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La monstruosidad como cobijo

por RedaccionA enero 13, 2024
enero 13, 2024
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Por: Julia Amigo. 13/01/2024

Sobre las posibilidades de los cuerpos abyectos. Yo soy el monstruo, y todas las que alguna vez se hayan sentido raras, feas, anormales, desviadas o incómodas lo son conmigo.

Han pasado casi cien años desde que Freaks (1932) se estrenase en Estados Unidos. La película generó una polémica de tal magnitud que la Metro obligó a su creador, Tod Browning, a reducir el metraje de una hora y media a una hora escasa. El director cayó en desgracia tras esta producción y permaneció el resto de su vida alejado de las luces de Hollywood.

¿Cómo se había atrevido a dar espacio y voz, a convertir incluso en protagonistas de la historia, a un grupo de seres deformes, practicantes del travestismo o identificados como no binarios (recordemos a Joseph-Josephine, esa persona mitad hombre mitad mujer de rictus serio pero seguro)? La gente, durante la proyección de la película, profería gritos aterrorizados y en no pocas ocasiones acababa por abandonar la sala. Imagino a quienes se quedaban, fascinadas ante unas imágenes que mostraban a personas con corporalidades e historias de vida que habitualmente eran invisibilizadas.

Resulta inquietante pensar que los conocidos como freak shows o espectáculos de monstruos, que se desarrollaron en el entorno circense, ferias y museos, tuvieron una popularidad enorme en Estados Unidos y Europa durante el siglo XIX y aproximadamente hasta la mitad del XX. La exhibición de la rareza fue un negocio fructífero que desapareció con la medicalización de la diferencia y cuando el consumo de televisión se extendió por los hogares.

La historia está plagada de mitos, leyendas y cuentos que rescatan seres extraños, tanto ficticios como reales. El interés de las artes por la rareza es indudable, y la diferencia ha sido la base de indagaciones narrativas de diversa índole que ponen de manifiesto que lo humano no puede entenderse escindido de lo bizarro, lo excepcional, lo feo o lo monstruoso.

Pero, ¿qué convierte a algo en monstruoso?, ¿no es el encuentro con la diferencia lo que nos permite de hecho encarnarnos como personas, como sujetos humanos?

La preocupación por lo raro se ha traducido en la tendencia a la homogeneización estética y corporal

Monstruo, ¿se nace o se hace?

El planeta Tierra es un lugar extraño. Las estaciones, el modo en que las mareas cambian, la diversidad de flora y fauna, la maravilla que supone la mera existencia de vida en el seno del sistema solar confirman cuán pequeño es el lugar que ocupa la humanidad en la inmensidad del universo. La incapacidad para entender en su totalidad lo que nos rodea explica la preocupación social por lo extraño: todo aquello que escapa a nuestra comprensión causa atracción, fascinación, estupefacción o repulsión.

Esta preocupación por lo raro se ha traducido a escala sistémica en la tendencia a la homogeneización estética y corporal. Todos aquellos cuerpos que se salen de la normalidad son tachados de desviados o erróneos. El rechazo social de lo radicalmente distinto —explicado por cómo fue lo raro relegado a la clandestinidad y sistemáticamente patologizado e invisibilizado— genera una serie de presiones y normas sobre las que la filósofa Judith Butler, en Cuerpos que importan, se pregunta: “¿Cómo tales restricciones producen, no solo el terreno de los cuerpos inteligibles, sino también un dominio de cuerpos impensables, abyectos, invivibles?”.

En el caso del ser humano, como explicita Jordi Planella en su libro Los monstruos, la base de la monstruosidad siempre es el cuerpo. Por defecto o por exceso, las corporalidades monstruosas han sido objeto de estudio de una medicina empeñada en la patologización de la diferencia y los intentos de corrección de esos “desvíos” de la naturaleza. Esa monstruosidad es en realidad un constructo sociocultural y sanitario que, desde la antigüedad, ha creado un cisma entre lo normal y lo que se sale de lo corriente.

La normatividad dicta qué es lo que debemos esperar de situaciones dadas. Cuando alguna vida o práctica se opone a lo que la norma dicta como compresible, algo se resquebraja. Por algo la bella y la bestia son una mujer angelical y un monstruo animal. Podemos entender esto, pero nos cuesta más ubicar en nuestro radar a un hombre bello con una mujer horrenda. Nos resulta difícil entender que un bello ame a una bestia porque los cuentos nunca nos relataron esta posibilidad.

En todo caso, los cuerpos como realidades materiales son diariamente leídos e interpretados en una matriz sociocultural determinada. Dentro de esa matriz, en su mismo centro, se amalgaman una serie de corporalidades de, podríamos decir, lectura fácil, transparente, ordenada. En los márgenes, flotando amalgamados y en ocasiones perdidos, circulan, disfrutan, sufren, en definitiva, viven, todos los cuerpos otros, esos que al centro no importan de la misma manera; bien porque nacieron ya inmersos en esos mismos márgenes, bien porque a lo largo de la vida han ido (con)formándose como otredades, rarezas, extravagancias, cuerpos extraños y grotescos que por su cualidad de cuerpos monstruosos (y esto siempre según la lectura del centro, de lo normativo) se ven expulsados, o atraídos, por las zonas oscuras de la sociedad, esas que no salen en las revistas y cuyas representaciones suelen ser fantasiosas, fetichizadas o reducidas a meros errores vitales.

Siguiendo esta lógica, todos esos cuerpos que son observados y juzgados como aberrantes pueden ser un buen ejemplo de hasta qué punto la imagen del monstruo está presente entre nosotras. Frente a los cuerpos más cercanos al canon, el monstruo se erigiría como personaje para explorar en tanto que encarnación radical de la libertad. Expulsado de la vida normativa, el sujeto raro dispone de su cuerpo monstruoso de manera totalmente autónoma. Pero, ¿quién es un monstruo?, ¿acaso existe alguien que se autodenomine así?, o mejor aún, ¿podemos reapropiarnos de lo raro para vivir mejor dentro de nuestros propios cuerpos?, ¿puede la rareza ser el producto de un acto singular y deliberado?

La resistencia de los cuerpos abyectos

La vida siempre se experimenta corporalmente, y la cultura siempre se enraiza y materializa en nuestra carne. La existencia de la rareza pone de relieve, más que la existencia de dos esferas separadas de sujetos normales y anormales, la infinita gama de colores en que se ubican nuestras identidades. La dinámica dicotómica entre norma y desvío, sin embargo, conlleva segregación y genera cuerpos abyectos. La abyección, en palabras de Butler, “implica literalmente la acción de arrojar fuera, desechar, excluir y, por lo tanto, supone y produce un terreno de acción desde el cual se establece la diferencia”.

¿Cuáles son entonces los cuerpos abyectos? Según la filósofa, aquellos que al no materializar en sí mismos la norma no alcanzan la categoría de cuerpos que importan. Los pensares feministas en torno a lo monstruoso y la diferencia son muy variados. Tanto Judith Butler como Donna Haraway (con el sujeto cyborg), Rosi Braidotti (con el sujeto nómade) o Monique Wittig (con el cuerpo lesbiano) han reflexionado sobre la otredad desde lugares críticos.

Ningún cuerpo es perfecto, ni estanco, ni está nunca realmente terminado. La monstruosidad y la rareza son inherentes a todo ser vivo, la anormalidad no es más que un problema de grado

Para huir de los binarismos y los enfrentamientos dicotómicos, Butler propone una politización de lo abyecto, que pasaría por promover resistencias y otorgar poder a lo monstruoso. Cuerpos imposibles de ser amansados, cuerpos abyectos, resistentes, desempeñando el papel de cuerpos-alarma, cuerpos que llaman la atención sobre la base ficcional, mutable y construida de las corporalidades, poniendo de relieve que la consideración de normal es tan solo una fantasía, una construcción, una leyenda. Un relato que han repetido hasta la saciedad los agentes-juglares del sistema, apuntalando unas señas de normalidad corporal que constriñen, aprietan y asfixian.

Bien mirado, todo cuerpo posee rarezas, pequeñas ranuras por donde lo monstruoso se cuela. Ningún cuerpo es perfecto, ni estanco, ni está nunca realmente terminado. La monstruosidad y la rareza son inherentes a todo ser vivo, la anormalidad no es más que un problema de grado, nunca una cualidad estable. Los monstruos cambian de máscara, algunos solo aparecen cuando cae el sol, otros se reservan a la intimidad del círculo amistoso-amoroso. Los que caminan entre nosotras están generando cuestionamientos a cada paso que dan, rompiendo dicotomías y poniéndonos delante la falsedad de la supuesta existencia de un cuerpo normal y otro errado.
Lo anómalo es una frontera, una ranura estrecha, un escenario de resistencia. El cuerpo también es una utopía y un escenario para la posibilidad de una vida distinta. Con la materia de que dispone, todo cuerpo puede imaginar un cambio para sí, todo cuerpo puede desear otro mundo en que desenvolverse. El cuerpo es lugar del desastre pero también de la necesaria reconstrucción simbólica. De ahí la importancia de la representación de la diversidad —me vienen a la mente las fotografías de Diane Arbus—. El terreno de lo simbólico tiene la capacidad de resignificar y poner en valor lo extraño, lo que se sale de la norma, al dar espacio y protagonismo a esas existencias que quedaron relegadas al ostracismo.

La inclusión no es un pacto político, ni una cuota o porcentaje; tampoco se trata de hacer hueco o espacio. Inclusión es que lo raro se preserve y no pretenda cambiarse para encajar en ninguna norma. Inclusión es que dejemos de juzgar, molestar o violentar a nadie por vivir su vida dentro de su cuerpo, sea esta como sea.

Yo soy el monstruo

Cuando fui a tomar unas tapas el otro día, me vi sorprendida por varias personas extrañas. Una mujer caminaba majestuosa sobre dos robustas piernas, una mucho más larga que la otra. Ella aliviaba ese trozo “de menos” exhibiendo una destreza de bailarina al caminar sobre una plataforma negra. Poco después se paró a mi lado, esperando un semáforo, una mujer con un solo ojo. Sin parche, lucía una zona plana, de piel fina, casi brillante, allá donde suele existir un segundo globo ocular. Su elección de no esconder la zona bajo un artefacto estético me pareció osada, necesaria. Fumaba relajada y su postura distendida la hacía aparecerse ante mis ojos como una guerrera ancestral, tan poderosa que eran el resto de personas las que me parecían erradas en su presencia.

Yo soy el monstruo, y todas las que alguna vez se hayan sentido raras, feas, anormales, desviadas o incómodas lo son conmigo

En una sociedad que se empeña en dictar cómo debemos experimentar nuestra propia corporalidad, no existe propiedad más allá de la carne de una, ni lugar más propio en el mundo que el que delimita nuestra piel. Ninguna norma debería hacernos sentir algo distinto de eso; y, si lo hiciera, esa norma debería ser abolida. Lo monstruoso ha de ser reapropiado y usado justamente con el fin de la abolición de la normatividad. Yo soy el monstruo, y todas las que alguna vez se hayan sentido raras, feas, anormales, desviadas o incómodas lo son conmigo.

Jordi Planella afirma que la normalidad “ha empezado a disiparse gracias a los militantes de la disidencia de la monstruosidad”. Los monstruos somos todas las personas que no encajamos en normas binarias, simétricas, tersas, bellas, ordenadas, heterosexuales, discretas y patriarcales. Somos locas, pansexuales, escandalosas, sigilosas, llenas de contradicciones, demasiado maquilladas, demasiado tatuadas, descuidadas, andróginas, hiperfemeninas, cojas, enfermas, feas, tristes, salvajes, sentimentales, gordas, insuficientes, vulnerables. De hecho, me atrevo a confesar aquí que siempre me ha parecido que en la belleza indiscutible hay algo decadente, como una determinada falta de movimiento que me sugiere falta de vida.

La venganza de los monstruos siempre se está gestando. Es una venganza colaborativa, tierna y radical que busca no solo generar espacios inclusivos para la vivencia libre de la rareza sino, sobre todo, dinamitar las bases de lo convencional inaugurando territorios de poder, voz y vida para las diferentes. Más allá de los pensares y los sentires, la acción justa y precisa se resumiría, como señala Sarah Talbi —pintora sin brazos que utiliza sus pies para crear— en su cuenta de Instagram, bajo un retrato en que observa su reflejo en el espejo: “No necesitas otro cuerpo. Tu cuerpo es el bueno”.

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ

Fotografía: Pikara magazine

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