Por: Luis Armando González. 15/01/2022
“Sois dueños de una sabiduría que no poseemos nosotros. Somos, en cambio, dueños de una ciencia que vosotros no poseéis”.
Hugo Lindo, Yo soy la memoria (1983)
“Te recuerdo Amanda
La calle mojada
Corriendo a la fábrica
Donde trabajaba Manuel…
Y en cinco minutos quedó destrozado
Suena la sirena
De vuelta al trabajo
Muchos no volvieron
Tampoco Manuel”.
Víctor Jara

Fuente: https://es.123rf.com/photo_91231209_viejo-cerebro-y-p%C3%A9rdida-de-memoria.html?vti=nako3ktoei3thb6ssp-1-3
I
La memoria, como dimensión de la vida mental de los seres humanos, ha sido objeto de valoraciones pendulares que se han movido entre el sitial de honor y la denigración. Ha acompañado a los miembros de la especie Homo sapiens –la especie de la que formamos parte todos los seres humanos que habitamos actualmente el planeta— desde su origen evolutivo hace unos 250 mil años en tierras africanas. Una tan vieja y leal compañera no ha recibido siempre el mejor de los tratos; al contrario, en algunos momentos, no sólo se la ha vilipendiado, sino que se ha tratado se socavar su influjo en la configuración de las dinámicas cognitivas humanas. Pero terca y vital como es, no ha sido doblegada ni por los más arteros ataques en su contra.
La segunda mitad del siglo XX fue escenario de una escalada de descalificaciones en contra suya, mismas que se agudizaron en los años noventa, en el marco de las transformaciones económicas y educativas neoliberales. Todavía, en estas dos primeras décadas del siglo XXI, quedan rescoldos de esa arremetida. No siempre fue así. De hecho, en Platón (427-347 a.C.) es el soporte del conocimiento, en tanto que este consiste en el recordar por parte del alma su pertenencia pasada al mundo de las ideas. Como apunta Antonio Ignacio Molina:
“Tras la caída del alma, esta se sume en el olvido y dependiendo de la cantidad de realidad que ha logrado asimilar, adopta la forma de un cuerpo con una determinada orientación en la vida (filosofo, rey, político, atleta, profeta, poeta, artesano, sofista y tirano). Es un proceso cíclico en el que el alma se reencarna de manera continua, siendo castigada o recompensada dependiendo de lo hecho en su vida anterior y del que sólo el alma del filósofo conocedor de las verdades eternas es capaz de escapar. Es en virtud del cuarto tipo de locura divina, el amor, como el alma contemplando la Belleza, recuerda su pasada estancia en el mundo de lo eterno. Creciendo en su interior la añoranza ansía regresar, surgiéndole las alas al igual que a un niño le crecen los dientes y la elevan a la realidad suprasensible. Gracias a la semejanza de la belleza de este mundo con la del eterno, le permite recordar lo que vio en su viaje anterior. Sin embargo, no todos tienen la misma facilidad para recordar, mientras que el filósofo alcanzó a ver por unos segundos las Formas eternas, las almas olvidadizas les cuestan más” (Molina, 1998).
En la Edad Media y en buena parte de la Modernidad la memoria gozó de un sitial de honor indiscutido como base del conocimiento. Por cierto, en todo este tiempo no fue incompatible con el cultivo de la reflexión, el análisis y el inconformismo. En los autores más significativos de todo ese inmenso periodo histórico –filósofos, científicos y literatos— le memoria no fue contraria al pensamiento creativo e innovador, sino todo lo contrario. Y ello por la sencilla razón de que no puede haber pensamiento creativo e innovador sin memoria informativa y sin memoria reflexiva. La lista de nombres en la que se puede cotejar lo que se acaba de decir –una lista ciertamente amplia, de la que aquí se mencionan unos pocos autores— inicia con San Agustín (354-430 d.C.) y se cierra en el siglo XIX con Alfred Russel Wallace (1823-1913), Charles Darwin (1809-1882) y James Clerk Maxwell (1831-1879), y, con un inicio de siglo extraordinario (con Einstein, Curie, Dirac, Bohr, De Broglie, Heisenberg, Planck, Fermi…), sigue hasta el presente (con figuras como Lisa Randall, Jennifer Doudna o Brian Green), pese a que las arremetidas en contra de la memoria arreciaron, como se anotó arriba, a partir de la segunda década del siglo XX.
II
Conviene aquí introducir una anécdota que ilustra un tipo particular de ataque a la memoria, y esta anécdota tiene que ver con el P. Ignacio Ellacuría[1]. Quienes fuimos sus alumnos –lo fui entre 1985 y 1989— seguramente recordaremos algo que él dijo en más de una ocasión: “la memoria es la inteligencia de los tontos”.
Por supuesto que la expresión nos hacía reír, pero ello no quiere decir que, además de ser dura, estuviera equivocada. Quienes escuchábamos aquello entendíamos que Ellacuría, primero, estaba bromeando –bromas fuertes como esas no eran extrañas en los campus universitarios los años setenta y ochenta del siglo XX—; y, segundo –no en broma—, que se refería a la memoria (esa que es la “inteligencia de los tontos”) como una repetición mecánica de fórmulas (fechas, datos, nombres) no sometidas a la reflexión. No recuerdo que Ellacuría haya usado la expresión “memoria reflexiva” para reivindicar a una memoria que “no es la inteligencia de los tontos”, pero no creo traicionar su filosofía si apunto que por ahí iba su apuesta.
No importa: la memoria que él ridiculizaba no es en lo absoluto de tontos, sino una herramienta vital para las “máquinas de supervivencia” que somos los individuos (organismos) humanos (Dawkins, 1989). Y la memoria reflexiva, además de ser una herramienta más para ese mismo fin, no es autosuficiente; es decir, requiere del andamiaje aportado por una memoria informativa, situacional (temporal y espacial), secuencial y episódica.
Pero aquellos años ochenta del siglo XX continuaban una tendencia cultural-intelectual –suscitada en los años sesenta y setenta— en la que se pretendía (por parte de algunos liderazgos intelectuales) instalar una actitud reflexiva y crítica (analítica, inconforme) en la sociedad (en sectores obreros y campesinos) o, al menos, en los sectores estudiantiles (secundaria y universidad). Entre otros focos de ataque, estaba lo memorístico y la memorización que, precisamente y según algunos estudiosos de la época, se promovían en unos sistemas educativos al servicio de estructuras de dominación oligárquicas, burguesas e imperialistas. Se trataba de lo que Paulo Freire bautizó para siempre como “educación bancaria”, en la cual el educador narra hechos y situaciones que el estudiante memoriza mecánicamente sin que, en definitiva, esté presente la reflexión crítica sobre lo narrado. En Pedagogía del oprimido se anota esto con claridad:
“Referirse a la realidad como algo detenido, estático, dividido y bien
comportado o en su defecto hablar o disertar sobre algo completamente ajeno a la experiencia existencial de los educandos deviene, realmente, la suprema inquietud de esta educación [bancaria]. Su ansia irrefrenable. En ella, el educador aparece como su agente indiscutible, como su sujeto real, cuya tarea indeclinable es ‘llenar’ a los educandos con los contenidos de su narración. Contenidos que sólo son retazos de la realidad, desvinculados de la totalidad en que se engendran y en cuyo contexto adquieren sentido. En estas disertaciones, la palabra se vacía de la dimensión concreta que debería poseer y se transforma en una palabra hueca, en verbalismo alienado y alienante. De ahí que sea más sonido que significado y, como tal, sería mejor no decirla.
Es por esto por lo que una de las características de esta educación
disertadora es la “sonoridad” de la palabra y no su fuerza transformadora: Cuatro veces cuatro, dieciséis; Perú, capital Lima, que el educando fija, memoriza, repite sin percibir lo que realmente significa cuatro veces cuatro. Lo que verdaderamente significa capital, en la afirmación: Perú, capital Lima, Lima para el Perú y Perú para América Latina. La narración, cuyo sujeto es el educador, conduce a los educandos a la memorización mecánica del contenido narrado. Más aún, la narración los transforma en ‘vasijas’, en recipientes que deben ser ‘llenados’ por el educador. Cuando más vaya llenando los recipientes con sus ‘depósitos’, tanto mejor educador será. Cuanto más se dejen ‘llenar’ dócilmente, tanto mejor educandos serán. De este modo, la educación se transforma en un acto de depositar en el cual los educandos son los depositarios y el educador quien deposita.
En vez de comunicarse, el educador hace comunicados y depósitos que los educandos, meras incidencias, reciben pacientemente, memorizan y repiten. Tal es la concepción “bancaria” de la educación, en que el único margen de acción que se ofrece a los educandos es el de recibir los depósitos, guardarlos y archivarlos. Margen que sólo les permite ser coleccionistas o fichadores de cosas que archivan… Educadores y educandos se archivan en la medida en que, en esta visión distorsionada de la educación, no existe creatividad alguna, no existe transformación, ni saber. Sólo existe saber en la invención, en la reinvención, en la búsqueda inquieta, impaciente, permanente que los hombres realizan en el mundo, con el mundo y con los otros. Búsqueda que es también esperanzada” (Freire, 1972).
III
La expresión “educación bancaria” no sólo tuvo en la obra de Freire un sentido analítico, sino también una carga valorativa negativa que abarcó componentes de esa educación llamada “bancaria” que son imprescindibles en todo proceso de conocimiento. Con todo, esos componentes siguieron presentes en la práctica educativa en las décadas de los años setenta y ochenta en distintos sistemas educativos del mundo, siendo decisivos en la formación de, cuando menos, dos cohortes generacionales: la de 1940-1960 y la de 1960-1980. El acierto de Freire consistió en introducir, como parte medular del proceso educativo, la reflexión crítica, la creatividad y la libertad de elaborar ideas y no sólo repetir lo recibido.
Al calor de su propuesta, cobraron vida en el quehacer educativo iniciativas en las que se fomentaba el análisis, la síntesis, la comparación y la mirada estructural y relacional de los fenómenos sociales. Ninguna de estas prácticas podía realizarse sin un componente de memoria y de memorización, pero que ya no se agotaba en sí mismo, sino que era parte de un ejercicio cognitivo de mayor envergadura. Es decir, la crítica de Freire a la educación bancaria se tradujo en la práctica (durante las dos décadas que siguieron la publicación de Pedagogía del oprimido) en el cultivo de una memoria reflexiva –o de una reflexión anclada en la memoria— que tan buenos resultados generó, en productos intelectuales, durante las décadas de los años setenta y ochenta.
La memoria, pues, terca como es siguió siendo crucial en el quehacer educativo de los años setenta y ochenta. En los años noventa, las cosas comenzaron a cambiar de manera preocupante. Un discurso anti-memoria comenzó a cobrar fuerza en el contexto de las reformas educativas de carácter neoliberal se impulsaban en distintos países. Lo novedoso era que este discurso no tenía como foco de sus ataques la memoria “bancaria”, sino cualquier memoria. Y no se trataba sólo de discursos: quienes los abanderaban eran parte de los equipos de trabajo encargados de reformar la educación en sus respectivas naciones.
En efecto, lo hicieron: tradujeron sus fobias a la memoria –no fundamentadas científicamente en ningún sentido; sus bases eran visiones filosóficas de dudoso rigor conceptual— en diseños curriculares, metodologías de la enseñanza, didácticas y libros de texto con las que se atacó la memoria por diferentes flancos. La memoria resistió en aquello que tiene de más vital –después de todo hace parte de las estructuras cerebrales innatas de la especie Homo sapiens— pero no fue cultivada en todo aquello que puede conducirla a ser una memoria reflexiva, creativa y crítica. Las cohortes generacionales de 1980-2000 y de 2000-2020 se las han visto, en su formación, con esta visión anti-memoria.
Hay algo paradójico: los ideólogos y diseñadores de las reformas educativas de los noventa –por lo menos en el caso de El Salvador— tuvieron una educación sustentada en una memoria reflexiva (algunos de ellos con antecedentes educativos de carácter absolutamente bancario) privilegiada, que los dotó de herramientas para hacerse de prestigio (prestigio que los catapultó como reformadores educativos) y les dio la posibilidad de realizar contribuciones intelectuales que, en algunos casos, hacen parte del acervo cultural del país. Sin embargo, pese a estos antecedentes, fueron con todo en contra del cultivo de una memoria reflexiva. Y se salieron con la suya, pues esa memoria reflexiva, en tres décadas no fue incentivada, sino todo lo contrario: el inmediatismo, el practicismo, el olvido y la irreflexión echaron raíces en un contexto económico que invitaba (e invita) al consumismo, a lo ligero y a lo efímero como estilo de vida.
Como quiera que sea, en el presente seguir denostando a la memoria no se sostiene desde criterios científicos. Tampoco se sostiene, desde estos mismos criterios, no cultivarla, expandiendo todas sus posibilidades, es decir, yendo más allá de –sin despreciarlas— sus funciones más vitales que son, por ello, insoslayables. Como dice Francisco Mora:
“Aprender es un proceso que ya viene programado genéticamente en el cerebro de todos los organismos. Es la base de la supervivencia del individuo y de la especie, como lo puede ser comer, beber o la propia sexualidad. Aprender y memorizar en su esencia significa hacer asociaciones de eventos que producen cambios en las neuronas y sus contactos con otras neuronas en redes que se extienden a lo largo de muchas áreas del cerebro. Y, en su esencia, todos los cerebros usan los mismos mecanismos neurales de aprendizaje…El cerebro cambia en su conformación anatómica, bioquímica y fisiológica, lo que influye en la conducta, en el pensamiento y en el sentimiento del poseedor de ese cerebro. Esos cambios son el resultado de lo que se aprende y memoriza a lo largo de toda una vida. Sin duda, esos procesos son más eficientes en las primeras edades. La esencia y la eficiencia del aprendizaje y de la memoria que modifica el cerebro reside en esa energía cerebral que llamamos emoción” (Mora, s.f..).
Referencias
Dawkins, R. (1989). El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta. Obtenido de www.uv.mx: https://www.uv.mx/personal/tcarmona/files/2010/08/DAUKINS-1989-EL-GEN-EGOISTA.pdf
Freire, P. (1972). Pedagogía del oprimido. Obtenido de www.servicioskoinonia.org: https://www.servicioskoinonia.org/biblioteca/general/FreirePedagogiadelOprimido.pdf
Molina, A. I. (1998). Introducción al estudio de la reminiscencia platónica. Obtenido de 1/AppData: file:///C:/Users/LGONZA~1/AppData/Local/Temp/447351-Texto%20del%20art%C3%ADculo-1519121-1-10-20200928-1.pdf
Mora, F. (s.f.). El cerebro sólo aprende si hay emoción. Obtenido de www.educaciontrespuntocero: https://www.educaciontrespuntocero.com/entrevistas/francisco-mora-el-cerebro-solo-aprende-si-hay-emocion/
[1] Rector de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” asesinado (junto con cinco jesuitas más y colaboradoras), en noviembre de 1989, por miembros del Batallón Atlacatl.
Fotografía: CDINC