Por: Adolfo del Ángel Rodríguez. Columna: La Serpentina. 22/09/2019
Es común escuchar en el argot docente que para referirse a realizar la labor educativa suelen decir “trabajo”, lo que supone una de las formas en que nos hemos asumido como parte del sistema productivo, como obreros, a la manera del mundo empresarial, quienes “tienen” que trabajar para poder hacerse acreedores de una remuneración económica, por lo que entonces el proceso educativo se aleja de lo lúdico y entra en un proceso en el que hay que “sufrir” por lograr la producción (calidad o excelencia, según cada régimen) que dictan los manuales diseñados para orientar lo que se hace en las escuelas.
Ante este panorama, es conveniente analizar el origen de la palabra “trabajo”, pues según la Real Academia Española, el origen es horrible: «Del latín tripaliare. Torturar. Derivado del latín tardío tripalium, instrumento de tortura compuesto de tres maderos», así que, como vemos, el trabajo es un tipo de tortura; así, “hoy cuando decimos que algo es muy trabajoso en el sentido de que es costoso, difícil o sacrificado, estamos reviviendo ese antiguo valor de tortura” (El País, 2018).
Visto de esta manera, se hace necesario repensar el quehacer docente, puesto que expresar que “se va al trabajo” es asumir el papel de ir a moldear el producto, dejando de lado otro concepto importante: escuela, cuyas actividades, se sugiere, son sufridas desde el momento en el que se propone un receso para descansar de lo que dentro de ella (refiriéndose al edificio) se hace, asumiéndose el espacio educativo como una especie de empresa, en donde los gerentes sugieren a los clientes un descanso de las actividades en las que se ocupan para adquirir un producto.
Al respecto, según el Breve Diccionario de Etimológico de Corominas, la palabra escuela viene del latín “schola”, que significa lección, escuela, mientras que del griego σχολείο (scholé) significa ocio, tiempo libre, pero tal definición está totalmente lejos de lo que sucede actualmente con la escuela, ya que lejos de ser un lugar de distracción cumple con algo que es característico de las empresas “cuyo principio consiste en la analogía sistemática con el mundo económico, su organización, sus modos de evaluación y su productividad” (Laval, 2003), lo que hace que el espacio escolar sea todo menos un espacio para el ocio.
Es ante estas posturas que urge un rescate del concepto de escuela como aquel espacio en el que se acudía a escuchar a los filósofos griegos, en los que no se evaluaba la cantidad de aprendizajes adquiridos ni mucho menos se certificaba el haber asistido o no, sino que se acudía simplemente por el deseo de aprender, de escuchar una postura informada sobre situaciones de la vida, por lo que saber y aprender eran espacios lúdicos que se buscaban por interés y no por obligación. Hasta aquí, vale la pena preguntarse, ¿qué se necesita para que se asista a la escuela por interés? Nada más ni nada menos que el docente regrese a ser el intelectual de antaño, pues sin duda el dominio de un tema garantiza el contagio por aprender, poniendo por delante la calidad en ello y no la cantidad.
El regreso del docente-intelectual traería consigo el regreso del concepto de “hacer escuela”, que trae consigo la construcción de una visión del mundo propia del contexto en el que se ubica, lo que, por ende, propiciaría la reflexión y propuestas de solución ante problemáticas que emergen en el lugar en el que viven. Así, repensar el quehacer docente debería traer consigo la construcción de conocimientos guiados por el docente que debe dominar el campo al que se dedica, lo que traería muchos beneficios puesto que se tendrían en cuenta muchos puntos olvidados cuando se atiende solo al aprendizaje dirigido a una evaluación, pues los involucrados compartirían un espacio de ocio en el que, rompiendo con el concepto de empresa, no necesitarían un descanso puesto que no están esforzándose por conseguir cierta cantidad de conocimientos para un fin determinado a corto plazo, sino un proyecto conjunto en que todos se verán beneficiados.