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por La Redacción septiembre 26, 2020
septiembre 26, 2020
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Por: TIQQUNIM. 26/09/2020

¡Redefinir la conflictividad histórica!

No creo que las personas comunes piensen que exista el riesgo, a breve plazo, de una disociación rápida y violenta del Estado, y de una guerra civil abierta. Más bien, se abre camino la idea de una guerra civil latente, para emplear una fórmula periodística, de una guerra civil de posiciones que despojaría al Estado de cualquier legitimidad. Terrorisme et démocratie, obra colectiva, Éditions Sociales, 1978

Nuevamente la experimentación, a ciegas, sin protocolos, o casi. Muy poco nos ha sido transmitido; ésta podría ser una oportunidad. Nuevamente la acción directa, la destrucción sin rodeos, el enfrentamiento bruto, el rechazo a cualquier mediación: quienes no quieran entender no obtendrán ninguna explicación de nosotros. Nuevamente el deseo, el plano de consistencia de todo aquello que había sido reprimido y expulsado por varias décadas de contrarrevolución. Nuevamente todo esto, la autonomía, el punk, la orgía, el motín, pero desde una perspectiva inédita, madura, pensada, despejada de los ardides y veleidades de lo novedoso.

Con golpes de arrogancia, de operaciones de «policía internacional», de comunicados de victoria permanente, un mundo que pretendía ser el único posible, como el coronamiento de la civilización, ha logrado convertirse con plena consciencia en una cosa violentamente detestable. Un mundo que creía haber apartado de sí mismo todo mal termina descubriéndolo en sus entrañas, entre sus hijos. Un mundo que ha celebrado un vulgar cambio de año como un cambio milenario, empieza a temer por su milenio. Un mundo que ha querido colocarse permanentemente bajo el signo de la catástrofe y que se ha dado cuenta, a pesar suyo, de que la caída del «bloque socialista» no auguraba su triunfo, sino la inevitabilidad de su propio hundimiento. Un mundo que al son del fin de la Historia, del siglo estadounidense y del fracaso del comunismo se atiborró de júbilo, un mundo que ahora tendrá que pagar por su ligereza.

En esta coyuntura paradójica, este mundo, es decir, en el fondo, su policía, vuelve a conformarse un enemigo a la medida, un enemigo folclórico. Habla de Black Bloc, de «circo anarquista itinerante», de una vasta conspiración contra la civilización. Nos hace pensar en la Alemania que describe Von Salomon en Los réprobos, un país atormentado por el fantasma de una organización secreta, la o. c., que «se extiende como una nube de gas venenoso» y a la que uno le atribuye todas las alucinaciones de una realidad entregada a la guerra civil. «Una conciencia culpable busca conjurar las fuerzas que la amenazan. Se crea un espantapájaros contra el cual pueda echar pestes a su gusto, asegurando así su seguridad», ¿no es así?
Fuera de las elucubraciones convencionales de la policía imperial, no existe una legibilidad estratégica de los acontecimientos en curso. No existe una legibilidad estratégica de los acontecimientos en curso porque esto supondría la constitución de algo común, de algo mínimamente común entre nosotros. Y esto, algo que nos sea común, esto es algo que asusta a todo el mundo, esto es algo que hace retroceder al Bloom, que provoca el sudor y el estupor porque es algo que vuelve a situar la univocidad en el corazón de nuestras vidas suspendidas. Con todo, nos hemos acostumbrado a los contratos. Hemos huido de todo lo que parece ser un pacto, porque un pacto no se anula; se respeta o se traiciona. Y es esto, en el fondo, lo que es más difícil de entender: que el impacto de una negación depende de la positividad de algo común, que es nuestra manera de decir «yo» lo que determina la fuerza de nuestra manera de decir «no». Con frecuencia vemos con asombro la ruptura de cualquier transmisión histórica: desde hace ya cincuenta años ningún «padre» ha sido capaz de contarle su vida a «sus» hijos, de hacer de ella un relato que no sea un discontinuum repleto de anécdotas irrisorias. Lo que se ha perdido, de hecho, es la capacidad de establecer una relación comunicable entre nuestra historia y la Historia. En el fondo de todo esto se encuentra la creencia de que, renunciando a cualquier existencia singular, abdicando todo destino, ganaríamos un poco de paz. Los Bloom creyeron que bastaba con desertar el campo de batalla para que la guerra cesara. Pero en absoluto fue así. La guerra no ha cesado y quienes se negaban a asumirlo sólo se encuentran un poco más desarmados, un poco más desfigurados, hoy, que los demás. Esto explica todo el enorme magma de resentimiento que hierve hoy en las entrañas de los Bloom, y que hace irrupción como un deseo siempre insatisfecho de ver que caigan las cabezas, de encontrar a los culpables, de lograr una especie de arrepentimiento generalizado hacia toda la historia pasada. Necesitamos una redefinición de la conflictividad histórica, pero no una redefinición intelectual, sino vital.

Digo una redefinición porque una definición de la conflictividad histórica nos precede, con la cual se relacionaban, en el período preimperial, todos los destinos: la lucha de clases. Esta definición ha dejado de operar. Condena al anquilosamiento, a la mala fe y a la habladuría. Es una especie de corsé de otra época que no permite librar ninguna guerra ni vivir vida alguna. Para proseguir con la lucha, hoy en día, hay que tirar por la borda la noción de clase y con ella todo su cortejo de orígenes certificados, de sociologismos tranquilizantes, de prótesis de identidad. Actualmente, la noción de clase tan sólo sirve para administrar la pequeña dosis de neurosis, de separación y de proceso continuo con los que uno se deleita tan mórbidamente en todos los milieux de Francia desde hace tanto tiempo. La conflictividad histórica ya no contrapone entre sí a dos grandes masas molares, a dos clases, a los explotados y a los explotadores, a los dominadores y a los dominados, a los dirigentes y a los ejecutores, y tampoco posibilita distinguirlos entre sí en cada caso particular. La línea del frente ya no pasa justo por en medio de la sociedad, hoy pasa por en medio de cada uno, entre lo que hace de uno un ciudadano, sus predicados, y lo demás. Por eso mismo, en cada medio se libra la guerra entre la socialización imperial y lo que ahora mismo se le está escapando. Un proceso revolucionario se puede poner en marcha desde cualquier punto del tejido biopolítico, desde cualquier situación singular, acentuando hasta la ruptura la línea de fuga que la atraviesa. En la medida en que sobrevengan tales procesos, tales rupturas, un plano de consistencia será común a todos ellos, aquel de la subversión antiimperial. «Lo que conforma la generalidad de la lucha es el sistema mismo del poder, todas las formas de ejercicio y de aplicación del poder». Hemos llamado Partido Imaginario a este plano de consistencia, a fin de que en su nombre mismo quede expuesto el artificio de su representación nominal y a fortiori política. Al igual que cualquier plano de consistencia, el Partido Imaginario a la vez ya está ahí y está por construirse. En lo que viene, construir el Partido ya no quiere decir construir la organización total en cuyo seno todas las diferencias éticas podrían ponerse entre paréntesis, en aras de la lucha; en lo que viene, construir el Partido quiere decir establecer las formas-de-vida en su diferencia, intensificar, complejizar las relaciones entre ellas, elaborar lo más finamente posible la guerra civil entre nosotros. Considerando que el ardid más temible del Imperio consiste en amalgamar todo lo que se le opone en un gran chivo expiatorio —el de la «barbarie», de las «sectas», del «terrorismo» o incluso de los «extremismos opuestos»—, entonces la lucha contra él pasa centralmente por la acción de nunca dejar que se confundan las fracciones conservadoras del Partido Imaginario —milicianos libertarianos, anarquistas de derecha, fascistas insurreccionales, yihadistas qutbistas, guerrilleros de la civilización campesina— con sus fracciones revolucionarias-experimentales. Así pues, construir el Partido ya no se plantea en términos de organización, sino en términos de circulación. Es decir que, si todavía existiera un «problema de la organización», éste consistiría en organizar la circulación en el seno del Partido. Pues son únicamente la intensificación y la elaboración de los encuentros entre nosotros lo que nos permitirá contribuir al proceso de polarización ética, a la construcción del Partido.

Es cierto que los cuerpos incapaces de vivir el presente tienen en común la pasión por la Historia. No obstante, yo no pienso que sea inapropiado rememorar las aporías del ciclo de lucha que surgió al inicio de la década de 1960, ahora que se abre uno nuevo. En las páginas siguientes, serán hechas numerosas referencias a la Italia de la década de 1970; la elección no es arbitraria. Si no temiera alargarme demasiado, podría demostrar fácilmente cómo lo que allí estaba en juego en la forma más desnuda y más brutal sigue en gran parte vigente entre nosotros, aunque por el momento con latitudes menos extremas. Guattari escribía en 1978: «Más que considerar a Italia como un caso aparte, tan atractivo como a final de cuentas aberrante, ¿no deberíamos, de hecho, intentar aclarar las demás situaciones sociales, políticas y económicas aparentemente más estables que proceden de un poder estatal más sólido, dilucidarlas mediante la lectura de las tensiones que hoy trabajan en ese país?». La Italia de la década de 1970 sigue siendo, en todos sus aspectos, el momento insurreccional más cercano a nosotros. Es de ahí que debemos partir, no para hacer la historia de un movimiento pasado, sino para afilar las armas de la guerra en curso.

¡Escapar de la maceración francesa!
Nosotros, que provisionalmente operamos en Francia, no tenemos la vida fácil. Sería absurdo negar que las condiciones en que llevamos a cabo nuestra actividad se encuentren determinadas, suciamente determinadas incluso. Además del fanatismo de la separación que se ha impreso en los cuerpos por una educación de Estado soberano que ha convertido a la escuela en la inconfesable utopía sembrada en todos los cráneos franceses, existe esa desconfianza, esa pegajosa y asquerosa desconfianza hacia la vida, hacia todo lo que existe sin pedir disculpas. Y la retirada del mundo —en el arte, la filosofía, la amada, el hogar, la espiritualidad o la crítica— en cuanto línea de fuga exclusiva e impracticable que nutre el espeso flujo de la maceración local. Retirada umbilical que invoca la omnipresencia del Estado francés, ese amo despótico que parece gobernar incluso a su oposición de hoy en adelante «ciudadana». De ahí la gran zarabanda de los cerebros franceses, pusilánimes, anquilosados y torcidos, que ya no cesan de girar dentro de sí mismos, sintiéndose cada vez más amenazados de que algo pueda venir a sacarlos de su infelicidad complaciente.

En casi todo el mundo, los cuerpos debilitados se aferran a algún icono histórico del resentimiento, a algún orgulloso movimiento fascistoide que haya creado un nuevo blasón de la reacción. Nada de eso hay en Francia. El conservadurismo francés nunca ha tenido estilo. No lo ha tenido nunca porque es un conservadurismo burgués, un conservadurismo del estómago. Para nada importa que haya podido elevarse a la fuerza al rango de reflexividad enfermiza. No es el amor de un mundo camino a su liquidación lo que lo anima, sino el terror a la experimentación, a la vida, a la experimentación-vida. Este tipo de conservadurismo, por cuanto constituye el sustrato ético de los cuerpos específicamente franceses, domina todo tipo de posición política, todo tipo de discurso. En él se basa la continuidad existencial, tan secreta como evidente, que determina y sella la pertenencia al mismo partido, tanto la de Bové como la del burgués parisino, tanto la del pendolista de la Enciclopedia de las Nimiedades como la del caballero provinciano. Poco importa, sucesivamente, que los cuerpos en cuestión logren o no expresar sus reservas hacia el orden existente; para cualquiera es evidente que se trata de la misma pasión por las raíces, por los árboles, por la pocilga y por las aldeas lo que hoy se pronuncia contra la especulación financiera mundial, y lo que reprimirá mañana el mínimo movimiento de desterritorialización revolucionaria. Por todas partes se extiende el mismo aroma de mierda que expelen unas fauces que sólo saben hablar en nombre del estómago.

Ciertamente, Francia no sería la patria del ciudadanismo mundial —es previsible que en un futuro cercano Le Monde diplomatique se traduzca a más lenguas que El capital—, el ridículo epicentro de una contestación fóbica que pretende desafiar al Mercado en nombre del Estado, si uno no hubiera logrado impermeabilizarse tanto contra todo aquello de lo que somos políticamente contemporáneos, sobre todo la Italia de la década de 1970. Desde París hasta Porto Alegre, la expansión ahora mundial de attac da testimonio, país tras país, de ese capricho bloomesco de abandonar el mundo histórico.

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Fotografía: TIQQUNIM.

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