Por: Luchino Sívori. 01/07/2022
Hay escritores que escriben cosas difíciles con palabras simples. Hay otros que lo hacen sobre cuestiones fáciles utilizando términos complejos. Luego hay otro grupo de personas que no hacen ni una cosa ni otra, y su opinión se mantiene como un misterio.
“Todo radica en el ritmo“.
Virginia Woolf.
Si nos regimos por los manuales de Lengua y Literatura del bachillerato, según los especialistas hay cuatro tipos de escritura (y, por extensión, cuatro versiones de persona):
- Creativa, Persuasiva, Imperativa, Reflexiva.
Sin la más mínima duda, podemos inferir decenas de variedades y primas hermanas de estas; a grandes rasgos, sin embargo, sentencian los que presuntamente saben, estas son las cuatro principales.
Todas son aforísticas, a su manera.
Todas ellas, a pesar de sus vaivenes particulares para expresar tal o cual mensaje (tal o cual concepto, metodología, idea, valor, énfasis), sentencian, dictan, dicen.
Inclusive aquel que pareciera estar al margen de este grupo tan categórico estudiado por nuestros adolescentes cada año lectivo en sus planes de estudio, inclusive él, también dice, con sus palabras a medio decir o directamente no dichas (o no escritas).
El que tarda en decir lo que quiere -o directamente no lo dice nunca- está sentenciando mientras, durante su enigmático silencio, dilatando por alguna razón conocida (o desconocida) la consciente (o inconsciente) futura opinión.
Tarde o temprano esta arriba, y como ya se sabe, lo hace en forma mucho menos espectacular de lo que nos esperábamos.
Podríamos decir que es un resultado algo triste de su parte, ya que tanta espera suele elevar las expectativas; pero como dijimos antes: no se puede saber si su silencio se debió a causas naturales o ajenas, por tanto solo nos queda el sabor amargo de la desilusión, y la duda. También la espera (otra, sí) de que se revierta aquello por lo que apostamos sin del todo quererlo, y finalmente nos sorprenda, ahora sí, con algo que valga la pena…esperar.
Con el que retrasa es diferente. Su creatividad suele verse envuelta en zigzagueos discursivos que aparentan un divague; pero la opinión, implícita entremedio del palabrerío y la verborragia, allí habita, esperando su momento.
Es reflexivo como el que más. Podríamos decir que en realidad es meta-reflexivo. De tan meta que es, de hecho, el mismo argumento le sirve de base para argumentar, y así el monólogo interno deriva a conversación consigo mismo, que, como se sabe, no es exactamente lo mismo que el soliloquio, más individualista.
Algunos pueden pensar que piensa en voz alta, y por ello eso de enredarse como una persiana. No es así: la opinión siempre estuvo desde el vamos; solo que esta, para que emerja, precisa que la deseen, como un anhelo que crece con el correr de los minutos.
El que alarga, o mejor dicho, el que retrasa su opinión, es una suerte de médium, un puente entre la conclusión que viene llegando (pero que ya llegó hace rato) y la demanda-necesidad del público. Quizás por ello la retrasa (la opinión, no la demanda), porque no sabe que forma parte de un juego de otros, y eso lo marea, retrasándolo.
En cualquier caso, tanto los que opinan en diferido como los que presuntamente no lo hacen, opinan. Opinan balbuceando, dejándonos en ridículo, alegrándonos la vida o cortándonos en medio de algo importante que estábamos haciendo. Pueden llegar a atragantarnos el almuerzo (tengo un conocido que una vez escupió el carozo de una aceituna por la nariz sorprendido por una opinión acerca del Peronismo), y a veces, hasta nos guían por unos minutos largos en circunstancias difíciles de nuestra vida.
Siempre están allí, aunque algunas de ellas se escondan en taxonomías y formalismos que, sin dejar rastro, nos incitan, como buenos aprendices de la Retórica, a mirar para su lado.
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Fotografía: Lobo suelto