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No es una teoría, los derechos trans son derechos humanos.

por La Redacción junio 16, 2020
junio 16, 2020
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Por: Ángela Rodríguez Pam. Rebelión. 16/06/2020

La defensa de otra política sexual más igualitaria, inclusiva y justa es una tarea genuinamente feminista.

La semana que se hizo viral la agresión tránsfoba a una mujer por parte de un policía en Benidorm saltaron muchas alarmas, tanto en los observatorios de derechos humanos y delitos de odio de todo el país como en cada espacio feminista ocupado en los últimos tiempos en decidir si la defensa de la identidad de género es o no compatible con sus reivindicaciones. El ambiente de crispación, miedo, incertidumbre e incluso de violencia que parecía asentarse alimentado por la crisis de la covid-19 necesitaba ser leído en otras claves distintas a las sanitarias o económicas. Con una suerte de espíritu constituyente sobrevolando ante una realidad que parecía haber prescrito, el feminismo comenzó a trazar distintos mapas de la nueva normalidad. Todos esos mapas indicaban una reconstrucción con perspectiva de género, una respuesta a la tensión a la que se habían visto sometidas las costuras del sistema de cuidados durante esas semanas de confinamiento. La pandemia había puesto de manifiesto lo que el feminismo llevaba señalando décadas: son las mujeres con su trabajo invisible y mal pagado quienes sostienen la vida. Pero también otras cuestiones, aunque no suscitasen el mismo consenso.

La pandemia ha apretado más a aquellos sectores más vulnerabilizados. Supimos de la delicada situación de millones de personas en riesgo de exclusión social en nuestro país, en las fronteras, en los prostíbulos y también en el colectivo LGTBI. El aumento de los delitos de odio, de la violencia en el ámbito familiar en este colectivo, de la casi nunca tratada violencia intragénero –en parejas del mismo género–, de la situación de extrema vulnerabilidad a las que se han enfrentado durante el confinamiento las personas trans o los solicitantes de asilo perseguidos por su identidad de género u orientación sexual, o incluso los problemas que han tenido las mujeres lesbianas que han sido madres durante el confinamiento para inscribir a sus hijos en el registro civil. Todas ellas son buenas razones para sostener que sí hay una oportunidad para pensar el Estado de nuevo, es decir, para diseñar otro orden de las cosas en el que se renueven los pactos sociales y sexuales que parecían más rotos que nunca, los derechos de las personas LGTBI necesitan ser reforzados y actualizados. ¿Y qué derechos son estos? ¿Qué consensos y disensos hay en torno a ellos?

A diferencia del panorama político actual, durante la pasada legislatura se alcanzaron algunos grandes consensos en diversas materias. Especialmente relevantes y notorios fueron aquellos en materia de violencia de género, pero no fueron los únicos. Durante 2018 el Congreso de los Diputados acogió intensos debates en las ponencias de dos normas: la futura Ley de Igualdad LGTBI (texto escrito por la sociedad civil y apoyado por Unidas Podemos destinado a eliminar todo tipo de formas de discriminación de todo el colectivo LGBTI) y la modificación de la Ley 3/2007 reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas. (Indispensable recordar que ésta fue registrada por el PSOE y que venía a despatologizar y garantizar la autodeterminación de la identidad de género). Los textos acordados mediante costosos consensos por todos los grupos de la Cámara estaban ya listos para salir del horno cuando en febrero de 2018 se convocan las elecciones generales que hicieron decaer su trámite parlamentario y su inminente aprobación. Han pasado dos años ya, y parece que hasta una parte del feminismo duda de aquellos consensos, mientras en algún cajón de las Cortes se llenan de polvo los acuerdos más queer de la Historia de España, envejeciendo al mismo ritmo vertiginoso que lleva nuestra política los últimos tiempos. Aquellas normas son hoy el reclamo más evidente para esa nueva normalidad, que salvo que rompiera la serie que seguía su antecesora, la vieja normalidad, debería ser más comprometida con los derechos humanos de las personas LGTBI.

Por un lado debería haber un esfuerzo de cara a la especial protección de la igualdad y contra la discriminación de las personas lesbianas, gais, transexuales, bisexuales e intersexuales. Y por otro, un esfuerzo concreto de cara a la definitiva despatologización del derecho a la autodeterminación de las personas trans, así como para la mejora de sus condiciones de vida. Estos dos bloques de medidas no son precisamente una apuesta desde los márgenes. De hecho, son el equivalente nacional a las distintas resoluciones que la ONU ha ido emitiendo sobre la materia desde 2011 o los grandes desconocidos principios de Yogyakarta.

Señalaba ya en 2012 Navi Pillay, Alta Comisionada para los Derechos Humanos, en el prólogo del informe Nacidos Libres e Iguales que se hacía eco de esa primera resolución del 2011, “el argumento en favor de extender a las personas LGTB los mismos derechos que gozan todas las demás personas no es radical ni complicado, y se basa en dos principios fundamentales que sustentan las normas internacionales de derechos humanos: igualdad y no discriminación”. Continúa Pillay señalando que las actitudes homofóbicas combinadas con la falta de protección jurídica en muchos aspectos expone a las personas del colectivo a ser discriminadas en el mercado laboral, en los ámbitos educativo y sanitario, en materia de seguridad, en sus propias familias y, en definitiva, les expone a sufrir violaciones flagrantes de sus derechos, incluyendo también la violencia física y la sexual. Parece evidente que la protección de estos derechos es una tarea íntimamente relacionada con la defensa de la igualdad. Entender los derechos de las personas LGTBI como derechos humanos tiene que ver en última instancia con entender que no sólo se trata de cuestiones meramente identitarias, sino que la violación o el difícil acceso a estos derechos es también un problema de redistribución. Ser más libres significa cobrar lo mismo por el mismo trabajo si eres una persona trans que una persona cis –no trans–, o acceder a una vivienda siendo una pareja homosexual del mismo modo que una pareja heterosexual. También aquí la clase y el género operan de la mano.

Conviene recordar en este sentido que si la implementación de determinadas políticas sexuales en los Estados resulta discriminatoria, la defensa de los derechos humanos de las personas LGTBI, es decir, la defensa de otra política sexual más igualitaria, inclusiva y justa es una tarea genuinamente feminista. El feminismo sigue siendo la mejor herramienta para pensar esas otras normalidades en las que es posible acceder a los mismos derechos, independientemente de quien seas, a quien ames, los genitales con los que hayas nacido, el género sentido o tus características sexuales. Y desgraciadamente, este es hoy en España un recordatorio necesario. Ya antes de la covid se dieron inexplicables debates dentro del feminismo a la hora de acometer esta tarea. Al hilo de estas tensiones y su enésimo reflejo en twitter, una querida colega ha recordado estos días en un chat feminista a Gail Dines. Ella es sin duda una de las grandes teóricas que ha explicado cuáles han sido y son las herramientas que el neoliberalismo ha usado para dinamitar el feminismo. En múltiples charlas y libros da algunas claves bien interesantes para entender este viaje. Señala a Jennifer Baumgardner y su idea de que de que el feminismo es algo individual para cada feminista. También a Margaret Thatcher y su afirmación de que no existe tal cosa como la sociedad, sino solo hombres y mujeres individuales, como verdadero germen del neoliberalismo. Para Dines, entonces, una parte del feminismo hace un viaje desde los años 70 a la actualidad en el que lo personal pasa de ser también político a ser simplemente personal.

Se ha asumido que ese “lo personal es personal” es neoliberal, pero también queer. Y muchas feministas han señalado al calor de esta afirmación que si el feminismo va perdiendo en esa batalla con el neoliberalismo tiene que ver especialmente con que se han colado entre sus filas la defensa de los derechos de las personas LGTBI, asumiendo que el lugar desde el cual se hace esa defensa, o la lectura del sistema sexo-género que algunas personas de esta comunidad hacen, son incompatibles con el feminismo o, al menos, con la comprensión, a mi modo de ver limitada, de que el feminismo solo tiene que ver con la defensa de los derechos de las mujeres o que el género solo tiene que ver con ser hombres o mujeres a los ojos de la sociedad. Muchos se han dejado seducir por estas tesis, quizás asumiendo la comodidad de las mismas, tanto desde una parte del feminismo socialista español como de una parte de los críticos de la izquierda patria, asumiendo con este movimiento las tesis de la extrema derecha. No pasa un día sin que alguien acuse a las personas LGTBI de los retrocesos que el feminismo o incluso la izquierda puedan tener. No pasa un día sin que la extrema derecha muestre el mismo desprecio por todo lo contrario, quizás por ser precisamente la mayor amenaza al relato que sostiene que son ellos y no nosotras quienes defienden la libertad.

Ante esas posiciones es imprescindible recordar que el problema sigue siendo Margaret Thatcher y no las personas trans. Ante esas posiciones es imprescindible recordar que las discriminaciones que sufrimos las personas LGTBI no tienen que ver con una manera individual de entender la vida o de leer nuestros cuerpos, sino con una forma de desigualdad estructural, llamémosle heteropatriarcado, llamémosle neoliberalismo. Y es ahí donde nuestra lucha se vuelve colectiva y hermana de tantas otras. Ante esas posiciones son imprescindibles esos mapas feministas para la reconstrucción que cree lugares en los que las feministas, las personas racializadas, los hombres o las personas LGTBI podamos caminar de la mano en la defensa de la igualdad, la libertad y la diversidad. Especialmente al calor de la desescalada en libertades que algunos piden desde la Casa Blanca o a bordo de un descapotable gritando “libertad” mientras insultan a quienes agitan la bandera del arcoíris.

Que nadie se confunda al colocarse en la foto. Quienes encuentran en el 8M el origen de la pandemia son los mismos que insultan a las personas trans desde un coche de policía o piden terapias de reconversión para las personas homosexuales desde las instituciones. Son también los mismos que han especulado con la sanidad y con la dependencia. Necesitamos que la nueva normalidad sea feminista para que haya una reorganización de los cuidados, para que nadie se quede atrás, especialmente las mujeres que le han puesto siempre rostro a las crisis. Y para que sea feminista tiene que ser también para el colectivo LGTBI. A nadie tanto como a nosotras se nos debe una nueva normalidad.

Ángela Rodríguez Pam es secretaria de derechos LGTBI de Podemos.

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ

Fotografía: Amnistía Internacional.

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