Por: Nerea Gabilondo. El Salto. 18/09/2018
El punto de partida para conseguir la deseada inclusión es que toda la sociedad utilicemos un lenguaje inclusivo donde se ponga énfasis en la persona y no en su discapacidad.
Me llamo Nerea y no soy discapacitada ni anormal, deficiente, minusválida, diferente, tullida, inválida, paralítica, parapléjica, lisiada, disminuida, impedida, inútil… ni estoy incapacitada ni postrada en una silla de ruedas.
Tengo 31 años y, como cualquiera a esta edad, mil historias vividas ya, pero, no sé por qué, cuando conozco a una persona, la historia más solicitada es la que explica cómo acabé siendo usuaria de silla de ruedas ¡con la de historias que tengo por contar! He empezado a cansarme de explicarla y he pasado a la fase de inventar historias fantásticas, así ganamos los dos, la otra persona sacia su curiosidad y yo desarrollo mi imaginación.

Supongo que esa curiosidad surge por desconocimiento, por falta de “normalidad” y por un lenguaje que todavía visibiliza prejuicios antiguos que todos tenemos arraigados. Por este motivo, he creído conveniente presentarme y pediros que no sea la discapacidad la que nos defina, que no sustantivemos un adjetivo.
No soy discapacitada, tengo una discapacidad. Al igual que tengo miopía. Al fin y al cabo, soy una persona “normal”
Pero ¿qué es lo normal? Según la RAE: “Dicho de una cosa: Que se halla en su estado natural”. Empezamos mal si consideramos a una persona como una cosa. Pero, dejando eso a un lado, ¿cuál es el estado natural del ser humano? ¿Es un prestigioso club en el que, para ser admitido, no todas las etiquetas cuentan igual? Unas pesan más que otras, están, tal vez, más aceptadas. Un miope puede entrar, pero una persona usuaria de silla de ruedas no.
Una sociedad “normal” es la que está formada por seres humanos, con multitud de características, que son las que conforman a la persona, pero que no deberían determinar sus derechos u oportunidades a la hora de hacer cualquier cosa o al determinar su valía. Todos estamos dotados de derechos, independientemente de las necesidades que tengamos.
Las Naciones Unidas afirma que las personas con discapacidad “incluyen a aquellas que tengan deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales a largo plazo que, al interactuar con diversas barreras, puedan impedir su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás”. Son esas barreras las que todavía nos impiden participar plenamente en la sociedad y en igualdad de condiciones.
LA IMPORTANCIA DEL LENGUAJE
El lenguaje y el uso de las palabras adecuadas es primordial para alcanzar la deseada inclusión. Todos los grupos sociales que salieron de una desventaja social tuvieron que cambiar primero el lenguaje que les perjudicaba ya que condiciona nuestro pensamiento y determina nuestra visión del mundo. A través de él, podemos originar estereotipos y juicios de valor, ya que expresamos pensamientos y sentimientos que pueden influir en otras personas.
Si utilizamos palabras anticuadas, inexactas o inapropiadas, pueden perpetuar una imagen negativa y estigmatizar a las personas. Aunque no se pretenda despreciar de manera consciente, sino como parte de la cultura, es necesario suprimir esas barreras mentales que el lenguaje manifiesta.
Al referirnos a una persona con discapacidad, debemos poner énfasis en la persona y comprender que cada una es distinta entre sí
Lo que debe primar es el respeto por la persona y que se le vea en su totalidad, no anteponer la discapacidad a ella.
El término “subnormal” fue sustituido por “persona con minusvalía” en el año 1986 (RD348/1986, de 10 de febrero) y posteriormente suprimido por “persona con discapacidad”, siendo su uso obligatorio desde el 1 de enero de 2007 (Ley 39/2006, de 14 de diciembre 2006).

Hoy nos parece una barbaridad que el término “subnormal” fuera el adecuado en su momento para referirse a una persona con discapacidad, pero, por desgracia, lo hemos sustituido por “minusválido”, palabra con parecido significado. La RAE nos dice que proviene del latín “menos” válido y que es el detrimento o disminución del valor que sufre una cosa – (¡y dale con la cosa!) – incapacitada por lesión congénita o adquirida, para ciertos trabajos, movimientos, deportes, etc. Y yo me pregunto, una persona sin discapacidad ¿tiene capacidad para realizar todos los trabajos, movimientos, deportes, etc.? Me atrevo y apuesto por el “No”.
Aconsejo utilizar “persona con discapacidad” si es necesario hacer referencia a la discapacidad. Si no lo es, llámanos por nuestro nombre, aunque sea en honor a las horas que pasaron nuestros padres eligiéndolo.
En nuestra mano no está tener o no una discapacidad, pero sí está en la de todos conseguir la plena inclusión.
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Fotografía: El Salto