Por: José María Agüera Lorente. Rebelión. 12/01/2017
Hasta hace poco estaba en la cartelera de los cines la última película estrenada por Clint Eastwood. Su título, Sully, hazaña en el Hudson. Con él parece que se nos quiere sugerir que se trata de una historia épica. En cualquier caso, los hechos narrados son verídicos, y da la impresión, hasta donde uno alcanza a conocer, que con vocación de fidelidad al acontecimiento central en torno al que gira el filme, a saber, el «aterrizaje» (¿o «acuatizaje»?) de emergencia de un avión de pasajeros en el río Hudson el 15 de enero de 2009. Sully es el apodo del autor de tamaña proeza, que supuso la salvación de la tripulación y el pasaje completos que compartían destino en el vuelo 1549 de US Airways, el veterano piloto Chesley Sullenberger.
Clint Eastwood sabe contarnos de manera conmovedora y al tiempo sobria un suceso con innegable carga dramática por cuanto atañe nada más y nada menos que a algo tan emotivo como la supervivencia de ciento cincuenta y cinco personas a un accidente de avión. Sin embargo, no es este el objeto de enfoque escogido por el guionista –Todd Komarnicki– para vertebrar lo que se narra en la película. El centro en torno al que ésta gira es la investigación a la que se sometió al comandante de la aeronave, inmediatamente tenido por un héroe por los medios de información y por la opinión pública, pero objeto de inmisericorde inquisición por parte de la compañía aérea y la aseguradora de la misma. Estas instancias pusieron en duda que la decisión tomada por el piloto ante el fallo de los motores fuese la correcta. Esa duda se sustentó en el hecho de que la torre de control, al saber de su crítica situación, le ofreció dos opciones alternativas para aterrizar en aeropuertos cercanos. Aquí radica, desde un punto de vista filosófico, el interés de la historia: un hombre, perito en su oficio, que ha estado volando en todo tipo de aparatos durante cuarenta décadas, se ve puesto en entredicho respecto del acierto de su decisión en un momento crítico. El personaje lo expresa dramáticamente en una secuencia de la película cuando habla con su mujer durante la fase de investigación de su actuación en el suceso, incrédulo ante la dolorosa evidencia de que toda una larga carrera sin la más mínima tacha puede irse al garete por una decisión tomada en cuestión de segundos bajo una inconcebible presión.
El papel que la tecnología tiene en la evaluación que se lleva a cabo del comportamiento de Sully en la difícil coyuntura del fallo de los motores es primordial. En efecto, la comisión de investigación fía su juicio a los resultados de los simuladores en los que se introducen los datos y parámetros recogidos por las máquinas. Se trata de comprobar cuál hubiera sido el resultado de haber optado por alguna de las pistas de aterrizaje de emergencia propuestas por los controladores aéreos. El resultado, tras los ensayos y pruebas en los simuladores con pilotos expertos, es demoledor para el comandante del airbus 320 de US Airways: los complejos sistemas cibernéticos que reproducen virtualmente el estado del avión sentencian taxativamente que cualquiera de los dos aterrizajes alternativos hubiera sido exitoso, sin daño para el aparato ni para las personas. Un duro golpe para quien ha hecho de su oficio su vida, y a quien el susodicho resultado de la investigación obliga a dudar de su pericia a pesar de la innegable evidencia de haber salvado la vida a su tripulación y a su pasaje. ¿Realmente se equivocó entonces? ¿Puso en riesgo la vida de casi doscientas personas al decidir ejecutar una maniobra tan arriesgada como el amerizaje sin necesidad?
Este constituye para mí el asunto de mayor interés de esta historia bajo el que subyace el apasionante tema que entraña la dialéctica entre el hombre y la máquina. En el caso que se expone en el filme se puede reconocer una doble vertiente: por un lado, Sully se precia de conocer la máquina con la que trabaja, y por otro la máquina –los simuladores– se convierte en su antagonista a la hora de discernir lo acertado de su proceder en los instantes decisivos del accidente.
En relación con lo primero, el piloto interpretado por Tom Hanks representa el arquetipo del perito en su oficio; es decir, se trata de una persona que ha acumulado una experiencia en su trabajo a lo largo de cuatro décadas cuyo valor no tiene precio. Este rasgo del personaje se pone de manifiesto en la película cuando los investigadores del suceso, a la luz de los registros automáticos del avión siniestrado, dudan de que el segundo motor de la aeronave estuviese totalmente escacharrado (con un solo motor hubiera podido seguir volando). El comandante Sullenberger, sin embargo, estaba absolutamente seguro de que ambos motores dejaron de funcionar como consecuencia del choque con unas aves. No hacía falta que se lo confirmara ningún ordenador. Él se había percatado de ello nada más ocurrir porque conocía su aparato tras cientos de horas de vuelo a través de las cuales había ido conformando las pertinentes y necesarias vías de percepción del funcionamiento de la máquina. Es la experiencia del que sabe su oficio frente a los datos informáticos.
Ahora bien, el caso es que, según se nos cuenta en la película que parece ser fiel al curso de la investigación que se llevó a cabo, los simuladores que reprodujeron el accidente, de acuerdo con el procesamiento de las variables que acontecieron en el suceso y la aplicación de los algoritmos, sentencian sin apenas margen de duda que el aterrizaje en el río, con todo el riesgo que conllevaba, no fue la mejor decisión, ya que los ensayos virtuales demostraban que daba tiempo a aterrizar en cualquiera de las pistas alternativas propuestas por el control aéreo de la torre.
Esto último causó en Sully una zozobra plasmada de forma empática por Clint Eastwood en la película, con secuencias en las que el personaje sufre interminables noches de insomnio durante las que le asalta la inquietante incertidumbre de que quizá no sea el gran piloto que él creía ser, de que quizá no sea el hombre que él creía ser –dado que volar representa la experiencia de su vida–. Porque la máquina no se equivoca… ¿O sí?
Este drama intenso del hombre que se juzga a sí mismo, porque antes que cualquier comisión de investigación él es el primero que teme perder la autoconfianza, culmina en la secuencia de la reunión final con la que concluye el proceso de investigación, cuando, por petición suya, se repite en dos simuladores la comprobación de la opción de los aterrizajes en los aeropuertos de emergencia alternativos. Pero en esta definitiva ocasión el veterano piloto pide que se añada unos segundos, apenas veinte, de demora en el inicio de las maniobras de cambio de rumbo y aproximación a las pistas (el total de duración de la crisis fue de 208 segundos). Y al fin el resultado es concluyente: esos pocos segundos, necesarios en la realidad para reaccionar ante el imprevisto que se le presenta a la persona que va a los mandos de la máquina que, por muy automatizada que esté, no está programada para afrontar circunstancias imprevisibles, marcan la diferencia. Esos pocos segundos, necesarios en la realidad para evaluar la nueva situación fuera de todo plan imaginable, retrasan las maniobras lo suficiente para hacer imposible el éxito de ese aterrizaje alternativo en cualquiera de los otros aeródromos ofrecidos. Como viene a decir el personaje interpretado por Tom Hanks cuando el resultado, al fin, le da la razón: una cosa es la realidad, intrínsecamente imprevisible, y otra su simulación; una cosa es la toma de decisiones de un agente humano y otra bien distinta es el procesamiento automatizado de la máquina que sigue una serie de algoritmos que responde a un cuadro idealizado de una actividad concreta, como lo es la navegación aérea. De lo que se deriva la cuestión de si la experiencia humana, la de décadas de trabajo de un piloto, puede ser traducida plenamente a algoritmos.
Este tema lo aborda, de forma exhaustiva en mi opinión, Nicholas G. Carr en su libro de 2014 titulado en castellano Atrapados. Cómo las máquinas se apoderan de nuestras vidas. Es una traducción un tanto melodramática del original The glass cage. Automation and us; o sea, «La jaula de cristal. Automatización y nosotros», en su traducción a nuestro idioma. El leitmotiv que desarrolla el libro lo constituye la evolución que ha experimentado la tecnología del vuelo desde los hermanos Wright hasta los sofisticados aviones que en la actualidad surcan nuestros cielos a diario. Por lo que nos dice su autor hay un antes y un después en la historia de estos artilugios, que es el representado por la aparición, precisamente, del Airbus 320, la aeronave que el comandante Sullenberger logró posar sobre las aguas del río Hudson. Podría decirse que supone una verdadera mutación tecnológica por cuanto en ella dieron en converger la historia de los aviones y la historia de los ordenadores. A partir de ella se han ido expandiendo paulatinamente los límites de la automatización, bajo cuyo control han venido siendo asimilados los diversos dispositivos de funcionamiento del aparato que, a golpe de avance en el hardware y el software, ha sido arrebatado a la tripulación. Hasta tal punto se ha progresado en esta dirección que Don Harris, un profesor de aeronáutica y experto en ergonomía, considera que la cabina de vuelo «puede considerarse como una gigantesca interfaz de ordenador voladora» (una «jaula de cristal»). Nada que ver con esos aviones de antaño en los que la conexión del hombre con la máquina no pasaba por la intermediación de ningún automatismo. Debo reconocer mi sorpresa y mi inquietud –quiero creer que injustificada– cuando me entero a través del análisis que lleva a cabo Nicholas Carr del mundo tecnológico del vuelo de que «en un típico vuelo de pasajeros de esta época, el piloto maneja los controles durante un total de tres minutos: un minuto o dos al despegar y otro minuto o dos al aterrizar». De modo que no es exagerado decir que el piloto se ha convertido más bien en un supervisor de la automatización y en un operador informático, puesto que los sistemas automáticos de control han dejado de ser los asistentes al trabajo, primordial, del agente humano para convertirse en el sistema de control de vuelo primario.
Y bien, el lector puede estar preguntando conforme lee estas líneas que cuál es el problema; ¿acaso automatización no ha venido siendo últimamente sinónimo de comodidad y seguridad? Es más: ¿no supone cada avance en la automatización de tareas que tenía que realizar el humano una liberación para él de una carga, de un esfuerzo ingrato? ¡Pues bien venida sea la automatización, y cuanta más mejor!
Sin embargo, Nicholas Carr quiere que seamos conscientes de que el avance imparable de la tecnología de la automatización tiene sus efectos sobre la condición humana, por lo que no ve sólo como decisiones prácticas o económicas las relativas a qué tareas entregamos a los ordenadores y cuáles nos quedamos nosotros, sino como auténticas «elecciones éticas». Que las máquinas, de manera autónoma, puedan operar, juzgar o decidir en trabajos que requieren un conocimiento y una pericia –como el de piloto– nos ahorra la realización de actividades ciertamente incómodas, pero son actividades que también mantienen despierta nuestra inteligencia y nuestra agudeza respecto de la consciencia de lo que supone una determinada situación real. Como a la que se vio sometido el comandante Sullenberger, que tuvo que procesar los diversos elementos de una coyuntura imprevista, pero real a la que sólo quien tenía miles y miles de horas de vuelo en modo manual podía hacer frente con una mínima probabilidad de éxito. Porque –insistamos– la realidad no es su representación algorítmica en un ordenador, en la que el tiempo de demora de la percepción humana de lo que no tenía que ocurrir (pero ocurre porque la realidad es mucha, mala y tozuda), el tiempo en el que se ponderan las circunstancias y opciones a partir de lo conocido trabajosamente a lo largo de décadas de experiencia laboral, y por fin el tiempo de la toma de decisión de quien controla la máquina, no contaban con su debida computación. Esto es lo que pasa por alto el equipo de investigadores que somete a examen el proceder de Sully, y que asume sin más que lo que los ordenadores dictaminan es de aplicación tal cual a la realidad. Eso es lo que significan esos pocos segundos.
Para mejorar en el uso de sus capacidades el agente humano necesita vencer la resistencia de la realidad, ha menester experimentar la incomodidad de la fricción con ella. Tiene su valor para el desarrollo personal la sensación de éxito y satisfacción que se obtiene cuando nos implicamos en esfuerzos que ponen a prueba nuestras habilidades, lo que, por cierto, es parte esencial de nuestra experiencia de libertad.
Ahora bien, no es fácil tener todo esto presente cuando resultan tan evidentes las ventajas de transferir trabajo de personas a máquinas y ordenadores. Sus ventajas son fácilmente identificables y mensurables. Y no sólo económica, sino también emocionalmente está ineluctablemente inclinada la balanza; ¿quién puede resistirse a la comodidad y al cautivador poder de sugestión de la innovación mágica por no mencionar la oferta de una realidad alternativa donde todo ocurre a golpe de fascinantes efectos audiovisuales que se despliegan ante nuestros sentidos por un leve gesto de nuestros dedos?
Los costes de todo ello no son perceptibles de primeras, y resulta complicada su ponderación. Pasando por alto la vertiente económica de la cuestión (obsolescencia creciente de ciertos trabajos y desempleo para muchas personas) cómo medimos la erosión del esfuerzo y del compromiso, o la mengua de la independencia y de la autonomía o el deterioro sutil de la habilidad. Son intangibles para los que no hay unidad ni tablas de medida; pero que, tras su pérdida, las exigencias (imprevisibles) de la realidad pueden obligarnos a echar de menos.
Lo que es capaz de hacer un profesional experto como el comandante Sullenberger es de un valor incalculable. Y es el resultado de un trabajo muy duro durante mucho tiempo que tiene su aprovechamiento en nuestro cerebro, tan plástico que puede conformar grupos de neuronas especializadas o modelos mentales capaces de reconocer los patrones del entorno, valorándolos para identificar las señales importantes de las que no lo son, interpretándolas y reaccionando a ellas de manera intuitiva sin detenerse en análisis conscientes que entorpecerían la conexión necesaria entre pensamiento y acción.
Hay que ser sabedores de que la tecnología incide en nuestra percepción del mundo y en la percepción de nuestro lugar en el mundo. No es neutral; la implantación de según qué recursos y herramientas incide en nuestras vidas, las moldea. Buen ejemplo de ello es el reloj, el autómata medidor del tiempo, que en el siglo XIX contribuyó decisivamente a la Revolución Industrial. En palabras de Carl Honoré, autor de Elogio de la lentitud: «El reloj es el sistema operativo del capitalismo moderno, lo que posibilita todo lo demás: las reuniones, las fechas límite, los contratos, los procesos de fabricación, los horarios, el transporte, los turnos de trabajo…»
Esta es sólo una muestra del enorme poder de la tecnología para alterar nuestra percepción del mundo y lo que éste significa para nosotros. Lo que sostiene Nicholas Carr es que la automatización digital incide especialmente en el vínculo entre mente y cuerpo. Siguiendo a Merleau-Ponty afirma que nuestro estar en el mundo es la encarnación, y tanto la percepción como la cognición están encarnadas. En la medida en que las herramientas nos abren nuevas posibilidades de acción y de cognición sobre el mundo contribuyen al enriquecimiento de nuestra naturaleza y del universo de significados que nos son concebibles. Sin embargo -citando a Carr-, «las tecnologías digitales de la automatización, en lugar de invitarnos al mundo y animarnos a desarrollar nuevos talentos que aumenten nuestras percepciones y expandan nuestras posibilidades, tienen con frecuencia el efecto opuesto. Están diseñadas para desalentar. Nos alejan del mundo (…) la pantalla, con todos sus estímulos y tentaciones, es un entorno de escasez: veloz, eficiente, limpio, pero que revela solo una sombra del mundo».
Es lo que supo detectar Chesley Sullenberger desde la pericia de quien conoce su oficio; o lo que es lo mismo, desde el conocimiento significativo del mundo resultado de décadas de experiencia en la brega dialéctica con él. Él se percata de que una representación de la realidad no es la realidad; que en ésta el tiempo de reacción del piloto que ha de percibir y entender lo que pasa de improviso es determinante a la hora de juzgar cuál era la maniobra con posibilidades de éxito; que la experiencia del que sabe su oficio difícilmente es reducible a algoritmos, así como que el mundo al que pertenecemos por mor de nuestros cuerpos es un complejo entramado de significados que se revela en la trabajosa fricción que experimentamos en él y que se halla ausente en la amable realidad virtual.
La tecnología nos hace «posthumanos» o «transhumanos», se sostiene desde ciertos sectores intelectuales. Pero a la luz de nuestra historia como especie y de nuestra propia naturaleza hay que reconocerla como uno de los aspectos distintivamente humanos, como el arte. Ambos coinciden en tener su origen en el anhelo de trascendencia de la jaula del espacio y el tiempo a la que nos constriñe el cuerpo. De él surge una mente que desea más de lo que por naturaleza su ser material puede, y capaz de imaginar medios increíbles con los que expandir los límites del mundo a su alcance, así como transformarlo. Es esa tensión entre lo que el cuerpo puede y lo que la mente concibe como posible lo que dio origen a la tecnología y sigue inspirando su avance en nuestros días.
Pero esta profunda raíz antropológica que explica nuestra esencial actividad tecnológica da cuenta también del hecho de que las herramientas que creamos no nos dejan intactos a quienes las incorporamos a nuestra experiencia del mundo. De nuestra más íntima naturaleza brotan y a ella también afectan. Quizá no somos suficientemente conscientes de que el uso de toda herramienta conlleva elecciones morales y acarrea consecuencias morales; que se establece un vínculo entre la herramienta y el usuario, que es la base del talento con el que Sully hace frente al accidente. Tal vínculo lo haría imposible la introducción del ordenador, como sostiene Carr: «Cuanto más automatizado se vuelve todo, más fácil es ver la tecnología como una clase de fuerza extraña, implacable, que queda más allá de nuestro control e influencia. Tratar de alterar la ruta de su desarrollo parece fútil. Presionamos el botón de encendido y seguimos la rutina programada».
Que no haya malentendidos, que nadie vea aquí una declaración contraria al progreso tecnológico. Se trata de que también ante la tecnología cuando se erige en tótem es conveniente pararse a pensar, resistirse a seguir la «rutina del programa». Ésta es lo opuesto al librepensamiento, el cual ofrece la resistencia que nos mantiene vivos y lúcidos frente a cualquier fuerza, ya sea institucional, comercial o tecnológica, que nos convierte en extraños de nosotros mismos, es decir, que puede albergar en sí el peligro de la alienación.
Fuente:http://www.rebelion.org/noticia.php?id=221212
Fotografía: youtube