Por: Luis Armando González. 14/02/2025
Estados Unidos y China, dos potencias mundiales capaces de alterar el curso de las dinámicas planetarias. Dos potencias entre las cuales se están suscitando, en estos momentos, preocupantes fricciones económicas y geopolíticas cuyo desenlace es prematuro anticipar. Las discrepancias se comenzaron a hacer presentes una vez que China entró, poniendo en juego recursos exorbitantes, en la carrera por convertirse en la principal protagonista de la economía mundial. Los juegos olímpicos, celebrados en Pekín en 2008, fueron la manifestación apoteósica de la voluntad de los dirigentes chinos por hacer realidad lo que Ted Fishman llamó la “China S.A.”, es decir, un experimento capitalista implementado bajo un ordenamiento político comunista.
Las discordias comerciales han estado presentes desde entonces. Pero no todo se ha quedado ahí. Y es que las pretensiones económicas de China en el escenario mundial se tradujeron en una mayor presencia –en cooperación, inversiones y emigración— más allá de sus zonas tradicionales de influencia. En los últimos años, en América Latina y Centroamérica se hizo evidente esta presencia china, derivada de la lógica expansiva del capitalismo-comunista imperante en el gigante asiático. No es que en América Latina y Centroamérica antes no hubiera vínculos, de uno u otro tipo, con China –y muy fuertes y estrechos, por cierto, con Taiwán—, pero lo de años recientes es de otro calado, destacando la inversión y la cooperación estatal en proyectos de infraestructura millonarios.
Todo esto ha estado sucediendo en lo que, desde Estados Unidos, se ha considerado siempre su “zona de influencia” o, para los que gustan de expresiones más duras, su “patio trasero”. Y no sólo eso: la potencia que lo ha estado haciendo es la principal competidora económica y geopolítica de Estados Unidos. Puesto así, en algún momento desde esta nación se iban a tomar las medidas de contención que se estimaran pertinentes.
Pues bien, la nueva administración estadounidense –liderada por Donald Trump— ha anunciado fuerte y claro que no está en buenos términos con China. Lo ha dicho a estos últimos, con drásticas medidas arancelarias a sus importaciones, pero también, de una u otra manera, a los socios de China en Centroamérica, América Latina y el Caribe. Es de suponer que estos últimos han entendido el mensaje y que tomarán las providencias del caso.
Es probable que algunas naciones de ambas regiones decidan mantener su sociedad con China, quizás confiadas en su autosuficiencia o en la disposición del gigante asiático en comprometerse a fondo con su destino. Otras quizás, aunque deseen no desvincularse de China, lo tendrán que hacer, dada su dependencia excesiva de Estados Unidos. Otras, en el mejor de los casos, tendrán el chance de negociar sus relaciones con China, sin llegar a la ruptura definitiva. En cada situación concreta, serán relevantes los montos financieros otorgados por China, que a lo mejor no habrá manera de recuperar, y la población emigrante de ese país que se instaló en otro con la expectativa de una bonanza comercial, con trato privilegiado, que le iba a favorecer en el corto y mediano plazo.
Como quiera que sea, tanto las autoridades chinas como sus socios en Centroamérica, América Latina y el Caribe hicieron jugadas audaces y arriesgadas dadas la cercanía de Estados Unidos, la manera cómo desde éste –en específico desde la esfera política de esa nación— se ve el sur de su frontera y la competencia por el predominio mundial que existe entre el país norteamericano y el país asiático. Lo que llama la atención es la tolerancia de los demócratas ante la situación que se estaba dando con China y no tanto la postura de Trump que está en sintonía con la vieja tradición, bien afianzada históricamente, que nos ve como el patio trasero de Estados Unidos. Hay quienes, con razón, se resisten a ser vistos y tratados así; pero ¿es la solución convertirnos en enclaves de la expansión China?
Finalmente, como no se tiene que confundir a los pueblos (su historia y cultura) con sus gobiernos, debo decir que respeto tanto al pueblo norteamericano como al pueblo chino, y que admiro la riqueza histórica y cultural de ambas naciones. No puedo decir lo mismo de sus actuales gobiernos. Y en cuanto a sus sistemas políticos, me quedo con el estadounidense que, con sus múltiples defectos y amenazado como se encuentra en sus pilares constitucionales, liberales y democráticos, sigue siendo el menos malo de los dos.
Ya lo sé: estoy haciendo eco de la célebre formulación de Winston Churchill, pero es tan certera que se ha convertido en patrimonio común para quienes estamos del lado de la democracia constitucional y liberal. Leyendo una revista Letras Libres viejita (de 2014) me encontré con un artículo de Isabel Turrent, titulado “Churchill tenía razón” (14 de enero de 2014), que me permite cerrar estas reflexiones con una cita suya:
“La democracia –dice— tiene una última ventaja comparativa: es el único arreglo político que permite equilibrar la búsqueda del bienestar colectivo y la protección de las libertades individuales. Winston Churchill tenía razón: la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”[1].
San Salvador, 11 de febrero de 2025
[1] https://letraslibres.com/politica/churchill-tenia-razon/
Fotografía: Co.boell