Por: Silvia L. Trujillo. 31/12/2021
En Guatemala viven más de 800,000 mujeres con discapacidad a las que el Estado y la sociedad les ha dado la espalda, y las destina a vivir en el encierro. Las violencias institucionales, la discriminación y la exclusión les han impedido satisfacer sus necesidades y desarrollarse plenamente, algo que les corresponde por derecho. En medio de este panorama el departamento de Sololá vio nacer a una colectiva que ha sido una fuente de inspiración y empoderamento: son las mujeres con capacidad de soñar a colores.
Guatemala / Silvia L. Trujillo.- Ricarda de León está a punto de graduarse de psicóloga clínica, tiene 46 años y vive con parálisis cerebral. Habla pausado y sus palabras se entrecortan, pero es ella la que rompe el hielo en una reunión en la que un grupo de mujeres nos vemos a través de una pantalla. Vive en Sololá, un departamento al oeste de Guatemala donde la población pertenece mayoritariamente, a la comunidad lingüística kaqchikel.
Una de las cosas que más desea Ricarda es volver al escenario. La pandemia le arrebató, a ella y a sus once compañeras, la posibilidad de presentarse frente al público. Actuar y poder transmiitir lo que sienten cuando llegan los actos discriminatorios que sufren por vivir con una discapacidad.
Ricarda pertenece a una colectiva que le ha cambiado la vida y que fue bautizada con un nombre que revela un deseo que todas tienen. Tienen ganas de soñar, y de que sus sueños sean felices. Por eso decidieron autonombrarse Mujeres con capacidad de soñar a colores.
Pero la realidad, por el contrario, a veces es gris. “Durante casi quince años estuve encerrada, a mí no me dejaban salir, pues a mi propia mamá no le gustaba salir conmigo porque la gente se burlaba de mí o se quedaban mirándome. Era también porque a ella le daba miedo que me pasara algo malo y creía que yo no podía hacer nada por mí misma”, narra Ricarda en el encuentro virtual.
Floridalma Bocel Raxtú ‘Flory’ (32 años) secunda: “Le tenía que pedir permiso a mi mamá para poder salir; cualquier cosa que quisiera hacer siempre tenía que tener el consentimiento de ella, o de mis hermanos para ver si podía, o no, hacerlo”. El hecho de no tener que pedir permiso a nadie para tomar decisiones ha sido muy importante en su vida.
Pedir permiso en Guatemala es un acto bastante común para las mujeres; de hecho esto fue motivo de una pregunta en una encuesta oficial que se realizó en 2008. Aproximadamente siete de cada diez mujeres aceptaron que pedían permiso a su esposo o compañero para salir, trabajar, estudiar, administrar el dinero de la casa o realizar planificación familiar. Aunque esta pregunta no se ha vuelto a hacer, esto nos habla de la falta de autonomía de las mujeres, y si agregamos el factor de la discapacidad, la situación puede ser peor.
“La imposición del permiso, el encierro prolongado y la sobreprotección familiar constituyen formas de violencia, ya que les impide o les obstaculiza acceder a las oportunidades para desarrollar sus capacidades”, indica Zilpa Arriola, politóloga feminista y defensora de los derechos humanos de las mujeres con discapacidad. Ellas toleran largos años bajo ese trato porque la familia es su sostén y no pueden romper el vínculo hasta no lograr cierta independencia económica.
La colectiva Mujeres con capacidad de soñar a colores es la primera organización conformada exclusivamente por mujeres que viven con discapacidad en Guatemala. Surgió en 2018 y cuentan que al inicio se juntaron como un espacio de autoayuda, recibieron talleres sobre sus derechos y comenzaron a animarse a salir de sus casas. El teatro, como forma de expresión sanadora, llegaría después.
Flori, mujer indígena de la comunidad lingüística kaqchikel, quien vive con discapacidad física se incorporó hace casi dos años a la organización. “Lo importante ha sido integrarme y hablar de los problemas que tenemos. Hemos aprendido muchísimo; a mí antes me daba mucho miedo salir a la calle y esta colectiva me ha enseñado que yo sí puedo, ha sido un cambio radical en mí, ahora yo soy otra persona”.
A partir de los procesos de empoderamiento que han forjado, muchas de ellas retomaron sus carreras, han conseguido becas, empleos y se han transformado en un referente importante del departamento de Sololá en cuanto a derechos de las mujeres con discapacidad. La mayoría coincide en señalar que juntas han logrado sanar los encierros, las descalificaciones, los silencios y las inseguridades. Repiten casi al unísono “antes yo no era así, hoy no tengo miedo”.
Una de las herramientas más valiosas que Mujeres con capacidad de soñar a colores ha desarrollado es una técnica teatral que permitió al grupo dramatizar las situaciones de violencia cotidiana que les ha tocado enfrentar sistemáticamente y, a su vez, proponer soluciones o alternativas de cambio para responder a las mismas. Todo esto llegó gracias a una alianza con la organización MeToca, con quienes realizaron el Primer Laboratorio de Teatro de las Oprimidas.
Valentina Vargas (31 años), recordó que después de ese taller decidieron crear una obra para sensibilizar a la población sobre sus opresiones, sobre todo, en el acceso a la educación y al empleo. El título de la representación es Vernos Florecer y trabajan un total de quince mujeres entre intérpretes, asistentes, facilitadoras, responsable de la logística y, en el marco de la pandemia, una responsable de bioseguridad.
La obra fue presentada en una primera gira en 2019; después el confinamiento cortó de tajo sus actuaciones, pero ahora se preparan para hacer la primera presentación virtual en el marco del Festival Otros Territorios de artes escénicas que se llevará a cabo en México del 1 al 12 de diciembre de este año.
Además han desarrollado un documental, un comic y numerosos proyectos de comunicación con el objetivo de seguir sensibilizando a la sociedad y al funcionariado público de la necesidad de forjar una sociedad incluyente.
“Hemos puesto en el escenario los maltratos que vivimos en todos los espacios, y nos manifestamos contra el machismo porque por ser mujeres, indígenas y vivir con discapacidad nos dicen que no podemos. Y sí podemos” dice Flory quien comenta que pasar de la invisibilización al escenario fue difícil “pero lo logramos. Perdimos el miedo”. “Pensaban que estábamos locas, pero lo hicimos” agrega Estela.
La escalera de cristal y las mujeres con discapacidad
Cristina González Moya hace yoga, toca el piano, le encanta hacer repostería creativa y se dedica a luchar contra la violencia de género y a favor de la participación de las mujeres con discapacidad. Nació en Granada, España, tiene discapacidad visual y se licenció en Derecho y Música. Obtuvo un master en Economía y fue Concejala por el Partido Socialista en el Ayuntamiento de su localidad.
En 2010 acuñó la palabra ‘discafeminismo’, una corriente feminista que propone centrar la mirada en los problemas específicos de las mujeres que viven con discapacidad y desarrolló un término que nos ayuda a entender algo que define como ‘escalón de cristal’. Se trata de una metáfora para dar cuenta de las múltiples discriminaciones y violencias que viven las mujeres con diversidad funcional “porque antes que podamos golpearnos la cabeza contra el techo de cristal nos toca sortear violencias por todos lados, desde las familiares hasta en el espacio público”, explica Zilpa Arriola, defensora de las personas con discapacidad en Guatemala, quien también vive con discapacidad visual. “Nos quedamos haciendo equilibrio en el filo del primer peldaño de una escalera de cristal”.
Ser mujer y nacer con discapacidad, o adquirirla, implica enfrentar una serie de dificultades que reducen sus oportunidades de acceder a educación, salud, justicia y participación política con equidad, coinciden expertas, y por ello alcanzar lo que se proponen es aún más complejo.
“Si hacer visible la violencia contra las mujeres en general es difícil, en el caso de las mujeres con discapacidad lo es aún más, no solo porque hay un subregistro en los casos denunciados, sino porque hay que reconocer que las violencias en nuestro caso son más amplias por el factor de exclusión que es la discapacidad”, explica Zilpa.
En el caso de Guatemala, el hecho además de que no haya datos precisos sobre esta población es otra forma de violencia. La segunda Encuesta Nacional de Discapacidad de Guatemala –ENDIS/2016– estimó una prevalencia de discapacidad en el país de 10.2%, casi lo mismo que el XI Censo Nacional de Población realizado en 2018 (10.3%), lo que quiere decir que en el país viven algo más de un millón cuatrocientas mil personas con algún tipo de discapacidad. De esta cantidad —tomando en cuenta la prevalencia por género de la discapacidad que menciona la ENDIS, de 11.8% en mujeres, frente a 8.3% en hombres—, unas 840,000 mujeres tendrían alguna condición específica frente a 565,000 hombres aproximadamente. Y en una de cada tres familias vive al menos una persona con discapacidad.
Pero más allá de estos datos generales, el gobierno no genera otro tipo de indicadores que puedan servir para hacer política pública y medir sus resultados, tales como conocer de forma certera sus necesidades concretas en términos de salud, empleo, seguridad y educación; los tipos de violencia que enfrentan; los casos de discriminación por ser mujer y vivir con discapacidad interrelacionada con otras; si se implementan – o no- medidas afirmativas o ajustes razonables para responder a las brechas de desigualdad, la efectividad y cobertura de los programas que atienden a las niñas y adolescentes con discapacidad, entre otras.
En este aspecto el Estado guatemalteco incumple la recomendación hecha por el Comité sobre Derechos de las Personas con Discapacidad que en sus recomendaciones de 2016, le instruye a recopilar y sistematizar esta estadística para “evaluar los resultados de las medidas tomadas para su no discriminación”.
Al respecto, Silvia Quan, mujer con discapacidad visual, directora del Colectivo Vida Independiente, y con 25 años de experiencia en el trabajo de defensa de derechos argumenta que esta “grave” ausencia de información referida específicamente a las mujeres, nos solo las invisibilza, sino que constituye una forma de violencia institucional, ya que sin datos certeros no se pueden asumir soluciones pertinentes.
Sucede porque “ésta es una sociedad patriarcal y vertical que desprecia la vida de las mujeres con discapacidad, entre otras cosas, porque no cumplen con su rol reproductivo y de cuidado. Sobre las mujeres con discapacidad no se tiene esa expectativa, no se les da valor alguno porque no se espera que ellas puedan cumplir con ese rol doméstico”, agrega la exdefensora de las Personas con Discapacidad de la Procuraduría de los Derechos Humanos (PDH). “Es una ausencia que tiene que ver con el desinterés del Estado porque no creen que valga la pena. Eso es lo que piensan de las personas con discapacidad, y además no quieren saber más porque eso los obligaría a hacer algo”, agrega Quan.
Valentina Vargas comenta que en el marco de las investigaciones que la colectiva Mujeres con capacidad de soñar a colores ha hecho para la obra teatral, saben que en otros países ocho de cada diez mujeres con discapacidad son víctimas de violencia, “así que Guatemala no debe ser la excepción”, opina.
Violencias estructurales, pero naturalizadas
Dina Lemus nació hace 45 años en Puerto Barrios, un municipio ubicado a 300 km. de la capital de Guatemala, y esa distancia en un país centralizado y desigual era por aquellos años, en plena guerra interna, casi una sentencia condenatoria. Ella vive con discapacidad auditiva bilateral profunda desde que tenía siete años, y en su comunidad no solo faltaba personal docente, sino que también escaseaban los servicios de salud que ella necesitaba. Así que para poder acceder a las terapias de lenguaje que le eran imprescindibles debía viajar nueve horas hasta la ciudad de Guatemala porque solo allí se disponía de esa especialidad.
“Cuando perdí totalmente la audición también se perdió la oportunidad de ir a la escuela porque en ese tiempo en el área rural solo había un docente impartiendo los grados de primero a sexto de primaria” me explicó Dina en una de varias noches en las que realizamos las entrevistas que tuvieron que ser a través de mensajes escritos, dado mi desconocimiento en el lenguaje de signos.
Durante su infancia el personal médico le dijo a su mamá que lo mejor era enseñarle un oficio a Dina para que ella pudiera defenderse en la vida. “Mi deseo de aprender era más grande que mi discapacidad, fue una etapa llena de desafíos, pero terminé la educación primaria y básica. Tuve que estudiar en un colegio donde me pusieron como condición que si el primer bimestre reprobaba más de cinco clases me tenía que retirar”.
Para poder cumplir con su sueño Dina tuvo que trasladarse a un internado en otro municipio. “Estaba lejos de casa, lejos de mi familia en un internado donde no tenía amigos, donde estaba a prueba, pero me propuse que iba a demostrarles que estaban equivocados al subestimar mi capacidad. Mi sueño de graduarme se hizo realidad”.
Superar las brechas de acceso a la educación superior fue el siguiente peldaño. Dina empezó a estudiar en la universidad privada Mariano Gálvez en la sede del departamento de Izabal. “Tuve que empezar de cero, sufrir el rechazo y la exclusión. Busqué a compañeros que percibía que me podían dar copia de las clases y me presentaba con el catedrático, le indicaba que era sorda y que yo solo le leería los labios. Le pedía por favor que cuando explicara no me diera la espalda. No todos lo hacían, me tocaba acomodarme, aceptar que mi enseñanza no podía ser igual en el sentido que uno también aprende escuchando la opinión de los demás, en mi caso me enfocaba en leer y analizar para poder sobresalir”.
En 2010 Dina se graduó de licenciada en Administración de Empresas y fue la única persona con discapacidad de ese grupo, y “hasta donde yo sé soy la única mujer licenciada con discapacidad auditiva en el departamento de Izabal”.
Pero la experiencia laboral tampoco le ha resultado fácil. De acuerdo con información publicada por el Consejo Nacional de Atención a las Personas con Discapacidad (CONADI) en 2020 en Guatemala solo el 15% de las personas con discapacidad participa en la actividad productiva del país. No se conoce qué porcentaje son mujeres, pero sí han podido determinar que la mayoría trabajan en la economía informal (13%), y solo 2% tiene un trabajo formal, contrato de trabajo y prestaciones.
Dina es una de las personas que conforman ese 2%. Trabaja para la Dirección Departamental de Educación (Dideduc) dependencia del Ministerio de Educación, pero el recorrido no ha estado exento de dificultades y violencia. “Necesito hablar y llorar” escribió en una de nuestras conversaciones.
“En el lugar donde trabajo hay un ambiente tóxico. Me han discriminado, he sufrido acoso laboral, me han marginado; cuando doy alguna opinión mi jefe no me escucha, me obligaron a asumir la tarea de contestar teléfono pese a mi condición de discapacidad auditiva”, dice.
Dina resume su experiencia laboral así: “No tengo los ajustes razonables, tengo sobrecarga laboral, tengo que pasarme pidiendo por favor que me ayuden y la ayuda llega por migajas”.
El caso de Dina es evidencia de la ausencia de implementación del artículo 27 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD), el cual establece que los Estados se deben comprometer a emplear a personas con discapacidad en el sector público y a velar porque se realicen ajustes razonables en los lugares de trabajo. Y define “por ajustes razonables las modificaciones y adaptaciones necesarias y adecuadas que no impongan una carga desproporcionada o indebida, cuando se requieran en un caso particular, para garantizar a las personas con discapacidad el goce o ejercicio, en igualdad de condiciones con las demás, de todos los derechos humanos y libertades fundamentales”.
En agosto de 2016, el Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD) revisó la implementación de la Convención en el país y recomendó al Estado guatemalteco que aprobara una ley de inclusión laboral garantizando ajustes razonables y la adopción de medidas afirmativas para las personas trabajadoras.
Dina ha participado en tres convocatorias para lograr un ascenso. La primera en 2013 y luego en 2017, pero al tener que competir sin los ajustes necesarios no lo logró en ninguna. Por este motivo presentó una denuncia penal por discriminación y acoso laboral en 2017 por la cual aún espera que la causa avance.
En 2021 intentó nuevamente obtener un puesto más calificado y el Estado, su empleador, la instó a someterse a un proceso de oposición transparente por medio del procedimiento establecido por la Oficina Nacional del Servicio Civil (ONSEC), es decir, sin considerar la recomendación del CDPD, y sin tomar en cuenta los pronunciamientos internacionales que destacan la interseccionalidad de opresiones por género y discapacidad.
Aun así, Dina no perdió la esperanza. Se presentó a la convocatoria, pero le respondieron en el portal de la ONSEC que era “candidato no elegible”, aún espera que le den una explicación al respecto. Al despedirse enfatiza “estoy en proceso de reconstrucción y recibiendo terapia psicológica. Todavía siento mucho enojo, tristeza, impotencia, y entre estas emociones que me agobian, no me quiero rendir sin la oportunidad de ver un mejor lugar para nosotras las mujeres con discapacidad”.
Dina, así como quienes conforman la Colectiva Mujeres con capacidad de soñar a colores han sufrido violencias estructurales porque existiendo un Estado que pudo haber generado las condiciones para que ellas pudieran satisfacer sus necesidades y se desarrollaran plenamente no lo hizo y eso les provocó diversas situaciones inequitativas y excluyentes.
Dina ya ha escuchado hablar de la Colectiva de Sololá, y nos dice que en sus vacaciones va a ir a conocerlas. Mientras llega el momento de encontrarse todas siguen apostándole a acabar con las barreras y superar todo lo que les habían dicho que era imposible.
Porque como dice Ricarda, integrante de la colectiva, “hicimos realidad un sueño: en el escenario podemos actuar con libertad”. Heylin, agrega: “aquí aprendí que las mujeres sordas también tenemos derecho a bailar”. Y no en el escalón de cristal, sino en el escenario. Y en la vida.
En Guatemala la Ley de Atención las Personas con Discapacidad data de 1996, en su artículo 35 establece que “se consideran actos de discriminación, el emplear en la selección de personal, mecanismos que no estén adaptados a las condiciones de los aspirantes, el exigir requisitos adicionales a los establecidos por cualquier solicitante y el no emplear por razón de discapacidad, a un trabajador idóneo”. Sin embargo, de acuerdo con el CONADI aún no hay una regulación para aplicar los ajustes razonables y las medidas afirmativas necesarias para la inclusión laboral en igualdad de oportunidades; de hecho, es el único país de América Latina, que no define cuotas en ese sentido.
Para responder a las recomendaciones del CDPD, en 2019 se presentó al Congreso de la República el proyecto de ley de Fomento de Trabajo, Empleo y Emprendimiento para las Personas con Discapacidad (proyecto de ley 5529), pero tanto Silvia Quan como Zilpa Arriola al ser consultadas sobre el tema coincidieron en señalar que no contemplaba regulaciones específicas sobre ajustes razonables. Zilpa explicó que “esta iniciativa no contemplaba este tipo de regulaciones y si bien es cierto que el Código Penal regula la discriminación por discapacidad el Estado no reconoce la denegación de un ajuste razonable como medida específica de discriminación por discapacidad, entonces en el proceso de competencia por un puesto, como el de Dina, al no tener dichos ajustes eso la puso en una situación de desventaja”.
Fotografías por Diana Alvarado
LEER EL ARTICULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ
Fotografía: Voces feministas