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Los “dos Brasiles”. El triunfo del PT y los límites de la izquierda

por RedaccionA noviembre 25, 2022
noviembre 25, 2022
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Por: Lucía Caruncho. 25/11/2022

Los inflamados titulares, las violencias desatadas por el traspaso de mando en Brasil y el ajustadísimo triunfo de Lula da Silva, suscitan algunos interrogantes.

Lejos del alivio, los inflamados titulares y las violencias desatadas por el traspaso de mando en Brasil, el ajustadísimo triunfo de Lula da Silva (con una ventaja menor al dos por ciento de los votos sobre Jair Bolsonaro) suscita algunos interrogantes. ¿Cuáles son las razones por las que, aun bajo un régimen democrático, casi la mitad del electorado brasileño tolera un discurso de tono militarista, autoritario y hostil a las minorías? Más aún, ¿en qué medida la polarización electoral entre el Partido dos Trabalhadores lulista y el Partido Liberal bolsonarista indica que estamos ante un sistema político dividido entre una “izquierda igualitaria” y una “derecha radical”? Quizá una mirada más parsimoniosa y al margen de la coyuntura nos brinde ciertas claves de lectura. Veamos.

Tanto la primera Constitución republicana del Brasil (1891) como las posteriores de 1934, 1946 y 1967 -esta última promulgada bajo un gobierno autoritario- concedieron a los militares el derecho a controlar al ejecutivo, garantizar la ley, el orden y la integridad de la república. Debido a la vaguedad de la normativa, durante todo el siglo XX, el cuerpo castrense gozó de un amplio margen de autonomía para decidir cuándo estaba dentro de su derecho actuar. En simultáneo, el Estado aumentó el peso de su aparato represivo, centralizó el poder en la esfera nacional y adquirió un carácter crecientemente autoritario en respuesta a los temores que provocaban las grandes huelgas obreras, la activación de los trabajadores rurales y el avance del comunismo. Sumado a ello, desde sus orígenes, las Fuerzas Armadas fueron críticas al desempeño de las élites y, tal como sucedió en el resto de América del Sur, su intervención en el ámbito político fue apoyada, e incluso demandada, por sectores civiles. Así, a la par que los militares avanzaron sobre los gobiernos, ocuparon cargos administrativos clave y hasta la presidencia de la Nación, las burocracias estatales se militarizaron. En efecto, fueron los militares -y no los sectores populares y las clases medias como sucede comúnmente en los procesos de democratización- los que instauraron la “Primera República” (1889-1930), ampliaron los derechos sociales durante el período progresivamente autoritario que dio lugar al Estado Novo (1930-1945), e implantaron la breve e inestable experiencia democrática que le siguió. En este marco, cuando el 2 de diciembre de 1945 los brasileños fueron convocados a participar por primera vez en la historia del país en elecciones democráticas, los principales candidatos fueron dos militares: Eurico Gaspar Dutra, el ex ministro de Guerra de Getúlio Vargas (líder del Estado Novo), quien ganó con el 55 % de los votos, y Eduardo Gomes, un ex brigadier de la Aeronáutica y uno de los principales dirigentes del tenentismo (un movimiento político-militar integrado por oficiales rebeldes de rango medio), que alcanzó el 35 %. No fue hasta el período que tuvo lugar entre 1955 y 1964 que asumieron presidentes sin carrera militar; aunque a esa altura ya estaba claro que la estabilidad de los gobiernos dependía, predominantemente, del apoyo y unidad de las Fuerzas Armadas. 

El breve período democrático que tuvo lugar entre 1945 y 1964, habilitó la (re)organización de la sociedad civil, los partidos políticos y el movimiento de trabajadores urbanos al que, poco a poco, se le sumaron los trabajadores del campo (mayormente pequeños propietarios, arrendatarios y asalariados); un sector que, más allá de la rápida industrialización brasileña de mediados de siglo XX, aún era mayoritario -en 1960, el sector primario de la economía brasileña ocupaba el 54 % de la mano de obra y el 55 % de los habitantes vivían en el campo. Pero, apenas la movilización social amenazó con expandir sus fronteras y puso en riesgo los privilegios de las élites políticas, la burguesía económica, y los grandes latifundistas, los militares instauraron la dictadura más duradera y estable del cono sur (1964-1985). 

Durante los años que siguieron al golpe, la represión fue mayormente dirigida a organizaciones y líderes combativos y, su período más virulento, quedó encubierto por el extraordinario crecimiento económico que vivió Brasil entre 1968 y 1973. De esta manera, a diferencia de otras dictaduras militares como la argentina, las Fuerzas Armadas lograron retener amplios apoyos sociales, iniciar y controlar la transición hacia la democracia y, consecuentemente, mantener buena parte de sus privilegios y prerrogativas institucionales. En estas condiciones, una vez instalado el Estado de derecho, los primeros gobiernos democráticos no llevaron adelante políticas de indemnización a las víctimas ni a sus familiares, y mucho menos juzgaron a las Fuerzas Armadas. Así las cosas, la historia de Brasil parece indicar que la influencia política de los militares en el Estado y su participación en los gobiernos civiles es la regla, no la excepción.

A los largos períodos autoritarios hay que sumarle que, en Brasil, la intensidad y extensión que alcanzó el sistema esclavista durante su fundación y la total ausencia de políticas de inclusión social hacia los libertos tras el fin de la esclavitud (1888) debilitaron aún más la capacidad de los sectores populares para organizarse y hacer valer sus intereses. Máxime si se considera que, hasta la década de 1950, al menos la mitad de la población estaba formada por negros, mulatos y afrodescendientes, en su mayoría, en situación de total privación y al margen de la representación. 

Bajo estas consideraciones, mientras la influencia de los militares en el Estado contribuyó perpetuar un sistema político cerrado a los sectores populares, sus dificultades para asociarse significaron una progresiva desvinculación de los intereses y derechos fundamentales de los grupos marginados de los partidos y del contenido sustantivo de la democracia. De esta manera, si bien Brasil hoy está dividido, lo está -como hace más de un siglo- entre “dos Brasiles”: el de “los blancos y el de los negros”; “los ciudadanos y los no ciudadanos”, “los incluidos y los excluidos”. Esta polarización no constituye un tema central en la agenda de sus principales partidos: lulistas y bolsonaristas no son la excepción. Llegado a este punto, creo necesario hacer expresas dos aclaraciones. 

En primer lugar, que casi la mitad de los electores de Brasil hayan votado por Bolsonaro no es igual a decir que la mitad de la población brasileña es militarista, autoritaria y hostil a las minorías. Entre otras cuestiones, los motivos que llevan a una persona a votar a favor de uno, u otro candidato, están vinculados con asuntos tales como la evaluación de la economía personal, su posición en temas puntuales (como el medio ambiente, los derechos de la mujer y las minorías) y el voto “negativo” (que consiste en apoyar a un candidato para disminuir las chances de que otro candidato triunfe; sobre todo en un ballotage donde las opciones electorales se reducen a dos). 

En segundo lugar, lo argumentado tampoco niega la larga lucha encabezada por el movimiento negro, ni las conquistas sociales y los avances en materia de derechos humanos tras la reapertura democrática y, en particular, a partir del gobierno de Fernando H. Cardoso (1995-2002) y durante los gobiernos del PT encabezados por Lula Da Silva y Dilma Rousseff (2003-2016). Más bien, apunta a matizar las lecturas extremistas, sean de “triunfo” o “derrota”, “amor” u “odio”, que terminan por simplificar la realidad, para ponernos en el lugar de evaluar no solo por qué un liderazgo de carácter militarista y xenófobo puede ser exitoso en Brasil hoy, sino también reflexionar sobre el efectivo alcance de las “nuevas izquierdas” regionales y, hasta qué punto, sus gobiernos llevaron adelante políticas de Estado capaces de ponernos en el camino de disminuir las inadmisibles desigualdades sociales. Ojalá estas palabras nos resuenen para pensar también el escenario político local y los límites de nuestra propia democracia. 

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ

Fotografía: El estadista

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