Por: Joan Santacana Mestre. 28/07/2022
Joan Santacana escribe sobre la decadencia de los, en otro tiempo exitosos, museos de antropología, lastrados tal vez —razona— por la conciencia de su construcción a partir de expolios.
e van a perdonar hoy mi atrevimiento para hablar de un tema que conozco mal: los museos de antropología. He visitado muchos. He visto cómo algunos cambiaban de pelaje; otros simplemente se iban cubriendo de polvo y algunos han desaparecido, fundidas y camufladas sus colecciones en espacios dedicados al arte actual o al diseño. En una investigación que pude coordinar hace unos pocos años sobre el público adolescente en los museos, esta tipología era de las menos atractivas para ellas y ellos. Y yo me pregunto: siendo la antropología cultural y la etnología unas disciplinas tan sumamente interesantes, ¿cómo es posible que la mayoría de los museos de estas materias sean tan sumamente aburridos? Ciertamente hay intentos interesantes de renovación, pero resulta difícil olvidar el olor a naftalina. Ya sé que no todos estos museos son iguales y que unos exhiben culturas foráneas y exóticas mientras que otros intentan explicar la propia cultura o el folclore local. Pero tienen un denominador común: suscitan poco interés, incluso entre los profesionales de la antropología. He conocido a bastantes antropólogos de los cuales se podría afirmar que no han visitado uno solo de estos museos. Parece que el tiempo de estos museos se ha agotado.
Yo quisiera referirme aquí a los museos que exhiben culturas foráneas, es decir, museos que en Europa o en Estados Unidos nos muestran culturas africanas, de Oceanía o de América Latina. Tuvieron una edad de oro, quizás entre 1880 y 1950, cuando mostraban productos coloniales y culturas exóticas, al tiempo que validaban los imperios coloniales. Tomen como ejemplo para lo que ahora comentamos el Museo de África de Tervueren, cerca de Bruselas. (Musée Royal de l’Afrique Centrale). Se inauguró en 1897 como parte de la Expo de Bruselas y lo impulsó Leopoldo II: el mismo monarca que era propietario del Congo, responsable de la muerte de millones de congoleños.
Pero con el despertar del Tercer Mundo, estos museos se fueron encogiendo, como si quisieran permanecer escondidos, apartados de la mirada terrible de los pueblos que sufrieron la colonización europea. Estamos lejos de la época en que en el viejo museo del Trocadero parisino se exhibía la Venus Hotentote, o en Banyoles el Negro disecado. Además, surgió un problema grave para estas colecciones: muchos pueblos hoy las reclaman como propias. Es como si gritaran: «¿Con que derecho nos habéis robado a nuestros antepasados?». Aquellas estatuas de madera de hombres y mujeres, las máscaras y los tambores, no eran simples objetos de arte: detrás de cada una de ellas hay la memoria de una persona, un bisabuelo, un antepasado, quizás un héroe fundador de linajes. Les respondemos que nos los vendieron a puñados de calderilla, pero no es cierto, porque la relación entre el colonizado y el colonizador nunca es de igual a igual; y este mismo clamor se escucha en los pueblos indígenas de América o entre los casi extinguidos pueblos oceánicos.
Allí, entre sus gentes, crecieron culturas ágrafas muy potentes y estos muñecos que para nosotros son simples objetos de arte, casi sin significado, para ellos es su memoria, su historia encapsulada en los relatos que cada antepasado atesora. La auténtica columna vertebral de las religiones africanas es el culto a los antepasados. Los espíritus de los antepasados forman parte de la familia y desempeñan un papel fundamental en el pensamiento de la gente. A los antepasados se les pide ayuda siempre, tanto en la guerra como en la paz. Es creencia general que los antepasados viven en un mundo espiritual y siguen de cerca las actividades de la familia. No se trata de un cielo o de un infierno, sino de una región que puede ser el Este, donde sale el sol o el mundo subterráneo, pero en todo caso no están muy lejos de los vivos. A los antepasados muertos se les recuerda, se les pide ayuda, pero también se les teme. Es una mezcla de temor y afecto. Por esta razón, a veces hay que aplacarlos si están airados y hay que contenerlos en su ira. En resumen, puede decirse que el culto a los antepasados, hombres y mujeres difuntos, sustituyen al culto hacia otras fuerzas cósmicas. En África, los dioses tienen menos poder que las almas de los difuntos y no suelen intervenir en los asuntos de la tierra. Por el contrario, los ancestros protegen y observan a las mujeres y a los hombres de su clan y ello lo hacen por su propio interés, ya que, si este desapareciese, el antepasado, sin referentes vivos en el mundo terrenal, no recibiría ofrendas de nadie; se transformaría en un ser maligno, vengativo, y andaría errante para siempre. Mientras los antepasados sigan teniendo contacto con los vivos, todo funcionará bien. Y estas figuras que se exhiben en nuestros museos son precisamente las que les recuerdan y representan a sus antepasados.
Por esta razón esta tipología de museos, en los cuales exhibimos las esculturas de los antepasados africanos, hoy tiene muchos problemas. Si bien hoy cada país reivindica su patrimonio (Grecia los relieves del Partenón, Egipto sus faraones, Baza su Dama…), entre los europeos hay el convencimiento que todos estos elementos patrimoniales, estén donde estén, forman parte de un único deposito cultural. Pero esto no ocurre con el patrimonio de África negra, ni con el de las islas del Pacifico, ni con el de los pueblos nativos de ambas américas. Uno está tentado a escribir que este es un patrimonio incómodo que estamos obligados a devolver en gran parte. Parece contradictorio y cínico que mientras en Europa el lema de nuestros museos de antropología es «entra, conoce otras culturas, admira el arte africano», a los autores de estas culturas, a los descendientes de los yorubas o de los dogones, les dejemos morir en las murallas de espino de nuestras ciudades africanas o en las balsas inestables con las que intentan cruzar nuestro mar. ¿Tiene esto algo que ver con el desinterés por este tipo de museos? No lo sé, pero lo que resulta evidente es que hay que repensar una y mil veces los mensajes de estos museos; revisar sus discursos y sus relatos para que se conviertan en portavoces de la diversidad cultural.

Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ
Fotografía: El cuaderno digital