Por: Argentina Casanova. Cimacnoticias. 22/02/2019
En nuestro país las mujeres como los hombres, afrontan el racismo al igual que las generizadas opresiones colonialistas que persisten en la sociedad mexicana que no termina de entender que ni es blanca, ni es negra, ni es indígena del todo. Es mestiza.
Cuando leí en un comentario de la red social Facebook, en una nota de la participación de Yalitza en los Oscares, que “no era buena actriz, el único papel que podría hacer después es el de cavernícola porque es lo que parece”, sentí una profunda rabia.
En México, el país donde se feminiza el hombre que es “socialmente inferior”, el que no tiene el poder cifrado y encarnado en el ideal del hombre blanco de características europeas, si no lo creen, basta revisar los anuncios de los bancos que están representados por hombres con esas características, jamás veremos a un hombre moreno y mucho menos de rasgos indígenas.
La rabia y el enojo que sentí por el comentario sobre Yalitza y su “belleza” fue porque me identifiqué con ella. De niña -y pocas veces lo he contado- tuve una experiencia que no pude entender sino siendo adulta, y en el momento en el que lo comprendí no me enojé, sino que sentí una profunda tristeza de lo que como sociedad vivimos y obligamos a vivir a las y los niños.
Mi experiencia fue que solicité jugar con otras niñas de mi clase, cuyas diferencias con ellas eran básicamente 2 condiciones que, según estudios del Inegi, determinan a lo largo de la vida las oportunidades que tendrán los mexicanos y mexicanas para tener acceso y oportunidades a estudios y estados de bienestar para la vida: yo soy de piel oscura y además era una niña en extrema pobreza.
A diferencia de ellas, yo no tenía muñecas Barbie y mi solicitud era para sumarme de alguna forma a jugar con ellas. Su respuesta -no alcancé a entenderla a esa edad, yo tenía 9 años- fue que podía sumarme y que yo sería “la gata”. En ese momento no supe qué significaba esa palabra, recuerdo que me reí pues me imaginé a un gatito jugando por ahí y me aburrí pronto de estar ahí y dejé aquel grupo.
Recuerdo que el salón de clase en escuela pública -ubicada en una buena zona de la ciudad, a insistencia de mi abuela que no quería que estudiáramos en la escuela más próxima a nuestra casa porque era una zona peligrosa y el paso cercano del tren le atemorizaba-, se dividía entre los niños y las niñas de piel clara y los que éramos de piel oscura, los que llevaban un buen desayuno y los que comíamos naranjas y mandarinas en el desayuno, los que llevaban sus cuadernos completos y los que no, y muchas diferencias más.
Básicamente aprendí a temprana edad que las niñas de piel y cabello oscuro éramos llamadas de mil formas, escuché insultos que no entendía y en mi casa mi abuela se encargó de enseñarme a no escuchar esas palabras, pero recuerdo la enorme sorpresa que me causaba escuchar que asociaran el color de mi piel con la limpieza. Yo pensaba con sorpresa que estaban equivocadas.
Las condiciones de marginación y de pobreza en las que crecí fueron una constante en mi vida, también es cierto que cuando ocupé un cargo como responsable de un equipo de trabajo en un diario local una persona tuviera una expresión que me causó mucha gracia pues no podía entender que alguien pensara así: “ahí viene la negra en su negro coche, creyéndose mucho, como si no supiera que era una muerta de hambre”.
Lo había comentado una chica que me conocía de la infancia y que sabía perfectamente en qué condiciones había crecido, pero su opinión que comparto aquí, no es sino la de muchas personas en este país que piensan que nacer pobre, nacer de piel oscura debería ser sinónimo de fracaso, de pobreza transgeneracional y de incapacidad para desempeñar cargos directivos.
Cuando leo el sinfín de comentarios sobre Yalitza, me veo en un espejo, y no porque yo esté nominada a algún premio, sino porque cuando se rompe ese modelo de pobreza y de fracaso para el que -según la sociedad- nacimos las personas de piel oscura, de rasgos indígenas y pobres, se piensa que se transgrede una regla no escrita en la sociedad.
El estudio del Inegi que habla acerca de que se espera que los pobres, los morenos y las personas de rasgos indígenas jamás logren salir de la pobreza, es la regla no escrita que naturaliza la marginación y la subyugación; es también el reflejo del pensamiento colonialista que estima que en México todavía existen clases sociales asociadas a la apariencia de las personas.
Por eso se cree que las mujeres como Yalitza, o cualquier otra persona -especialmente las mujeres- con sus características no puede ser ni abogada, ni actriz ni directiva, y tiene que tolerar el sometimiento de otros.
Recientemente aunque me resultaba difícil de creer, una persona con la que compartía espacio laboral, volcó actitudes muy violentas contra mi persona y a pesar de ser su par, tuvo actitudes violentas y discriminadoras. Cuando analicé la causa de estos eventos observé que era la única persona de piel oscura, era mujer -trataba con deferencia a los hombres- y además era lo que algunos dicen “provinciana”, porque hasta el centralismo se basa en la idea de que en las periferias no se piensa.
Una amiga defensora de Derechos Humanos, peninsular como yo, comentó en alguna ocasión que estando en una reunión recibió comentarios acerca de que “no parecía abogada”.
Y no, justo ese tipo de comentarios respecto a asociar la apariencia a lo que se puede ser, en el caso de las mujeres, se refleja con comentarios que van desde el “tiene cara de gata, parece puta, tiene pinta de sirvienta y parece vendedora del mercado”, son el reflejo de esa generizada opresión colonialista que como condición dada esperan que las personas de piel oscura desempeñemos, no estudiar licenciaturas y maestrías o desarrollar proyectos y muchas cosas que sí están haciendo para romper esos moldes impuestos desde el racismo y la discriminación.
*Integrante de la Red Nacional de Periodistas y Fundadora del Observatorio de Violencia Social y de Género en Campeche
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Fotografía: Twitter | César Martínez López