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¿La condición humana? No hay tal cosa…

por La Redacción julio 13, 2019
julio 13, 2019
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Por: Juan Chaneton. Alainet. 13/07/2019

La lasciva mano del tiempo está tocando ahora las partes privadas del mediodía. Hay viento y es invierno y no hay cenizas en el viento, como aquella tarde infausta en que las montoneras de Aldao alcanzaron con sus lanzas y cuchillos la garganta de Francisco Narciso de Laprida.

Es invierno en Buenos Aires y no se nos ocurre un poema ni treinta poemas para ser escritos en invierno. Descendemos, entonces, a la resignada labor de sans-culotte a destiempo, de sans-abri del sentido común que se obstina en distinguir, día a día y aun hora tras hora, entre el tiempo geológico, el tiempo histórico y el tiempo individual, es decir, entre las horas que tardó el Mediterráneo en ser el Mediterráneo, las que duró aquel imperio que fundó Carlos V y las que transita fugazmente una vida personal.

No son trabajos de amor perdidos, son más bien las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema, esas obstinaciones, y sin que atinemos a saber a quién le asiste la razón, si a Shakespeare o a Vallejo, y así ha sido como ha venido un escritor amigo, a zamparme, sin aviso previo, esta sentencia rutilante de Cesare Pavese: “Los problemas que agitan a una generación se extinguen para la generación sucesiva no porque hayan sido resueltos sino porque el interés general los deroga”. Y agrega, mi amigo: Patético, pero cierto.

Sé que le contesté como pudiera haberlo hecho un devoto discípulo virtual del insigne profesor de Duke, Fredric Jameson. Es potente lo de Pavese -le dije-; y agregué que el brillo del epigrama no lo hacía, por eso, más profundo pues, en realidad, no pasaba de ser la descripción de un fenómeno social y que, en tanto fenómeno social, aún espera por un juicio formal acerca de sus causas. Y todo esto -pienso ahora- sin contar con que, primero, habría que saber si ese desinterés de los jóvenes de hoy por los problemas que agitaban a los jóvenes de ayer, es un desinterés real o se trata de un desinterés más aparente que real.

Y aquí se traba la litis, la entrañable transparencia, a causa de una respuesta que vino bajo una forma retórica: “¿qué causas…?, me dijo; no hay causas; la condición humana es eso; el «pueblo luminoso» no deja de ser una boutade de la izquierda del siglo XX” -remató mi amigo-.

Pero aun cuando concediéramos que a Pavese le asiste la razón, hacer reposar esa razón en una sedicente “condición humana” se parece más a la resignada conclusión a que nos lleva el desaliento que al sano esfuerzo intelectual en pos de un diagnóstico menos transido de fatalismo, hijo, este último, de cuanta batalla perdida se ha librado -en todas las latitudes, en todas la épocas y bajo todos los formatos doctrinarios- en nombre de una moral social superior a la vigente.

De la “condición humana” hablaba ya Malraux en su siglo de las luces. Pues la condición humana es un significante vacío al que recurren los que han perdido la fe y el ministro de Cultura de De Gaulle ya empezaba a tomar, en esos años suyos, el camino de regreso al liberalismo, vívido precursor, con ese acto de conversión, de un Felipe González que también terminaría su saga por la vida chapaleando en los lodos perfumados de una monarquía cuya podredumbre ninguna fragancia floral puede disimular.

El concepto de condición humana lleva implícito el de inmutabilidad. Y si el ser humano es inmutablemente una entidad que sólo construye infiernos, en ese caso ya no queda nada por hacer como no sea contemplar que unos desayunan en Nueva York, almuerzan en Atenas y finalizan su día cenando en San Petersburgo, en perfecta sintonía con otros que son sólo niños y nunca llegarán a adultos porque ya, en este mismo instante, sólo tienen hambre y mañana ya estarán muertos. No tenemos derecho al desaliento y la “condición humana” ha sido para muchos -que no para todos, por cierto- un ardid para desertar de los deberes.

Que tal concepto sea antidialéctico (es decir, que su existencia como concepto sea sólo aparente), es sólo una parte del asunto. La otra es que también es esencialista. Y el esencialismo en filosofía conduce al espíritu santo y por eso ha sido fulminado de impostura ideológica sólo comparable al marxismo demótico, es decir, a aquellas dogmatizaciones vulgares del pensamiento de Marx que se proponían como credo en los manuales de la Academia de Ciencias de la URSS.

Es Foucalut el que mejor ha refutado tal condición humana. En “La verdad y las formas jurídicas” (aquellas célebres conferencias que dictó en Río de Janeiro en 1976) dice que ese “marxismo” nos cuenta el modo en que las condiciones económicas se reflejan en la mente humana. Pero el sólo planteo de la cuestión en esos términos ya lo invalida porque eso es suponer que los sujetos humanos son seres en los cuales las mismas formas de conocimiento se dan en forma previa y definitiva para todos, de modo que las “condiciones económicas” se depositan en esta conciencia universal y ontológicamente única que vendría a ser, así, la llamada “condición humana”.

El esencialismo, entonces, ha sido ya superado, en el campo del saber filosófico, por otras evidencias por cierto más amenas, a saber, que lo único “inmutable” es el hábito de urdir endecasílabos o que la única realidad es el texto, sendos dictámenes de Borges y Derrida a los cuales, por provenir de fuentes tan honorables, se les puede pasar por alto, incluso, lo que tal vez tengan de excesivo. Quizás sólo el viento permanezca y lo particular de la vida sólo yazga en la palabra escrita, como en esa línea de verdad desesperada supo decirlo también Nguyen Chi Trung, cuya tristeza infinita me fuera revelada, hace poco, en otra palabra escrita, la del poeta Gerardo Burton.

El esencialismo ha sido fulminado de idealismo por las mejores familias filosóficas. Claro que, ante estos discurrires, siempre se puede decir ¿y a mí qué…? Pero, en este caso, empezaríamos ya a parecernos un poco a Fernando Savater o a Arturo Pérez Reverte, y eso no es bueno, pues de más han demostrado ya los aludidos que, cuando la razón no les asiste, recurren a la interjección vacía.

En suma, lo que dispara la reflexión es la postulación del hiato inevitable entre los problemas de ayer y de hoy. No hay tal clivaje, y mucho menos uno que pueda atribuirse a una presunta “condición humana”. Por caso, el interés general de nuestra época no está derogando la lucha de clases entre globalistas y proteccionistas a escala mundial o entre hayekianos y keynesianos en el plano local o regional de Latinoamérica. Tampoco la de burgueses y proletarios en la Argentina de hoy, aun cuando la así llamada globalización difumine un poco los perfiles de todas las cosas y de todos los actores involucrados en el contencioso.

Aquel Vendrá la muerte y tendrá tus ojos nutría a todos de savia pura en nuestros años jóvenes, pues sabíamos que, en algunos puntos de la política, el pesimismo de Pavese era más real que el optimismo de Ho Chi Minh y su “pueblo luminoso”. Pero a algunos esa mirada oriental de los asuntos vinculados a la revolución social nos venía bien como argucia para darnos confianza y enfrentar ciertos fragores, y no importaba mucho que aquella mirada fuera cierta o no lo fuera. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos sigue siendo manifiesto existencial de estas generaciones y de las por venir, porque ese verso encierra más conocimiento que la teoría de la relatividad, o por lo menos el mismo. Los poetas saben de estas cosas.

Los problemas existenciales de Pavese y los problemas políticos de Pavese son los mismos que los que acucian a las generaciones de hoy que, lejos de haberlos derogado por desinterés, los subliman en prácticas políticas que demasiadas veces lucen rudimentarias de tan prudentes pero que, al fin y al cabo, son impuestas por la nuevas realidades: nadie desafía a su enemigo con métodos ya sancionados por la derrota, aunque tampoco está dicho que la “buena letra” parlamentaria conduzca a ningún buen lugar.

Ningún interés general puede derogar la náusea existencial y la frustración política que, al fin y al cabo, son los sentimientos que mueven también a la juventud de hoy, sólo que, como toda juventud, no habla de lo que no entiende ni se resigna ante lo que no le gusta.

Me quedo -me quedé siempre- con la sospecha de que la poesía está por encima de la literatura. Esos Treinta poemas escritos en invierno me abrigan del frío precisamente por eso, porque me vinieron bien en la época en que los necesitaba para darle sentido a la política. Son viejos y son de hoy, y ningún interés general los ha podido derogar. Esos treinta poemas están, como los de Oliverio, para ser leídos en el tranvía o en los lugares que habita Dios que, como se sabe, son todos. Esos Treinta poemas escritos en invierno que, como epifanía laica, aparecen allí, al principio de esta nota, los escribió el poeta que todavía hoy, presumo, me honra con su amistad y que ha disparado en mí este deshilvanado vuelapluma.

Una sugerencia más me hizo el poeta: que la respuesta de Mercucio a la nodriza en la cuarta escena del segundo acto de Romeo y Julieta sería muy apta para encabezar una nota periodística. Es lo que hice aquí. Dice allí William Shakespeare: “… la lasciva mano del tiempo está tocando ahora las partes privadas del mediodía”. Pudo hacerle decir a Mercucio: son las doce. Pero prefirió subrogarse en Dios y hablar por Él. Amén.

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ.

Fotografía: La Salle

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