Por: Roberto González Villarreal, Lucía Rivera Ferreiro y Marcelino Guerra Mendoza. Contacto: [email protected]
Todavía hay algunos críticos que creen que la reforma educativa es una política mal hecha, que inició al revés, que es laboral, que fracasará porque no tomó en cuenta a los maestros; que fue hecha por administradores y economistas y no por filósofos y pedagogos; que no habrá tiempo para evaluar a todo el magisterio; que en la evaluación se les pasó la mano; que el Modelo Educativo llegó tarde, que no es nuevo, que empezará cuando el sexenio termine; que pronto terminará esta pesadilla; que falta una verdadera política educativa de Estado, en la que se consideren las experiencias de los maestros y las sabidurías de los asesores de siempre, los que no fueron considerados en esta ocasión. Todavía hay quienes piensan así. Inocentes o cómplices, o las dos cosas a la vez. No quieren ver ni nombrar lo evidente. Confunden, empañan, velan la realidad con esperanzas insulsas.
La reforma se planteó como una guerra. Se preparó, se desarrolló y continúa como una guerra. Aún después de los terremotos. Peor: utilizando las desgracias como oportunidades político-financieras. Si no lo creen, vean el impulso a las Escuelas al CIEN.
No es una novedad. Hace mucho tiempo que la política sigue los pasos de la guerra. La guerra es la continuación de la política por otros medios, decía Carl von Clausewitz hace casi dos siglos. En realidad, como muchos han advertido, la política es la guerra por otros medios. Pero, como bien se sabe, nunca se agota en si misma, sino en relación a algo. En este caso, a la reforma educativa.
Siempre hay malentendidos en este aspecto. La guerra no necesita ser una carnicería, como lo imaginaron los griegos hace milenios, cuando inventaron la democracia. No es extraño que el hoplita fuera un ciudadano-guerrero. En el centro de la polis se encuentra la guerra. Y no necesariamente para acabar con el enemigo, sino para alcanzar objetivos particulares. Hay guerras de destrucción y de regeneración. O las dos cosas juntas. Como la reforma educativa.
El problema es cuando desde el poder se alimenta una concepción técnica de la política: la administración pública, la política educativa, la política de Estado, mientras en la historia efectiva, se utilizan todas las herramientas del arte bélico.
Así, se genera una paradoja muy cruel: mientras los reformadores no tienen empacho en utilizar teórica y prácticamente todo el arsenal polemológico*, quienes resisten se encuentran atrapados en los discursos técnicos de la política de Estado. ¡Entraron a una conflagración, siguen en un conflicto y no se enteran de qué va la cosa! ¡Se enfrentan con las armas del adversario; peor: derrotados cognitivamente!
¡Pero, cómo! -dirán las voces de la crítica- ¿traer la guerra a la pedagogía, la más insigne de las ciencias sociales, la comprometida con la formación de nuevos ciudadanos, la responsable de la educación en valores humanistas y trascendentales? ¡Es que nunca fue eso! ¡Eso es un mito¡! O quizá si, sobre todo en eso de formar ciudadanos que se acostumbren a respetar la ley –impuesta por otros-; la moral y las buenas costumbres, las de las clases dominantes. ¿Estas no son acaso, derivas de poderes victoriosos, sedimentaciones de guerras pretéritas? Lo menos que se puede pedir es rigor y conciencia histórica. Lo demás es retórica y palabrería cómplice.
Pero regresemos al tema. La reforma es una guerra. ¿Por qué y para qué? Como decíamos antes, las artes y las ciencias bélicas han evolucionado mucho, ya no son únicamente las de las carnicerías de la Ilustración, tampoco las oleadas a lo Pancho Villa; las formas han cambiado. ¿Para bien? Obviamente que no: ¡es la guerra! No se busquen guerras buenas, bonitas y baratas. ¡Por favor! Se buscan guerras más eficientes, guerras acordes a los intereses y los objetivos del caso. Y en eso se ha avanzado mucho. Como en la reforma educativa.
Vincent Desportes es un teórico francés que escribió en los primeros años de este siglo, un libro que se ha convertido en clásico: La guerre probable (Economica, 2007). Son muchas sus reflexiones sobre las guerras posmodernas. Recuperemos solo una: “Conducir la guerra es en primer lugar gestionar las percepciones, las del conjunto de los actores, cercanos o lejanos, directos e indirectos” (p. 113 ). Es el punto principal. Justo lo que han hecho los reformadores. Veamos en detalle.
¿Cuál es el problema que la reforma plantea resolver? La falta de calidad educativa. ¿Hay alguien que pueda negarlo, después de los resultados de exámenes internacionales y nacionales? Peor: después de las experiencias laborales de jóvenes que no saben redactar ideas básicas, que no comprenden lecturas elementales; de políticos que no argumentan, como en ese bodrio llamado Iniciativa de reforma a los artículos 3º. y 73 de la Constitución, o en los dictámenes legislativos, como registramos en nuestro libro Los poderes percutidos (http://editorial.upnvirtual.edu.mx/index.php/9-publicaciones-upn/364-los-poderes-percutidos); de comunicadores que no articulan ideas; de profesores que no leen, ni escriben, ni investigan, ni crean.
En estas condiciones, la calidad se impuso fácilmente como problema y objetivo a conseguir por la reforma educativa. Nadie lo cuestiona, los críticos lo comparten, sobre todo cuando encuentran definiciones inadecuadas, contradictorias o insuficientes. En ese momento la reforma avanzó sin obstáculos. Se aceptaron las condiciones planteadas por ella: la calidad es el problema.
Otro momento es el de las causas y consecuencias. Es el momento de la política. Una vez que se construyó la calidad como problema, sigue la lucha por la identificación de las causas, así como las tácticas y estrategias para resolverlo. Y otra vez la cuestión de las percepciones es central.
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* Polemología: estudio de los conflictos