Por Güris J. Fry. ECO’s Rock. 2 de abril de 2022
Licorice Pizza (Paul Thomas Anderson, 2021)
Resulta claro que en sus últimas entregas, el admirado y tristemente obviado por un público más nutrido P. T. Anderson ha explorado –más no experimentado– con diversos estilos y formatos que ha logrado subyugar no solo en lo narrativo sino también en lo técnico; es evidente que ha optado por tomar la pantalla como un atemporal lienzo libre y desde ahí exhalar sobre marcos de afrenta, pena y zozobra que sabe balancear de manera por demás elegante, eficaz e intelectual con la jovialidad, la ocurrencia y la ternura. Tal es el caso de Licorice Pizza, un bellísimo y añorante manto con el que cubre esa vivencial tela de la madurez y revela, ocultando (negándose a más), el doloroso pero energizante proceso de crecer. Una etapa que si bien se deja prontamente atrás, marca y ataca cada cierto tiempo; que no se halla de otra forma más que en cicatrices que en la plástica de las experiencias se conjugan cual punzante e indeleble trazo.
Si bien el estilo global de este pomposo realizador estadounidense es de una naturaleza sui generis: con amplias estructuras que narran con los brazos abiertos bajo el cobijo de una personal manía de confianza, franqueza e independencia –lejos de la mecanizada ortodoxia de la industria de su país– en este su noveno largometraje de ficción se muestra tajante en el resquebrajamiento de la disposición base de su relato. Desde la primera secuencia abre la reja a una sensibilidad que golpea de lleno con una embriagadora carga de nostalgia. Nos coge de la mano con fuerza y delicadeza para revelar su pasado: un pretérito que no proviene de la máquina del tiempo más habitual sino una sumamente particular, con un motor lleno de fascinantes engranajes que atraviesan por un agudo y personal filtro que dota el espacio de una cruel y emotiva honestidad. La atmósfera que logra Anderson es de una brutal espesura, de una tristeza fantasmal, de un afecto mayúsculo que muchos podrían confundir con el amor pero que al final termina por llamarse destino. Un destino sin garantías ni certezas pero que refleja la esperanza de cada generación.
Inspirado libremente en los relatos de un amigo cercano y ciertas vivencias propias, lo que logra Paul Thomas Anderson en su Licorice Pizza es la constitución de una cúpula de brillantes momentos (el duelo actoral de Sean Penn y Tom Waits es una joya a revivirse; entre tantas), un arco tejido de secuencias cuidadas hasta al mínimo detalle, concatenadas bajo le emancipación de un juicio común pero que a través de la sensatez de un concepto claro construye un espacio solido en el cual todos nos podemos identificar. De entrada podría parecer que el encadenamiento de los sucesos es poco lineal, que los tópicos son diversos y se dan paso con arduo vértigo dentro del metraje pero resulta ser todo lo contrario. El armado de la narrativa es un profundo e intelectual rompecabezas que muy pocos en realidad podrían saber armar con tal gusto y soltura. Y es que el entramado, en sí, se edifica –diegeticamente hablando- a través de corazonadas. Y en alguna de ellas nos habremos de hallar hondamente.
Con una ejecución actoral intensa y poderosa, las nociones técnicas generan un contrapeso sobrio y muy eficaz. La fotografía de Michael Bauman y el propio director genera un pasmoso tono que abraza con garbo el diseño de Florencia Martin y el arte de Samantha Englender. Elocuente resulta la relación entre departamentos, destacable el montaje de Andy Jurgensen, apropiado y pormenorizado ante el campo emocional. Mismo terreno que se ataca de manera soberbia con la elección musical; preponderante la pieza que compone Jonny Greenwood, minimalista y cuasi coral, que hacía el final del último acto, con ese sutil y refinado uso de flashbacks, complementa quizá uno de los momentos más bellos en toda la filmografía de Paul Thomas Anderson.
Evocadora, reluciente y sensitiva. Sagaz y melancólica es como se evidenca esta obra cuyo andar es la develación de la incomprensión y la duda, del sentido común probado al máximo, de la ofusca promesa del futuro. Del deseo por encontrar el camino que nos describa mejor tratando de no caer en puntos comunes con simpatía y agudeza, con conveniencia y perspicacia. Y es que nunca estaremos tan seguro de aquello que pretendemos, la búsqueda hacía el mañana nos es siempre ajena y el presente una eterna vacilación. Licorice Pizza, entonces, termina por ser un enternecedor deambular que re-ilumina todos esos años y coyunturas que tuvimos que ir sorteando, que aún lo hacemos. Recompone todas esas marcas por las que hemos llegado a donde hemos llegado sin saber a ciencia cierta si habremos o deberemos ir hacía otra ruta, cuando la ruta es una misma y habremos de recorrerla corriendo sin conocer las razones pero sí sintiendo las causas… Para muchos eso, de alguna u otra forma, es vivir.

Licorice Pizza de Paul Thomas Anderson
Calificación: 4 de 5 (Muy Buena).
Fuente:
https://www.facebook.com/100036159626395/posts/637661090782539/?d=n
Fotografía: Los Ángeles Times