Por: Diego Sztulwark. 26/08/2023
Una vez que se asume que la llamada ultraderecha escenifica una realidad ficcional, en la que los datos de la realidad histórica son sustituidos por presentaciones inverosímiles del mundo, y que comprendemos que la fuerza de esa sustitución va más allá de la cuestión de la mentira y de la manipulación (la idea de ficción tiene su propio espesor), queda la siguiente pregunta: ¿por qué esa ficción y esa escenificación resultan tan atractivas y/o funcionales para darle cauce al malestar presente?
Un motivo de perplejidad, provocado por este fenómeno, tiene que ver con el retiro de las demandas susceptibles de aquella disposición a ser articuladas hegemónicamente a partir de las cuales se había pensado la política democrática. El paso a la impugnación total pretende neutralizar la narración estatal-progresista sobre lo popular y exponerlo en su condición de práctica administrativa ineficaz, despojada de toda relevancia histórica.
Este hecho negativo, según el cual el descontento ya no se presenta bajo la forma de nuevas demandas (democráticas) prestas a rearticulaciones, actúa como un límite a cierto modo de pensar lo político. Este límite absoluto es lo que suele llamarse “derechización”. Por más que se hable de polarización, son las derechas (más que las izquierdas actuales) las que se proponen y a veces logran montar -vía radicalización- la escena en la cual los descontentos se vuelvan visibles y audibles.
La cuestión a dilucidar es qué quiere decir acá exactamente “captura derechista del descontento”. En una descripción genérica -porque no es sólo argentina-, se pueden enumerar algunos rasgos de este descontento y de esta captura: 1. Aumentos de la desigualdad social (y de la precariedad laboral), 2. Nuevas redes sociales de comunicación, 3. Emocionalidad narcisista exaltada. El descontento se entreteje con una lógica reaccionaria que la constituye. No hay primero descontento y luego captura, sino adhesión de unos afectos pétreamente agresivos y unas técnicas de impermeabilización que caracterizan a la personalidad derechista.
Por esta vía -la caracterización de la derechización- se absolutiza una identidad, se renuncia a comprender la verdad del descontento y se bloquea toda posibilidad de intervenir sobre esa captura. El énfasis en la “derechización”, da por buena la operación fundamental por la cual el rechazo de la desigualdad solo puede dar lugar a subjetividades reactivas, y condena a la política como actividad a una disyuntiva resignada entre adaptarse (derechizarse) o marginarse. Lo que queda excluida, en esta disyuntiva, es la alternativa de prestar mayor atención a la naturaleza misma del “descontento”, y a la incapacidad que la política encuentra de ofrecer escenarios en los cuales este descontento dé lugar a procesos democrático-radicales. Dos renuncias en una, entonces: incapacidad de interferir en la constitución derechista de los sujetos y declaración respecto de la imposibilidad de dar curso a procesos de tipo socialistas-democráticos.
Esta doble renuncia vacía a la política de toda su voluntad de traducción -de toda escucha creativa- y la deja perpleja ante lo que Franco Berardi llama la “deserción”. Con este nombre se apela a una hipótesis de interpretación de una tendencia -paralela a la de la “derechización”-, se manifiesta ante todo como una creciente abstención deseante de una parte masiva de la población occidental -sobre todo en los países del norte- respecto de las convocatorias sociales habituales: la actividad laboral, la participación política y hasta las tareas de reproducción.
Esta hipótesis de la deserción es difícil de concebir y de aceptar, aunque también difícil de descartar. Es cierto que es casi imposible imaginar la sociedad sin la compulsión al trabajo, la reproducción y la política. Pero igualmente cierto es que los modos de concebir estas actividades están atravesados por un “preferiría no hacerlo” (como dice la novela Bartleby, el escribiente, de Melville). Esta retirada -acentuada durante la pandemia- no hace sino consolidar la falta de creencias en que la política y la democracia sean la arena privilegiada en la que se puede transformar las estructuras que provocan el descontento y disputar los términos en que se expresan.
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Elías Canetti lee a Kafka, no sus obras literarias sino sus Diarios y sobre todo sus cartas. Compone sobre ellas un retrato fabuloso, en la medida en que puedan funcionar juntas la actividad de retratar (que Canetti prolonga a parir de los autorretratos del propio Kafka) con la de fabular (la escritura de Kafka, sobre la que opera la de Canetti). El ejercicio reposa en la creencia literaria en que es posible comprenderse uno mismo comprendiendo a otrxs. Walter Benjamin creía que el valor de nuestros “recuerdos verídicos” consiste en la exactitud con la cual señalan el “lugar” de nuestro ser en que se han formado. Lxs otrxs como índice de un autoconocimiento son aquellos que al pensarlos iluminan ese “lugar” preciso en el cual logran modificarnos. Al hacer de Kafka -como hizo Kafka consigo mismo- no un autor literario sino un gran viviente volcado sobre la escritura, alguien que encontraba la dicha en la “soledad de la escritura”, Canetti lo lee buscando en sus escritos verdaderas claves de interpretación de procesos vitales fundamentales -Kafka como sensibilidad existencial extrema que capta en su ser individual tendencias epocales- y hace de esta lectura un medio fuerte para la autocomprensión, contra un tiempo en el cual comprender ya no es acercarse a la vida sino someterla a una exigencia exterior de actualización permanente.
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Considerar una cosa como posible, o incluso como segura, sin tener de ella un conocimiento adecuado: eso es creer. Y la creencia es una de las principales actividades del viviente, que por carecer de una ciencia perfecta debe escoger forzosamente entre aquellos posibles que acepta y desea y aquellos otros que le resultan inverosímiles o repulsivos. No es de extrañar, por tanto, que nos fascinen los pensamientos sobre las creencias. La entera obra de Gilles Deleuze no hace otra cosa que perseguir los mecanismos de las creencias. La reciente publicación de Cine IV (Cactus 2023) trae unas páginas bellísimas al respecto, a propósito de las decepciones y los resurgimientos de las imágenes cinematográficas. Son páginas que ya estaban presentes en su estudio sobre cine La imagen tiempo -la célebre secuencia Faure-Daney-Virilio, relativa al fascismo y a Hitler como cineasta.
En sus clases, aquellas referencias vuelven con un nuevo brío (y nunca dejaremos de agradecer a Cactus por habernos dado a conocer a este Deleuze-profesor). En las páginas en cuestión se narra cómo los primeros grandes directores de cine de comienzos del siglo pasado creían estar protagonizando una descomunal revolución emancipatoria. El cine para ellos era al mismo tiempo un arte para las masas -capaz de activar en ellas el pensar- al tiempo que ponía en circulación una lengua universal -el cine mudo podía superar la barrera de la lengua nacional-, y unos mecanismos técnicos capaces de comunicar a la conciencia de los espectadores una violencia intelectual movilizadora. Sólo que esa revolución -según Deleuze- tenía algo así como un punto débil, y a él le encanta señalar estos puntos en que las creencias se vienen a pique. Considera que es ahí donde aparece la exigencia más radical del pensar. Los llama “gritos”: los gritos de la filosofía indican detenciones abruptas, anuncian curvas peligrosas o nuevas percepciones a las que es preciso atender.
La cuestión que detecta Deleuze ante su curso es la siguiente: ¿por qué ya no creemos en el cine del mismo modo que lo hacían aquellos pioneros? Las creencias revolucionarias en el cine nos resultan conmovedoras, pero algo ingenuas, afirma Deleuze. Nos gustan, sí, pero ya no hablamos como hablaban ellos. No podemos. Algo ha sucedido, puesto que ya no esperamos lo mismo que ellos esperaban del cine. Al respecto Deleuze señala algunas cuestiones repletas de interés. Una de ellas, sobre la que deberemos volver, es la siguiente: ¿es posible saber quiénes son realmente los ingenuos? ¿no sucede demasiado frecuentemente que quien se cree más vivo resulta el más inocente? La otra cuestión tiene que ver con la pregunta sobre qué ha ocurrido para que unas creencias dejen de parecernos del todo ciertas. Algo ha ocurrido para que ya no nos muevan aquellas creencias que seguimos percibiendo como extraordinarias. La respuesta de Deleuze es que ha ocurrido el fascismo. Que Hitler ha sabido instrumentalizar el cine como un arte de propaganda de Estado. Que el descubrimiento de la compatibilidad entre cine y guerra -y entre nazismo y Hollywood- nos ha enseñado que las imágenes cinematográficas pueden jugar un papel relevante en la liquidación de la autonomía de las masas.
La historia del cine que nos cuenta Deleuze opera sobre los encuentros y desencuentros entre las imágenes cinematográficas y las del pensamiento. Y si el cine no muere -de incredulidad- con la segunda guerra mundial, no será tanto por los éxitos posteriores de la industria americana (que representará para el filósofo siempre un peligro), como por el surgimiento de nuevos modos de creencia, expresadas en el realismo y el neo-realismo italiano y, posteriormente, en el nuevo cine francés y alemán.
Lo que a Deleuze le interesa es menos la defensa de las creencias inaugurales -a las que no considera, a pesar de todo, tan ingenuas como parecen- como el surgir de creencias nuevas. Se trata menos del retorno a aquellas primeras creencias, y más de la creación de modos de creer (imposible no captar aquí la importancia del juego entre crear y creer, en cierto modo paralelo al del querer y del conocer). ¿Se dirá que es este, el de la muerte y resurrección, un argumento demasiado cristiano? En Deleuze las creencias en el cine sucumben y renacen varias veces. Y lo hacen no solo como efecto de los asesinados por los crímenes de la historia -y sus redenciones justicieras- sino también por causa de las crisis a que condujeron a los componentes internos del cine a actuar liquidando el pensamiento.
Y, sin embargo, los resurgimientos deleuzianos son más nietzscheanos que cristianos. Porque se trata, una y otra vez, de renovar las creencias en la tierra, en la experiencia del cuerpo y en el lenguaje. Crear era para él descubrir nuevos circuitos mentales que a su turno serían probablemente colonizados por la dinámica imparable de la mercantilización. Y, aun así, crear -plantear problemas, ensayar recorridos- era cualquier cosa menos algo inútil. Las objeciones según las cuales toda creación tiende a ser neutralizada por los poderes de turno le parecían una “nube de objeciones idiotas”, porque suponen que quién crea algo, lo que sea, es incapaz de darse cuenta por sí mismo de aquello que el objetor le objeta. Es a pesar de todo que se crea, y nada resulta más ingenuo que llamar ingenuo precisamente a quien crea -o busca crear- nuevas experiencias.
Deleuze no fue un crítico de cine sino un filósofo que si se tomó tan en serio el cine fue, seguramente -y entre otras razones-, porque pensándolo podía pensar, por ejemplo, en qué es lo que sucede con nuestra capacidad de inventar creencias a la altura de nuestros débiles vínculos con el curso del mundo. Hablando del cine hablaba de la vida. O hablar de cine y de filosofía no deja de ser, también para nosotros, un modo de hablar de tantas cosas sobre las que si no fuera por estos rodeos quizá solo nos quedaría callar.
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El problema de en qué se cree y/o se deja de creer, se plantea en la política (y no sólo en ella). Según Susan Bock-Morss, la izquierda revolucionaria del siglo XX que se planteó el partido como vanguardia sacrificó la multiplicidad de dimensiones del presente en el altar de un futuro al que arribar. A diferencia de la política practicada como conflictividad entre Estados-Naciones, desarrollada como amistad/enemistad en el espacio, la lucha de clases se proyectó a sí misma en la historia, bajo formas dialécticas de progresismo.
En su libro Mundo o catástrofe, la autora llama “estructura temporal de la experiencia” al poder perceptual/sensible que poseen ciertos objetos (u obras), genéricamente llamadas artísticas, de “detener el flujo de la historia” y de “abrir el tiempo para visiones alternativas”. Este poder, que recuerda al “tiempo-ahora” de Walter Benjamin de interrumpir el continuo progresivo de la historia, es un entretejido del querer con el creer. No se trata en Bock-Morss de una tentativa de estatizar la política, sino de pensar un procedimiento estético para salvarla de su propia bancarrota.
Durante los primeros años de la Revolución Rusa, la vanguardia bolchevique se representó su tarea histórica bajo la forma de una dirección política de la lucha de clases proyectada en una temporalidad progresista. El socialismo, dice la autora, fue parte inescindible de las creencias de la modernización industrial del siglo XX. ¿Cuál era, en estas circunstancias el papel de las vanguardias artísticas? Para Buck-Morss habría debido ser, no el de postularse como representación estética adecuada al momento revolucionario, sino más el de reivindicar el poder de lo estético cuyo propósito -esencialmente critico- sería el de romper con la temporalidad progresista reponiendo, mediante una percepción sensible, una pluralidad de posibles. La estética aquí es entendida no como tradición artística, sino como potencia propiamente cognitiva de la percepción sensible para resistir toda unilateralización del tiempo.
El libro de Buck-Morss no es sólo un estudio sobre la desaparición de “la utopía de masas en el Este y el Oeste”, sino también un intento de perfilar una actitud ante lo que Enzo Traverso llamó tiempo después una “Melancolía de izquierda”. La reconstrucción histórica de Mundo soñado o catástrofe del conflicto soviético entre vanguardia política y artística tiende a rescatar de ese derrumbe saberes políticos orientados a interrogar el estado de nuestras creencias actuales. De escuchar la crítica de la estética a la política surge, por ejemplo, una nueva disposición para comprender lo democrático y hasta lo socialista en el presente: una percepción escénica los dispone como procesos actuales y no como etapas a recorrer (o resultados a realizar en el tiempo). La misma escucha nos llevaría a asumir una relación con el presente tendiente a sorprenderlo antes que a explicarlo. Ahí donde la historia se descompone, quedan imágenes más que relatos. Imágenes de lo soñado -el material mismo de la creencia- entremezcladas con las de la catástrofe. De esas imágenes ensoñadas -memorias y deseos-, aquellas que no encajan en los relatos dominantes del presente conservan una energía crítica que, si se articulan con nuestras preocupaciones del presente, podrían sacudir las autocomplacencias de este tiempo.
19 de julio de 2023
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Fotografía: Lobo suelto