Por: Luis Armando González. 30/11/2020
Conversando con un amigo, me comentaba que un colega suyo –a quien también conozco– al ser interpelado sobre el por qué ni él ni sus compañeros (ni la institución universitaria para la que trabajan) tenían una participación en el debate público, con análisis y planteamientos sobre temas urgentes, recibió la respuesta siguiente (que, palabras más palabras menos, cito de memoria): “aquí hacemos ciencia y lo que vos pides son opiniones”. Esto me lo comentaba mi amigo indignado, y con justa razón. Por mi parte, la postura de aquel colega me llevo a sospechar que él ni hace ciencia, como cree, ni sabe del quehacer de científicos de primera línea en el debate público, en el que éstos participan, precisamente, con opiniones referidas a temas de actualidad. A propósito, recuerdo a otro colega que se refería a este tipo de planteamientos y
análisis como “coyunturalistas” y, por tanto, poco dignos del interés de “investigadores” que se ocupan de lo verdaderamente serio.
Volviendo al ‘académico’ que hizo la distinción tajante entre ciencia y opiniones –siendo lo primero propio de los científicos y lo segundo propio de personas que se dedican a los superficial y poco serio– mi opinión (poco seria) es que él (cuya opinión también es poco seria) no hace ciencia y desconoce que para muchos científicos –más adelante mencionaré a algunos sobresalientes– intervenir en el debate público es una exigencia que se deriva directamente de su ejercicio científico.
Sé que el colega de marras tuvo, un tiempo atrás, una fuerte simpatía por J. P. Sartre y Edward Said, ambos con una intensa actividad en el debate público de actualidad. Aparte de la antipatía que siento por el primero y el respeto que siento por el segundo, los dos, en sus ámbitos de acción respectivos, hicieron de los escritos de opinión una herramienta para medirle el pulso a los temas y problemas que les afectaban como intelectuales y ciudadanos. Se me vienen a la mente otros intelectuales
del mismo talante: Umberto Eco, Albert Camus, Alfonso Reyes y Octavio Paz. Seguramente, el susodicho colega dirá que su apego por Sartre y Said –Edward, no Gabriel Zaid– fue en una época en la que él no había probado las mieles de la ciencia, es decir, de las estadísticas, los gráficos, las curvas y la cuantificación rigurosa, fría y objetiva. Pero ahora, una vez que ha despertado del sueño dogmático, ya no tiene tiempo para veleidades literarias, filosóficas o peor aún periodísticas. O sea, la
producción científica ocupa sus días y sus noches.
Confieso que no he visto ningún producto científico surgido de esa preclara mente. Pero, obviamente, eso no es prueba de que ese y otros productos no estén en alguna revista o libro a los que no tengo (ni tendré) acceso debido a mi falta de credenciales científicas. De todas formas, si la ciencia es lo que ese colega dice que es –algo ajeno a las opiniones que
marcan el debate público– entonces es entendible que sus aportes científicos me sean desconocidos, pues circulan en los arcanos de la ciencia que él y los suyos visitan.
Sin embargo, no puedo evitar sospechar de que tales contribuciones no existen. Y mi sospecha se sostiene en otra: que el colega protagonista de estas líneas no sabe lo que es la ciencia y desconoce lo que hacen innumerables científicos tanto en su ejercicio investigativo y de producción teórica y empírica como en su involucramiento en el debate público. Es una presunción, la mía, que se puede ilustrar con un ejemplo: si alguien me dice que tiene un caballo en su casa, en principio no tengo porqué dudar de ello, para lo cual parto de dos supuestos: 1) que la persona sabe lo que es un caballo y 2) que su casa tiene el espacio para alojarlo. Pero si la persona me dice que tiene un caballo en su casa y que no la deja dormir porque cacaraquea, estoy autorizado para sospechar que tal persona: 1) desconoce lo que es un caballo y 2) no tiene un caballo en
su casa.
Creo que puedo aplicar ese mismo razonamiento a alguien que afirma que lo suyo es hacer ciencia, no elaborar opiniones e intervenir con ellas en el debate público. Y es que, como ya dije, abundan los científicos de primer nivel que intervienen, y han intervenido en el pasado, en el debate público con opiniones, algunas vinculadas directamente a su ejercicio científico —
acicateados por el compromiso e interés de fomentar la capacidad de razonamiento científico (y no sólo divulgar conocimientos) en los ciudadanos–, y otras derivadas de su compromiso cívico con el bienestar de la sociedad. En este segundo caso, siempre o casi siempre, los científicos usan sus capacidades de razonamiento científico para intervenir en asuntos incluso ajenos a su especialidad.
Por supuesto que hay científicos que son reacios a esta segunda vertiente de participación pública; otros lo hacen de forma eventual o indirecta. En cuanto a la primera –incidir en la conciencia ciudadana mediante la difusión de opiniones científicas–, es uno de los nervios de la ciencia, y los científicos más notables se han preocupado y se preocupan por intervenir en el debate de ideas (a través de libros, panfletos, periódicos, radio, televisión o Internet) con comentarios y opiniones que lleguen a los ciudadanos comunes y corrientes. No pocos grandes científicos han logrado un cultivo y articulación estrecha entre ambas formas de intervención en el debate público –con un dominio exquisito de los recursos periodísticos o audiovisuales, según las épocas– y las preocupaciones teóricas o empíricas de su campo de trabajo científico.
Al decir esto no pienso en Albert Einstein –que es el ejemplo de rigor– sino en Galileo y en Darwin (ambos preocupados por comunicar sus ideas al gran público y en cómo atacar creencias falsas en la conciencia popular). Pienso también en Carl Sagan y Stephen Jay Gould, científicos con un compromiso ciudadano que se volcó hacia el debate público con opiniones diversas fundadas en la razón científica. Pienso también en Richard Dawkins (que continua la tradición de Sagan y de Jay Golud), Joseph Stiglitz y Paul Krugman, estos dos últimos científicos de la economía que consideran inseparables las dimensiones explicativa y normativa de su ciencia, lo cual se traduce en una participación permanente en el debate público.
Y con eso basta para ilustrar mi punto: no es cierto que la ciencia excluya (denigre o minusvalore) la elaboración de opiniones y la intervención en las polémicas y dramas del momento.
Quien dice afirma tal cosa, sencillamente desconoce lo que es la ciencia y el quehacer científico. Y si no se sabe qué es la ciencia, difícilmente puede haber producción científica, aunque se haga otra cosa que reciba el nombre de “ciencia”.
Fotografía: El Tiempo.