Por: Fernando Hernández. El Diario de la Educación. 08/05/2018
Las diferencias curriculares entre países confirma la idea de que aquello que se enseña (y que se supone que se ha de aprender en la escuela), no responde a un criterio de ‘verdad’ de carácter esencial y universal.
Prosigo entonces la reflexión que la pregunta ha abierto, señalando que, si se compara aquello que se propone como horizonte de aprendizaje en diferentes países, aquello que orienta lo que se supone que los jóvenes podrían aprender, pueden observarse más que notables diferencias. Aunque lo que señalo es una obviedad, tuve la oportunidad de verificarlo cuando realicé un trabajo sobre los currículos de educación de las artes en los países del sur de Europa.
No sólo las materias tenían denominaciones y orientaciones diferentes, sino que reflejaban ideas como ‘identidad nacional’, ‘patrimonio’, ‘utilidad’, además de evidenciar -en las horas dedicadas- el valor que se le otorga a las Humanidades y las Artes. Lo cual confirma la idea de que aquello que se enseña (y que se supone que se ha de aprender en la escuela), no responde a un criterio de ‘verdad’ de carácter esencial y universal. Es el resultado de las decisiones, siempre idiosincrásicas, de quienes, en un despacho (desde el anonimato y sin hacer públicos sus nombres para poder identificar sus imaginarios, como suele ser el caso entre nosotros, tanto desde el gobierno central, como desde las autonomías), o mediante un proceso participativo (como tuve la oportunidad de vivir en Sidney) en el que se involucran agentes sociales, académicos y docentes, los diseñan.
En uno y otro caso, si bien es importante dar cuenta de lo que se puede enseñar, también lo es hacerlo sobre lo que fundamenta las decisiones tomadas. Por ejemplo, lo que justifica una opción localista o una cosmopolita. Una orientación que favorece la compartimentación de la información o una que impulsa pensar e indagar en las relaciones para generar conocimiento. Una perspectiva que considera que se puede ‘medir’ lo que se aprende, o la que asume que sólo se pueden tener intuiciones de lo que el tiempo dirá si tuvo sentido y que no suele coincidir con lo que se recoge en la inmediatez de una prueba de papel y lápiz. Un enfoque que homogeneiza los aprendices o que los individualiza teniendo en cuenta su capital social y cultural. Un planteamiento que mira a la cantidad -las ‘cosas’ que se han de aprender-, siempre cambiante, o a la cualidad, entendida como una disposición a la apertura que permite, como señala Josep Quetglas (ver entrevista en El Cultural), considerar que “conocer significa irse haciendo consciente de cuanto desconocemos, y que antes ignorábamos desconocer”. Una visión que favorezca el afianzamiento de un sujeto individualista o la que vincula modos de ser para pensar desde lo que nos es común. Una orientación que cuestione, como estoy haciendo en estas últimas frases, los dualismos, o que una que trate de establecer puentes entre tendencias y posiciones.
Pensar lo que se puede aprender (y que insisto, nunca vamos a saber si realmente se ha aprendido) puede hacerse como una posibilidad, pero no como una certeza. Puesto que no sabemos lo que sucederá, ni cómo lo que aprendemos nos ‘afecta’. Por esto termino, de nuevo de la mano de Josep Quetglas, invitando a pensar sobre qué aprender en la escuela desde el concepto del presente denso. Una noción que nos invita a pensar aquello que se puede enseñar desde “el presente de las cosas pasadas, el presente de las cosas en acto y el presente de las cosas que llegan”. Pensar en lo que se puede aprender desde estos tres modos del presente, es lo que tratamos de promover desde la perspectiva educativa que invita a aprender mediante proyectos.
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Fotografía: El Diario de la Educación