Por: Jen Cole Wright. 12/05/2025
Para poder convivir en comunidades sociales, las personas crean y mantienen expectativas sobre lo que es normal y lo que no lo es. A veces, hay cosas que se salen de ese rango de normalidad y, aun así, la gente lo tolera. Puede que tengas un vecino al que le guste vestirse con trajes de la época de la Guerra de Independencia durante sus caminatas nocturnas por el vecindario. Su comportamiento te parece extraño, pero lo consideras una expresión legítima de su libertad individual.
Sin embargo, hay otras veces en que algo no solo parece anormal, sino también inaceptable. En esos casos, las personas toman medidas activas para reprimir lo que perciben como injusto, inapropiado, malo o desviado. Aquello que se considera moralmente anormal —comportamientos aberrantes, transgresiones, violaciones de los valores más sagrados— se percibe como una amenaza grave que debe ser detenida, incluso por la fuerza si es necesario. La mayoría de la gente consideraría moralmente repugnante a un vecino que deliberadamente deja morir de hambre o tortura a sus perros. Ese vecino tendría que ser detenido y merecería un castigo.
Una década de investigaciones en mi laboratorio de psicología y en otros ha demostrado que a las personas les cuesta expresar tolerancia hacia valores morales diferentes —por ejemplo, en relación con la orientación sexual, la ayuda a los pobres, ser madre y quedarse en casa, entre otros.
Estudio tras estudio, las personas muestran menor disposición a ayudar, compartir, salir con, convivir o incluso trabajar para alguien que tiene valores morales distintos. Incluso los niños y adolescentes se muestran más dispuestos a rechazar y castigar a quienes cometen transgresiones morales que a quienes hacen algo personalmente molesto u ofensivo pero no inmoral.
Cuando se les pide hablar con un desconocido que saben que no comparte sus opiniones, las personas tienden a girar el cuerpo y alejarse más si el desacuerdo es de tipo moral en lugar de personal. Además, se muestran más dispuestas a justificar el uso de la violencia contra alguien que no comparte sus valores morales.
Todo esto suena como una mala noticia para sociedades como la nuestra, compuestas por personas con valores morales diversos. Pero existe un contrapeso importante frente a esta intolerancia generalizada. Cuando las personas perciben que dentro de su propia comunidad hay desacuerdo sobre cuestiones morales —incluso sobre aquellas en las que tienen opiniones firmes—, eso las impulsa a mostrar mayor tolerancia hacia quienes sostienen puntos de vista distintos.
En otras palabras, cuando queda claro que personas a las que consideras tus iguales —miembros de tu propia comunidad— no están de acuerdo entre sí, reconoces la necesidad de mantener un diálogo respetuoso. Esto atenúa automáticamente la tendencia natural a la intolerancia hacia puntos de vista morales distintos a los propios.
Escisión en grupos polarizados
Si bien la percepción de desacuerdo dentro de una comunidad parece funcionar como un correctivo frente a la intolerancia, también ocurre lo contrario: el consenso es un potente desencadenante de intolerancia. Cuando la mayoría de una comunidad coincide en que algo es moralmente malo, quienes no están de acuerdo pasan a ser vistos como marginales y etiquetados como «desviados». La intolerancia no solo se vuelve justificable, sino que se percibe como necesaria.
Pero, ¿cómo se alcanza ese consenso? En sociedades diversas y democráticas como la nuestra —donde las personas tienen libertad para formar sus propias opiniones—, hay dos formas en que esto puede suceder.
El ideal democrático sostiene que, con el tiempo, a través del diálogo y la reflexión compartida, las personas llegan eventualmente a un acuerdo o a un compromiso. Una vez que se ha alcanzado una sensación de consenso —o algo lo suficientemente cercano—, los miembros del grupo pueden sentir que quienes siguen en desacuerdo pueden ser ignorados o excluidos sin riesgo.
El ideal democrático sostiene que, con el tiempo, a través del diálogo y la reflexión compartida, las personas llegan eventualmente a un acuerdo o a un compromiso
Sin embargo, lo que ocurre con más frecuencia es que el desacuerdo se intensifica hasta el punto de fracturar las comunidades en múltiples grupos más pequeños organizados según su postura frente a un tema específico. He aquí un ejemplo.
Tomemos como ejemplo un tema controvertido, como el aborto. Dos personas pueden coincidir en que interrumpir un embarazo implica cierto daño, pero que también forma parte de la autonomía reproductiva de las mujeres. Sin embargo, pueden discrepar en el énfasis: una da prioridad a desalentar el aborto en la medida de lo posible, mientras que la otra prioriza la libertad de tomar esa decisión.
Con el tiempo, ambas personas entran en contacto con otras cuyas posturas son más extremas. Y dado que cada una resuena más con un lado del asunto, acaban siendo arrastradas en direcciones opuestas, distanciándose progresivamente.
A nivel comunitario, cuando las posturas más extremas se fortalecen y logran atraer a suficientes personas, se activan nuevas identidades grupales. Donde antes había una comunidad diversa que debatía sobre el aborto, ahora hay dos comunidades más pequeñas, distintas y separadas: pro-vida y pro-elección.
Lo problemático es que los grupos formados en torno a una postura específica generan, por definición, una especie de consenso interno, enviando el mensaje a sus miembros de que ellos —y no el otro grupo— tienen la razón.
La civilidad hacia el otro deja de ser necesaria: la postura contraria, y quienes la sostienen, pasan a ser considerados moralmente erróneos. La intolerancia, entonces, puede transformarse en un mandato moral. Los miembros de estos grupos suelen verse a sí mismos como participantes de una cruzada moral contra el otro bando.
Identidades extremas en oposición
Lamentablemente, este tipo de consenso impulsado por grupos se ha vuelto cada vez más común.
Un ejemplo destacado en Estados Unidos es la creciente tendencia a experimentar la política no solo como un conjunto de desacuerdos sobre valores o formas de gobierno, sino como una confrontación entre bandos opuestos. Ser liberal o conservador se ha convertido en una identidad que sitúa a un grupo frente al otro, en conflicto directo. Y solo uno puede ser el «correcto» y el «moral».
Al menos en estos contextos alimentados por la identidad grupal, las personas pierden de vista que todos son ciudadanos del mismo país, llegando incluso a afirmar que su grupo más pequeño representa a los únicos «verdaderos» o «auténticos» estadounidenses.
La proliferación de grupos definidos por su posición en torno a ciertos temas se ve facilitada por la posibilidad de encontrar y conectarse rápidamente con personas afines a través de internet y redes sociales. Muchos estadounidenses ya no participan activamente en la vida cívica dentro de los grupos más amplios a los que pertenecen, como su vecindario o su ciudad, donde naturalmente se encontrarían con una diversidad de opiniones. Así, tienen cada vez menos práctica en compartir sus puntos de vista y en hacer espacio para quienes piensan distinto.
En cambio, es fácil —especialmente en línea— encontrar comunidades afines con las que unirse y sentirse validado. Esto se facilita aún más gracias a los algoritmos que utilizan los motores de búsqueda y las redes sociales, los cuales priorizan mostrar contenido que refleja y refuerza tus creencias, valores, actividades y prácticas, mientras te aíslan de quienes son distintos… salvo cuando los presentan como objetos de burla o de odio.
Este proceso puede acelerar la formación de grupos identitarios cada vez más extremos y cerrados en torno a ciertos temas. A medida que los algoritmos conducen a las personas por caminos cada vez más divergentes, aumenta la probabilidad de que acaben adoptando posturas más radicales, y lo hagan con mayor rapidez.
Volver a conectar con tus comunidades más amplias
¿Cómo podemos hacer frente a esta tendencia peligrosa?
Para empezar, puedes salir de las redes sociales y volver a tus comunidades reales, aprovechando las oportunidades de interactuar con la complejidad y diversidad que contienen. Y aun cuando estés en línea, puedes tomar decisiones conscientes para «reventar» los algoritmos: buscar activamente maneras de conectarte con personas diferentes a ti y con ideas que no necesariamente compartes.
Para empezar, puedes salir de las redes sociales y volver a tus comunidades reales, aprovechando las oportunidades de interactuar con la complejidad y diversidad que contienen.
Pero, sobre todo, siempre puedes dar un paso atrás frente al impulso de la intolerancia y recordar con humildad nuestra humanidad común. A veces, basta con mirar a otra persona a los ojos, sin necesidad de palabras, para activar la compasión y recordarte que, al final, todos formamos parte de la misma comunidad global.
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Fotografía: Dialektika.Freepik