Por: Raúl Prada Alcoreza. 17/02/2025
En el Discurso sobre los orígenes y fundamentos de la desigualdad Jean Jacques Rousseau diferencia la igualdad en la condición natural de los humanos y la desigualdad en las estructuras de relaciones sociales, basadas en la propiedad privada, cuando naturalmente no hay propiedad privada. Esto de la privatización de los bienes comunes viene con el imperio de las dominaciones. En realidad, teniendo en cuenta la historia de las estructuras de poder, podemos ver que es el Estado el que instaura la propiedad privada. Con la apropiación de todos los territorios por parte del déspota y el posterior cobro del tributo se da lugar a uno de los nacimientos de la propiedad privada. En la sociedades capitalistas la propiedad privada se ha convertido en un mito, un mito moderno, se la considera como si fuese natural cuando no lo es. Es una propiedad impuesta por el poder y por las dominaciones, avalada por el Estado. Entre los Estados capitalistas los Estados Unidos de Norteamérica ha convertido la propiedad privada en ley constitucional y en una obsesión en los comportamientos. El problema radica no tanto en la propiedad privada de las familias, de los individuos, de los campesinos, de las pequeñas empresas, sino en que la propiedad privada se convierte en un monopolio, bajo el control de las exiguas familias de la hiperburguesía que domina el mundo. La Constitución prohíbe el monopolio, sin embargo, la contradicción es irreparable, se encuentra en la misma Constitución. La propiedad privada ha generado el monopolio, de la misma manera el mercado ha generado el monopolio, asesinado al mercado mismo. Ambos, la propiedad privada y el mercado han generado su propia monstruosa contradicción. No hay libre mercado; esto es parte de la retórica. A pesar de esta constatación, en la ideología en voga se difunde como si fuese una certeza el argumento del libre mercado, incluso en su metáfora de la mano invisible. Lo visible es que no hay mercado libre, hay monopolio, por lo tanto violencia, dominación, imperio de los pocos contra las grandes mayorías.
John W. Dower, en El violento siglo americano, escribe sobre las guerras e intervenciones de los Estados Unidos de Norteamerica desde el fin de la segunda guerra mundial. El catedrático emérito de Historia en el Massachusetts Institute of Technology escribe:
“Describir la larga era de la posguerra como una época de paz relativa es deshonesto, y no sólo porque desvía la atención de la muerte y la agonía, que en realidad se produjeron y siguen produciéndose, sino que también oculta la medida en que Estados Unidos es responsable de contribuir, más que impedir, la militarización y el caos después de 1945. Las incesantes transformaciones de los instrumentos de destrucción masiva encabezadas por Estados Unidos – y el provocativo impacto global de esta obsesión tecnológica – son en gran medida ignoradas. La continuidad de ciertos elementos estratégicos en la manera de librar la guerra al estilo estadounidense (una expresión popular en el Pentágono), supeditada en gran medida a las fuerzas aéreas y otras formas de fuerza bruta, pasa desapercibida, al igual que la ayuda a regímenes extranjeros represivos y el impacto desestabilizador de las intervenciones abiertas o encubiertas llevadas a cabo en el extranjero. La dimensión más útil e insidiosa de la militarización estadounidense en la guerra – es decir, la violencia ejercida sobre la sociedad civil destinando recursos a un estado de seguridad nacional colosal, intrusivo y siempre en expansión -, no suele formar parte de los argumentos que se centran en la disminución numérica de la violencia desde la Segunda Guerra Mundial.”[1]
El autor comenta que, a mediados del 2015, la oficina del alto comisionado para los refugiados de Naciones Unidas había informado de que el número de personas desplazadas por la fuerza en el mundo, como efecto de la persecución, el conflicto, la violencia generalizada, así como debido las violencias de los derechos humanos, había superado las cifras de secenta millones, algo que supone el nivel más alto registrado de de la segunda guerra mundial. Anota que aproximadamente las dos terceras parte de estos hombres, mujeres y niños, fueron desplazados dentro de sus propios países. El resto eran refugiados, en tanto que más de la mitad de dichos refugiados eran niños.
El investigador mencionado aclara que:
“Así pues, nos encontramos ante una tendencia íntimamente relacionada con la violencia global que no va a la baja. En 1996, las Naciones Unidas estimaban que en el mundo había 37,3 millones de individuos desplazados por la fuerza. Veinte años después, a finales de 2015, esta cifra había alcanzado los 65,3 millones, un 75% de incremento respecto de las dos décadas posteriores a la segunda guerra mundial, a las que la bibliografía que defiende el descenso de la violencia se refiere como la “nueva paz”. En el informe de Naciones Unidas, en el que se recoge en todo el año 2015, se indica que la población global de personas desplazadas por la fuerza actualmente es mayor que las del Reino Unido”.[2]
El autor se refiere también a los efectos de las duras sanciones que acompañan a los conflictos, que, con toda evidencia paralizan los sistemas de higiene y de salud, precipitando el incremento agudo de la mortalidad infantil. Da el ejemplo de las sanciones impuestas a Irak a principios de 1990, que se prologaron a lo largo de trece años. Lo que le conlleva a decir que la primera guerra del golfo es un ejemplo de la irradiación de la violencia desatada mundialmente por la hiperpotencia descomunal.
El autor mencionado no se olvida anotar que las cifras y las tablas con respecto a la violencia desbocada mundialmente no pueden conmensurar la violencia psicológica y social sufrida por combatientes y civiles. Al respecto se ha sugerido que una de cada seis personas que habitan en zonas asoladas por la guerra puede sufrir un trastorno mental. Dice que hasta 1980, siete años después de la retirada de los Estados Unidos de Vietnam, recién se ha reconocido oficialmente el trastorno por estrés postraumático. En el año 2008 un estudio a gran escala de 1,640,000 soldados desplegados en Afganistán e Irak, entre el 2001 y octubre 2007, se llegó a la conclusión de que aproximadamente 300,000 personas sufren de trastorno por estrés postraumático o, en su caso, de una depresión profunda, que alcanza alrededor de 320,000 personas, que padecieron la lesión cerebral traumática durante el despliegue.
Teniendo en cuenta la paranoia de la hiperpotencia que encuentra enemigos por todas partes o se los inventa, atrapada en la obsesión por la seguridad nacional, que deriva en una obsesión armamentista compulsiva , John W. Dower escribe:
“A todo ello cabe añadir la peculiar carga psicológica de ser una ‘superpotencia’ y, desde la década de 1990 en adelante, la ‘única superpotencia’ del planeta; una situación en la cual la credibilidad se mide básicamente en términos de un poder militar avanzado y abrumador. Se puede argumentar que esta visión del mundo ayudó a frenar el comunismo durante la guerra fría y ofrece una sensación de seguridad a los aliados de Estados Unidos. Lo que ésta (superpotencia) no ha conseguido es asegurar la victoria en la guerra real, pero no por falta de ganas de intentarlo. Con algunas excepciones (Granada, Panamá, la breve guerra del golfo en 1991 y los Balcanes), el ejército estadounidense no ha saboreado la victoria desde la segunda guerra mundial, siendo Corea, Vietnam y los recientes y actuales conflictos en el gran Oriente Medio unos ejemplos notables de su fracaso. Sin embargo, estas derrotas no han hecho mella en la soberbia inherente al estatus de superpotencia. La fuerza bruta sigue siendo el elemento principal por el que se mide la credibilidad.” [3]
Resumiendo la concepción bélica estadounidense, el investigador dice que se trata de las “tres D”, derrotar, destruir, devastar. Se trata de mantener un dominio de espectro completo en todos los ámbitos, tierra, mar, espacio e información. En el año 2015 el Departamento de Defensa admitió disponer de 4,855 ubicaciones, 587 de las cuales están situadas en ultramar, en cuarentaydos países extranjeros. De acuerdo a otro reporte, el número de bases e instalaciones que el Pentágono mantiene en el extranjero ronda en 800, ubicadas en 80 países. Hay que tener en cuenta también que durante el 2015 las fuerzas de operaciones especiales de élite fueron desplegadas en unos 150 países, además hay que anotar que Washington proporcionó armamento y fuerzas de seguridad a un número de países aún mayor.
Todo esto constata el violento siglo norteamericano, que incluso puede ampliarse y se puede hablar de largo violento siglo norteamericano, haciendo alusión al Largo siglo XX de Giovanni Arrighi. El ciclo largo de la violencia norteamericana desde la conquista hasta ahora, pasando por la guerra de exterminio de las naciones y pueblos indígenas. Los sucesivos gobiernos estadounidenses norteamericanos se esfuerzan por hablar de la defensa de la democracia y del estilo de vida estadounidense. Pregunta: ¿Si la democracia requiere semejante descomunal expansión maquinaria de la violencia instrumental de la guerra, qué sentido tiene hablar de democracia? Incluso podemos preguntar: ¿Qué sentido tiene hablar de libertad? Ante un desmesurado aparataje de la violencia militar desaparece la democracia, quedando solo su sombra de recuerdo de una nostalgia que nunca tuvo su referencia, pues ésta nunca existió. La libertad resulta una palabra hueca en boca de los políticos del Departamento de Estado y los congresistas. Peor aún, si se trata de cipayos gobernantes de la inmensa periferia de la geopolítica del sistema mundo capitalista, cuando gobernantes bizarros hablan desaforadamente de “libertad”, sin tener una idea conceptual de la misma, salvo la estrecha esquemática figura sin contenido de la mano invisible del mercado. Incluso se animan a hablar de una “guerra cultural” contra el “comunismo”, donde se encuentran en la misma bolsa John Mayard Keynes, Iósif Stalin, los socialdemócratas europeos y los populistas latinoamericanos, haciendo evidente no sólo su incurable miopía, sino también haciendo patente la larga noche donde todos los gatos son paros. En pocas palabras, en la modernidad tardía del sistema mundo capitalista, se hace patente la banalidad política, la trivialización del discurso que pretende la legitimación del imperio mundial de las dominaciones. Además de hacerse patente la vacuidad de los hombres bizarros que gobiernan en el norte y en el sur de un mundo globalizado, desgarrado en crisis múltiples.
El actual presidente de los Estados Unidos de Norteamérica ha hecho gala de la banalidad política de la que hablamos, además de expresar la misma vacuidad retórica de los hombres sin atributos, que manejan los asuntos nacionales y mundiales de la híperpotencia solitaria, que deambula por los océanos con acorazados grises y gigantescos, armados desmesuradamente y amenazantes, con armas de destrucción masiva, sin encontrar a nadie que pueda hacerles frente. Salvo su propio inconmensurable miedo y terror al otro, que no conocen, del que tienen una imagen de enemigo antagónico, si no es de endemoniado, que no es otra cosa que el desconocimiento de sí mismos, salvo la caricatura que vierten sus aparatos de publicidad y propaganda, que no llegan a más allá de un esquematismo extremadamente ingenuo, que no convence a nadie.
El mentado presidente quiere tomar por asalto el canal de Panamá, cuya soberanía corresponde a la República de Panamá, quiere comprar Groenlandia o hacerse cargo de manera violenta de esta gran isla, desconociendo los derechos de Dinamarca, más aún de los habitantes de la isla. Obsesinado con la incorporación de Canadá como el cincuenta y uno Estado de los Estados de la Unión. Recientemente ha declarado que Gaza debe ser declarada zona de demolición, expulsando a sus habitantes, legítimos herederos de Palestina. Esta descomunal violencia verbal no hace otra cosa que evidenciar la desmesurada decadencia de la hiperburguesía que domina el mundo y de la élite política que funge de “estratega” de pacotilla de un nihilismo deshilachado.
Como ya es costumbre en tiempos del espectáculo y en la era de la simulación, los medios de comunicación sensacionalistas y de la desinformación no hacen otra cosa que repetir como eco la vociferación del presidente de la enorme República perdida en sus propios laberintos.
Lo que ocurre tiene que ver con la guerra declarada contra los pueblos y la sociedades del mundo por parte de esta hiperburguesía y una élite anodina, que hace gala de su nulidad en las pantallas de televisión. A pesar de la banalidad cultural de una minoría de pasarelas, de todas maneras, se evidencia el peligro para la sociedades y los pueblos del mundo, la amenaza de la continuidad de la guerra por procedimientos y métodos de los posmodernos jinetes del Apocalipsis.
La sociedades y los pueblos del mundo tienen la responsabilidad de defender la vida, de defender al planeta, de defenderse contra el terror del imperio y el terror de Estado. Contra esta guerra denominada eufóricamente “guerra contra el terrorismo”, también guerra contra el narcotráfico, cuando el único terrorismo competente es precisamente el de los Estados y el del imperio. Siendo, además cómplices del blanqueo de los tráficos ilícitos.
Las paradojas aparecen de una manera irónica. La República de migrantes resulta ahora entrabada en una guerra contra los migrantes. Se propone la expulsión inédita de grandes contingentes de migrantes, buscándolos inclusive en las escuelas y en las iglesias. Todo esto nos hace recuerdo a la persecución obsesiva nazi contra las poblaciones judías, atrapadas en la irradiación envolvente de las dos guerras mundiales. Sin embargo los impulsores de semejantes políticas de violencia descomunal, genocida y xenofoba no se inmutan. Obviamente no tienen conciencia histórica de lo que hacen, salvo una necedad extrema, que desborda en balbuceos descarriados, que pretenden ser discursos políticos.
Acompañando a esta diseminación de la cultura de estas expresiones anti-intelectuales, de la élite política, que hace gala de una desconocimiento supino, sectores de clase media europeos, obviando su propia formación académica, se dejan llevar por el pánico, por la paranoia y el miedo al otro, inclinándose por expresiones de extremo conservadurismo. Por otra parte, sectores latinoamericanos de clase media, por su odio contraído contra los populismos demagógicos, olvidándose de su propia formación, se agarran como tablas de salvación de los balbuceos histriónicos y vociferantes de líderes de las nuevas tiranías y totalitarismos conservadores, sin inmutarse de la vacuidad sin argumentos, de los balbuceos estridentes de hombres bizarros, se inclinan por caudillos estrambóticos de la derecha racista, clasista, homofóbica, que odia a la mujer y la teme.
Panorama incierto
Los neopopulistas cabaron su tumba, atrapados en sus propias redes. Son los causantes del vaciamiento político, mediante discursos altisonantes, empero vacuos en sus mensajes sin enunciados. Son responsables de la destrucción del tejido social y de haber usado la administración pública para beneficio propio, conformando una burguesía rentista. Ante semejante vaciamiento político y de las tradiciones de lucha sociales, ante el desmoronamiento de la ética, continuando por vías clientelares la dominación del capitalismo dependiente, inclinado a concesiones a las trasnacionales extractivista, ante el descrédito de la retórica “progresista”, han abierto el camino al ascenso de los conservadurismos más recalcitrantes y anacrónicos. La izquierda internacional, encajonada en un esquematismo dualista obsoleto, incapaz de crítica y mucho menos de autocrítica, defiende insosteniblemente a los denominados impropiamente “progresistas”. Lo único que hace es continuar, a escala mundial, el vaciamiento político de las luchas sociales, desarmar las reivindicaciones y las utopías históricas, una izquierda atrapada en un guion mediocre del teatro político del dualismo que inventa enemigos. Dejando de lado la verdadera lucha contra la forma dominante del capitalismo actual, una combinación perversa entre las revoluciones tecnológicas, vinculadas y restringidas a la acumulación ampliada de capital, que se dan en los centros cambiantes de la geopolítica del sistema mundo capitalista, con un capitalismo colonial, extractivista y dependiente en la inmensa periferia de la geografía dominada por el sistema mundo capitalista, bajo la dominancia del capital financiero, especulativo y extractivista.
En un mundo atravesado por la crisis múltiple de la civilización moderna, el maquinismo de la guerra continúa sus discursos de pretendida legitimación de masacres, genocidios y asesinatos masivos de pueblos. Crímenes de lesa humanidad. La guerra sigue siendo el recurso de la instauración y preservación de las dominaciones. Ahora más peligrosas ante la amenaza demoledora de las armas de destrucción masiva. La paranoia está inscrita en los “estrategas” de la conflagrción bélica, en los servicios secretos, que usan la “inteligencia” para conspirar y programar intervenciones encubiertas en todos los países. Ante este panorama agobiante los horizontes de futuro han desaparecido. Sólo se ve un presente suicida.
De Jean-Jacques Rousseau a Karl Marx se ha reflexionado y analizado la desigualdad social y teorizado sobre la lucha de clases. Haciendo un balance retrospectivo desde la actualidad se puede decir que las desigualdad social se ha ensanchado abismalmente, que, paradójicamente, la lucha de clases ha sido asumida de manera compulsiva por la élite de la hiperburguesía que domina el mundo, declarando la guerra a muerte a las sociedades y a los pueblos del mundo. Las experiencias de las revoluciones han sido heroicas e irradiantes, buscando transformar el mundo de las dominaciones por un mundo de las solidaridades, de las complementariedades y de las equivalencias sociales, en la perspectiva de una armonía social, sin embargo, la implantación de socialismos estatalistas han continuado la lucha de clases por parte de una burocracia insípida y cruel contra el pueblo revolucionario. El socialismo estatal no llegó a durar ni siquiera un siglo, dejando pendiente la realización de las utopías y la liberación de las clases explotadas y dominadas, de los condenados de la tierra. La banalización de la izquierda, en lo que respecta a los problemas no resueltos y a las tareas pendientes, prefiriéndo la apología de los fracasos y las derrotas, que en efecto corresponden a la destrucción de la revolución desde adentro, ha construido notablemente al descrédito de las grandes tradiciones de la crítica, de las luchas sociales y de liberación nacional y de los pueblos colonizados. Hoy en día entre los que se proclaman discursivamente enemigos antagónicos, “progresistas” versus neoliberales radicalizados, hay más analogías que diferencias. Forman parte del mismo mundo moderno dominado por el capitalismo financiero, especulativo y extractivista. Forman parte de los mitos de una modernidad, que ha costado la desaparición de parte del planeta, la muerte apabullante de parte de la vida. Sólo quedan las huellas ecológicas como recuerdo de una civilización que ha usado a la revolución industrial, a las revoluciones tecnológicas y científicas y a las revoluciones cibernéticas para la miserable tarea de la acumulación ampliada de capital, en beneficio de una minoría exigua y monopolizadora.
La crisis múltiple actual evidencia todos los síntomas de las distintas formas de decadencia, la banalización cultural, la evaporación del raciocinio, la desaparición de la crítica, la inversión de los valores, es más, la desaparición de la ética, la inclinación por el desastre, la destrucción y la demolición, el apego a la guerra, a la exterminación del enemigo, endemonizado por los nuevos sacerdotes posmodernos, que son estas sectas de la “batalla cultural”, que de cultura no tienen nada, salvo la cáscara de una retórica balbuceante. Sectas aborrecibles y supremacistas, que se consideran superiores el resto de los mortales, dando nuestras patéticas de sus miserias humanas, de una ignorancia supina desoladora, en definitiva, del derrumbe de la humanidad y de lo humano.
Al parecer no hay porvenir dado este diagnóstico, sólo quedaría contar las últimas horas del mundo, inventado por las despotismos de todo tipo, vestidos por distintos diagramas de poder, encubiertos por distintas formas discursivas, cuyas promesas jamás se han cumplido.
Sin embargo, hay todavía esperanza en la potencia social contenida en los cuerpos, inhibida por los diagramas de poder y cartografías políticas, hay esperanza en que los pueblos y la sociedades reaccionen ante semejante avalancha de descomposición y decadencia. Que se coaliguen para defender la vida y para defender el futuro, sembrando un porvenir humano y ecológico para sus hijos, sus nietos y los hijos de sus nietos. Esto equivale a la Confederación de Pueblos Autónomos del Mundo, que optan por la democracia plena, por los autogobiernos y las autogestión. Deshacerse de todas las maquinarias de muerte, de todos los aparatos ideológicos y de dominación, de todas las burocracias insolventes y de todas las empresas monopólicas, que se han apropiado de todos los recursos naturales del planeta, incluyendo el espacio electromagnético, que es bien común, cuyo uso enriquece despavoridamente, a la velocidad de la luz, a audaces empresarios de la cibernética y de la informática. Que se han apropiados del intelecto general, de las ciencias, cuando son bienes colectivos heredados por toda la humanidad.
La hiperpotencia hipertrofiada y solitaria, que amenaza a las sociedades y a los pueblos, absolutamente paranoica, antrapada en su propio dominio acorazado, maquinaria anacrónica armada de armas de destrucción masiva, almacenando inutilmente la estadística especulativa de una economía obesa, que da goces banales a minorias incipidas, pero que están lejos de la felicidad, se encuentra atormentada por su propia pesadez aparatosa, enfermedad de un imperio sin horizontes, sin alternativa civilizatoria y cultura. Sin darse cuenta se alista inconcientemente a los últimos estertores de su agonía.
Notas
[1] John W. Dower, en El violento siglo americano. Guerras e intervenciones desde el fin de la segunda guerra mundial. Crítica. Barcelona. Pág. 17.
[2] Ibídem. Pág. 19.
[3] Ibídem. Págs. 22-23.
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Fotografía: Pradaraul