Por: Adolfo del Ángel Rodríguez. Columna: La Serpentina. 08/01/2022
Kakata era una aldea pequeñita,
y esta misma casa estaba rodeada de selva,
porque el pueblo no había llegado hasta acá a juntarse con nosotros.
Cuentos negros para una negra noche.
Sin duda, a quienes nos desempeñamos como docentes, nos trae buenos recuerdos el inicio de su carrera: haber llegado a una comunidad alejada de la cabecera municipal en la que apenas había servicio de luz eléctrica y señal de radio, además de ser un solo elemento en el plantel o mínimo tres o cuatro compañeros. También en dichas localidades escaseaba el transporte, por lo que había que estar atento al paso del camión o de los vehículos que hacían viajes a las cabeceras municipales a determinadas horas de la madrugada, por lo que en ocasiones había que desplazarse un día antes o muy de madrugada.
Era toda una peripecia poder llegar a donde se ubicaban los planteles, por lo que muchos se desplazaban los fines de semana, sacrificando el día domingo para instalarse por la noche y estar listos el día lunes a las ocho de la mañana para atender a los pequeños, a quienes se les atendía con entusiasmo durante la semana, pues la mayoría de los maestros se quedaban en las localidades y, para aprovechar el tiempo, en muchas ocasiones se atendía a los niños por la tarde para dar clases a aquellos a quienes no comprendieron algunos temas o simplemente para reforzar con todos otros contenidos ya vistos.
Era interesante cómo maestro y localidad lograban un punto de cooperación, siendo el maestro uno de los pilares más importantes en muchas de las localidades, pues prácticamente era el único servicio que se ofrecía en ellas, por lo que el docente hacía de consejero, pues era él quien elaboraba documentos y el que podía dar una opinión asertiva a los líderes de la comunidad y era respetado por eso.
El trayecto a muchas de las localidades era largo, además de tener que llegar de varias formas en ese mismo trayecto: partes a pie, partes a lomo de bestia, en vehículo o camión. En ocasiones había que atravesar potreros, arroyos, ríos, veredas; lo que forjaba el carácter y daba una perspectiva diferente de la labor que se llevaba a cabo, quizá por el hecho de querer que los pequeños tuvieran otra visión de la vida y tuvieran en un futuro el poder de cambiar el panorama o simplemente hacer sentir que valía la pena todo aquello para hacer un buen trabajo durante la semana. La satisfacción de lo realizado iba más allá de las comodidades o del sueldo recibido.
Pero mucho de ello ya no sucede. Los trayectos fueron reducidos por la pavimentación de los caminos. Ya son muchas las localidades a las que se puede llegar en camión o en taxi, reduciendo el camino de 8 o 4 horas a una hora como máximo, haciendo mella en muchos aspectos de la vida de antaño: un viaje de tantas horas daba tiempo para reflexionar, para conocer a las personas que tenían el mismo destino, para conocer y dialogar con compañeros de la misma zona escolar, de compartir visiones de la labor, para conocer sus proyectos, en fin; era sumar conocimientos y voluntades, lo que hoy ha ido quedando en el olvido porque se han fraccionado esas relaciones.
Ni qué decir de la estancia del docente en la localidad, ya que su presencia se reduce al cumplimiento del horario laboral, de las acciones que marca el programa sujeto a horas estrictas de entrada y salida que no permite una relación fuerte con sus alumnos y mucho menos con los padres de familia, quienes ven una figura que solo se interesa en el cumplimiento de sus labores, pero no de los involucrados en el proceso, como si no solo hubieran pavimentado o asfaltado los caminos, sino también las relaciones docente/comunidad, erosionadas tanto de forma como de fondo.
Con la llegada de la modernidad a las comunidades, lo cual era inevitable, se ha perdido la conexión que existía entre el proyecto como escuela y comunidad, se cayó en las prisas por terminar el horario y llegar a casa, se acortó el proceso de aprendizaje y se privilegia el cumplimiento del deber sujeto a un programa, lo que nos ha ido alejando de los últimos reductos en donde se practicaba la educación colaborativa/participativa en todo su esplendor, pues se observaba el involucramiento de los padres de familia, de las autoridades, de los egresados de los planteles, pues había un sentido de pertenencia interesante, puesto que no colaboraban para el momento sino que se preocupaban de lo que dejarían a las siguientes generaciones.
Recuperar la magia de esas relaciones es esencial para revalorizar la profesión docente desde nuestra trinchera, pues implica dejar de reducir el quehacer docente a un mero trabajo, pues visto de esa manera lo sujetamos a etiquetas que hacen que nos concibamos como sujetos que forjan un producto, lo que no cabe en el desempeño de esta noble profesión, pues va más allá, ya que lo que hacemos es algo inacabado, es la construcción de nuevas perspectivas y de nuevas visiones del mundo, por lo que hacer frente a la individualización a la que nos orilla la actualidad es construir de nuevo el espíritu de colaboración y hacer de nuevo comunidad, para que (como al inicio de nuestra labor) nos quedemos a vivir en ella.