Por: Sally Burch/Verónica León Burch. Question Digital. 18/12/2017
No cabe duda que Internet es un invento extraordinario y –para quienes tenemos acceso regular– ya es difícil imaginar la vida sin todo lo que ofrece. Tal vez es justamente por ello que prestamos poca atención a cómo se la maneja; y apenas nos damos cuenta de los cambios que se están produciendo en las estructuras del poder, a medida que internet y las tecnologías digitales se van imbricando en cada vez más esferas de la vida.
En los últimos años, sin embargo, ha crecido la preocupación frente a las evidencias de un lado más oscuro de Internet. Saltó a la vista cuando Edward Snowden alertó sobre la vigilancia sin límites de las agencias de seguridad a las comunicaciones en Internet y la pérdida de privacidad. A ello se añaden temas como las “noticias falsas”, los mensajes de odio, las estafas masivas en línea, entre otros. Pero a nuestro criterio, estos fenómenos, preocupantes por cierto, apuntan justamente a un problema más de fondo, que es el modelo de desarrollo que predomina en Internet, con tendencia a la concentración monopólica.
Y es que internet hoy es mucho más que un mecanismo para intercomunicarnos y un espacio para buscar información. Un número creciente de objetos y sistemas están conectados a ella y, a través de las plataformas que brindan las grandes empresas digitales, se generan y recolectan enormes cantidades de datos, que son el principal insumo de la nueva economía digital.
Con ello, Internet se está convirtiendo en una especie de sistema nervioso central de la economía, como también del conocimiento, la información, la política y la vida social y cultural. Consecuentemente, quienes controlan este sistema, su infraestructura, sus plataformas y los datos que allí circulan, tendrán cada vez más poder sobre diversos aspectos de la economía e incluso la vida sociopolítica de nuestros países. Y siendo un sistema concentrado, se presta a una centralización del poder.
Un proyecto concentrador
Desde sus inicios, internet fue vista como la cara amigable de la globalización, por su gran atractivo y utilidad, y por las infinitas posibilidades que presenta para democratizar la información, la comunicación y las tecnologías e interconectar personas y organizaciones, sin límites geográficos. Este carácter, y su tecnología programable, motivaron a desarrollar un sinfín de iniciativas ciudadanas y de pequeños emprendimientos. Comenzó a florecer la internet ciudadana, con predominio de un modelo descentralizado, de compartir conocimiento y fomentar los comunes.
Pero a medida que el acceso a internet se masificó y la inversión privada se multiplicó, su desarrollo se fue concentrando cada vez más en manos de un puñado de grandes corporaciones que, con sus modelos de rentabilidad, han ido acaparando el control de la red de redes, absorbiendo o eliminando a la competencia, al punto de convertirse incluso en los principales monopolios transnacionales de la era actual. Debido a que estas empresas controlan las plataformas que conectan los diferentes actores, adquieren una posición estratégica que se consolida gracias al “efecto red”: o sea, que los usuarios tienden a acudir a las plataformas donde están sus amigos, clientes o contrapartes (Facebook), o que ofrecen una mayor gama de servicios (Google, Amazon). Asistimos, pues, a una pugna entre este proyecto monopólico, donde la ciudadanía es relegada a un rol de consumo y de generación de datos, y el proyecto ciudadano de internet, por ahora cada vez más marginado.
Más aún, no solo que estas empresas se han aprovechado de la ausencia de mecanismos adecuados de regulación y supervisión públicas del ámbito digital para expandir su presencia en todo el planeta, sino que se empeñan en hegemonizar los espacios de gobernanza de internet y en incidir en los acuerdos comerciales (TLCs, Organización Mundial del Comercio) para imponer reglas que eliminen cualquier obstáculo a su dominio mundial.
La era de la inteligencia artificial
Lo que hemos visto hasta ahora, sin embargo, es apenas un inicio. Estamos entrando en una etapa nueva con el desarrollo de la inteligencia artificial (IA).
Vale recordar que la IA significa la capacidad informática de absorber un gran volumen de datos para analizar y procesarlos –mediante algoritmos, que son programas complejos[1]– con el fin de adoptar decisiones o acciones automatizadas, en función de una meta específica. Y ello se hace con una rapidez y en volúmenes que superan ampliamente la capacidad humana. La IA implica que las máquinas tienen la capacidad de aprender y, por lo tanto, de tomar ciertas decisiones autónomamente.
La IA se utiliza, por ejemplo, para los vehículos autodirigidos; para diagnosticar enfermedades (con resultados a veces más exactos que los que consiguen los médicos); o para ofrecer a los usuarios de Internet los contenidos más susceptibles de interesarles.
La IA puede ser sumamente beneficiosa, como también puede servir a intereses contrarios al bien público. Todo depende de quien la desarrolla y la maneja, en función de qué fines. ¿Qué pasa si Facebook o Amazon vende nuestro perfil a empresas aseguradoras, que ajusten sus precios según lo que sus algoritmos estiman será nuestra probabilidad de enfermedades o accidentes? ¿Es ético que Google tenga acuerdos con farmacéuticas para que promocionen sus medicamentos explotando las vulnerabilidades que revelamos en línea?[2] Y ¿qué decir de los robots asesinos y armas autónomas; o de los programas que buscan manipular las preferencias del electorado?
Como toda tecnología, la forma cómo se desarrolla y se utiliza la IA responde a intereses concretos en determinados sistemas sociales: o sea, es un asunto fundamentalmente político. Actualmente, su impulso y las inversiones para ello vienen principalmente de grandes empresas transnacionales, sobre todo estadounidenses, pero ahora también chinas y, en menor medida, de algunos otros países.
Estudios recientes[3] indican que, con mayor acumulación de datos, mejor aprendizaje y más efectivos son los resultados de la IA. Esto significaría que las empresas con mayor número de usuarios y más datos tendrían ventaja sobre empresas más pequeñas, y mayores ganancias, acentuando aún más el fenómeno de la concentración.
Si bien hace mucho que la ciencia ficción explora este tema, recientemente las dimensiones prácticas, éticas y legales de la inteligencia artificial están entrando en debate público, particularmente en Europa y EEUU. Allí se discute cuestiones como el impacto en el empleo y los derechos laborales de la robotización y la llamada “economía colaborativa”; la transparencia de las decisiones a base de algoritmos; la responsabilidad por los errores que comete un programa o una máquina, o cuestiones de vulnerabilidad y seguridad, entre muchos otros aspectos. Entre ello se mezclan mitos, exageraciones y mensajes alarmistas[4], pero sin duda hay mucho de qué preocuparse.
En un análisis publicado este año[5], Prabir Purkayastha, quien trabaja hace muchos años en asuntos relacionados con la IA en India, plantea que el problema central de la IA es que estamos permitiendo que los algoritmos suplanten lo que antes eran decisiones humanas (de gobiernos, empresas, individuos): decisiones que pueden tener un impacto crítico en aspectos clave de la vida de la sociedad. Tendencialmente, los prejuicios y la subjetividad de una sociedad dada se codifican en algoritmos que toman estas decisiones sin transparencia y muchas veces sin posibilidad de apelar (sobre un crédito, un empleo, incluso una sentencia judicial).
Pero el problema de fondo, según el analista, va más allá de esta subjetividad, ya que reside en los mismos datos y los modelos “predictivos” que se construyen con ellos, modelos que analizan el pasado para predecir el futuro. “Tales datos y modelos reflejan simplemente la realidad objetiva del alto grado de desigualdad que existe en una sociedad, y lo replican en sus predicciones del futuro”. El peligro, entonces, es que aun cuando la raza, la casta o el credo no estén registrados explícitamente en los datos, existe una cantidad de otros datos (nivel económico, lugar de residencia, empleos anteriores) que actúan como sustituto de estas ‘variables’. Por lo tanto –dice– es indispensable crear regulaciones y entidades de control que normen el uso de la IA.
Para los países de América Latina, que no cuentan con capacidad tecnológica en este ámbito, existe un peligro adicional: puede significar nuevas formas de dependencia.
Por todo ello, es urgente abrir un amplio debate sobre estos temas. El futuro de internet ya no puede ser considerado como un tema solo para especialistas, ingenieros o empresas digitales. Es un tema de toda la sociedad y será sin duda uno de los grandes temas definitorios de este siglo.
Diálogos por una internet ciudadana
Más allá de que los usuarios y todos los contenidos e interacciones que depositamos en la red somos lo que le da mayor valor a ésta, no debemos olvidar que Internet surgió como una iniciativa ciudadana que fue desarrollada de manera descentralizada y desde abajo por una multiplicidad de actores. De este proceso surgen, además, una serie de movimientos que abogan por una democratización del conocimiento y la tecnología, como los movimientos de software libre y conocimiento abierto, que juegan un rol esencial en el desarrollo de la red y las tecnologías digitales. Las grandes corporaciones digitales se consolidan en poco más de la última década (Facebook aparece en 2004 y Youtube en 2005), capitalizando sobre todo el acumulado que la red y sus usuarios ya habíamos alcanzado.
Es así que, a pesar de las condiciones adversas de hoy, la internet ciudadana no se ha dado por vencida. Está viva y se expresa en miles de iniciativas de conocimiento abierto, de cultura libre, de trabajo colaborativo, de tecnologías no propietarias, de medios alternativos y comunitarios, de iniciativas de desarrollo comunitario, de pequeños emprendimientos y redes solidarias; aunque tendencialmente éstas siguen dispersas.
Ante ello, y frente a los retos que significa la internet monopolizada, surgió la propuesta de organizar un Foro Social de Internet (FSI), mundial, bajo el paraguas del Foro Social Mundial, cuyo lema “otro mundo es posible” nos sugiere que también “otra Internet es posible”. El FSI se concibe como un proceso en marcha, con la probabilidad de realizar un primer evento mundial en India en 2018.
Como parte de este proceso, surgió la propuesta de organizar una iniciativa regional de sensibilización e intercambio sobre estas problemáticas, que desembocó en el Encuentro “Diálogos por una Internet Ciudadana: NuestrAmérica rumbo al Foro Social de Internet”[6], (Quito, 27-29 de septiembre 2017).
El encuentro fue escenario de un debate fértil que desembocó en una amplia gama de propuestas[7], tanto de iniciativas ciudadanas como de cara a las políticas públicas nacionales y regionales, con miras a elaborar una agenda regional y propuestas hacia el FSI mundial.
Como temas eje se destacaron: los datos, como fuente de valor y como objeto de violación de la privacidad, y la necesidad de legislación para su protección, tanto individual como colectiva; y los derechos humanos, que requieren de una protección específica en el ámbito digital, y que deben primar sobre los intereses comerciales.
En la agenda de acción se destacó: una campaña regional de sensibilización sobre estos temas; acciones de cara a los gobiernos y legislaturas; y el rechazo a la negociación del comercio electrónico en la Organización Mundial del Comercio.[8]
La edición 528-529 (octubre-noviembre) de la revista de ALAI América Latina en Movimiento recoge diversas facetas de esta problemática, con aportes, entre otros, de personas que participaron como ponentes en el Encuentro. También presenta algunas experiencias valiosas de la construcción de la internet ciudadana.
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Fotografía: question Digital