. En los 20 años que ARENA estuvo en el poder (1989-2009) me acostumbré a las simpatías populares, a veces masivas, que despertaba este partido y sus líderes.
Si sumo a los 30 años de autoritarismo militar los 20 años de conservadurismo neoliberal –no exentos, algunas veces, de señales autoritarias— de ARENA, son 50 años en los que he vivido con gestiones políticas que me resultan, por decirlo amablemente, insatisfactorias. En los diez años siguientes que gobernó la izquierda (2009-2019) también viví bajo esquemas políticos, culturales y sociales en lo que la huella autoritaria estaba presente, aunque tuve motivos para que, en ciertos momentos de esos diez años, resurgiera en mí la esperanza por unos derroteros distintos para El Salvador.
¿Qué quiero decir con todo esto? Bueno, pues que con todo lo que me ha tocado vivir en la política (real) del país –y a lo largo de 60 años— encuentro pocas cosas que me puedan sorprender y asustar en el presente. Cuando alguien me dice, a veces con tonos trágicos, que un determinado mandato de gobierno se extenderá por tiempo indefinido no se me ocurre más que alzar los hombros y pensar “y a mí eso qué”.
Primero, porque ningún mandato político es eterno; segundo, porque casi toda mi vida he vivido bajo gobiernos que pretendían durar para siempre; y tercero, porque, aun en los regímenes más controladores, las personas se las pueden ingeniar para encontrar momentos de felicidad. Quien lo dude que lea 1984 de George Orwell. Creo que un camino que todos deberíamos seguir es trabajar porque ningún gobierno o líder nos arrebate las oportunidades, por lo general escasas, de ser felices. Eso es lo que he aprendido después de tantos años de vivir en este país al que quiero entrañablemente, pero que a ratos se me hace insoportable. Qué le voy a hacer: octubre me da qué pensar.
San Salvador, 14 de octubre de 2022
Fotografía: Luis Armando González