Por: Patricia Grela. 08/01/2025
La agricultura familiar es la forma predominante de producción alimentaria y agrícola en los países desarrollados y en desarrollo, ya que produce más del 80 por ciento de los alimentos del mundo en términos cualitativos. Dado el carácter multidimensional de la agricultura familiar, la explotación agrícola y la familia, la producción de alimentos y la vida en el hogar, la propiedad de las explotaciones y el trabajo, los conocimientos tradicionales y las soluciones agrícolas innovadoras, el pasado, el presente y el futuro están profundamente entrelazados (FAO e IFAD, 2019).
En 2019, el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura reconocía así las ventajas de la agricultura campesina y familiar ante los retos alimentarios y climáticos. Este modelo ofrece una mejor gestión de los recursos, del territorio y de los conocimientos necesarios para garantizar la seguridad alimentaria a nivel mundial.
Mi argumento es que el modelo agrario campesino puede aportar aprendizajes valiosos para organizar una estrategia revolucionaria que permita desarmar al capitalismo y construir un sistema alternativo. Centrándome en el caso gallego, trataré de establecer un paralelismo entre el desarrollo rural y el proyecto que queremos llevar a cabo.
El papel destacado del campesinado en la custodia del territorio, las relaciones culturales y socioeconómicas precapitalistas y la producción de alimento se debe a un modelo ancestral de agricultura familiar.
En las últimas décadas, este modelo va perdiendo terreno frente a la agricultura industrial. Éste se ha convertido en el organizador del sistema agroalimentario, lo que ha traído graves consecuencias ambientales, sociales, económicas y también culturales.
El proceso de desposesión ha ido más allá de los recursos y territorios. La usurpación de los modos de vida y de las formas de entender las relaciones fuera de la lógica del capital en las comunidades rurales, ha sido parte del avance del capitalismo.
A nivel climático, los datos que arroja el informe especial del IPCC (2019) no son los más esperanzadores. “El cambio climático afecta a la seguridad alimentaria del planeta disminuyendo las tasas de crecimiento animal, aumentos de enfermedades y plagas agrícolas y una pérdida de productividad que pone en riesgo la producción y acceso a alimentos, especialmente en las zonas más vulnerables”.
Enfrentarse a la industria agroalimentaria desde una cultura campesina que incluye “los conocimientos indígenas y locales será la clave para superar los desafíos combinados del cambio climático, la seguridad alimentaria, la conservación de la biodiversidad y la lucha contra la desertificación y la degradación de la tierra” (IPCC, 2019).
Conservar las prácticas solidarias y las lógicas que continúan en muchos pueblos y aldeas que siguen intentando que prevalezca su propia gobernanza por encima de las decisiones tomadas en los mercados, nos permitirá explorar nuevos modelos agrarios sostenibles, además de tejer resistencias ante el acaparamiento de recursos y la defensa de la soberanía alimentaria.
Una alternativa desde Galiza
La agricultura gallega tradicional se caracteriza por una gran dispersión parcelaria, el policultivo, el autoconsumo y una economía campesina basada en la lógica reproductiva.
Estas características trajeron consigo la interiorización de una idea de atraso que impedía la modernización y que tenía como consecuencia directa el empobrecimiento y el hambre. A pesar de esto, ha habido grandes defensores del minifundio como un tipo de ordenación territorial favorable para la adaptación a la diversidad de los agroecosistemas (Carreira y Carral, 2014).
Hoy contamos con estudios que demuestran su mayor productividad y su función alimentaria a nivel mundial.
La estructura general del minifundio gallego se acerca mucho a lo que hoy en día es considerado agroecologicamente ideal, ya que la multifuncionalidad solo emerge cuando los paisajes están dominados por cientos de parcelas pequeñas y biodiversas que pueden producir mucho más por unidad de superficie que las grandes extensiones (Altieri y Nicholls, 2008).
Las pequeñas parcelas y la gran distribución de su propiedad permiten que, a pesar de su actual tendencia al abandono, se pueda conservar una relación muy cercana con la tierra y con la producción de alimentos. A esto le unimos la existencia de una figura de origen germánico como es la propiedad comunal que consiste en “una comunidad vecinal que ejerce una soberanía usufructuaria sobre el territorio de monte alrededor del cual habita la mayor parte del año” con prácticas políticas que se basan en un sistema de gobierno “colectivo, democrático y basado en la asamblea de las comuneras” (Barros, 2019).
Estas prácticas, que enlazan con la economía moral de la que hablaban E. P. Thompson (1979) y James Scott (1977), se conservan en mayor o menor medida en las comunidades agrarias y las Comunidades de Montes en Man Común como una resistencia al avance de la economía de mercado donde sigue primando el beneficio de la comunidad por encima del económico.
La planificación agraria debe formar parte de algo más grande. En palabras de Mandel (2022), nuestra apuesta pasa por “una autogestión democráticamente centralizada sobre la base de la planificación socialista”. Combinar la autogestión donde el poder es ejercido, en este caso, por el campesinado y una planificación democrática del conjunto de la sociedad es fundamental para poder asegurar una soberanía alimentaria.
Son justamente estas lógicas “basadas en los conocimientos y prácticas de conservación y mantenimiento para las futuras generaciones” (Ferreiro y Vilalba, 2019) las que van a permitir una oportunidad de desarrollar un sistema ecosocialista.
Entender que la clase trabajadora va más allá de esa separación ficticia urbano-rural puede ayudarnos a configurar una alianza amplia de clase. En el caso de Galiza, un número nada despreciable de obreros y obreras tiene en el pueblo su lugar de residencia y se desplaza diariamente a trabajar en la industria, la construcción o los servicios. Esta relación del proletariado entre la ciudad y el campo no queda únicamente reducida a tener el medio rural como lugar de residencia, sino que una parte importante de la población trabaja también en la agricultura: mujeres que figuran como no activas, pensionistas y personas que figuran como ocupadas en otros sectores (Carreira y Carral, 2014).
Esta relación simbiótica del proletariado gallego entre lo urbano y lo rural no queda en una mera caracterización, sino que tiene un recorrido histórico que ha llevado en diferentes momentos a conformar alianzas y luchas de las que hoy podemos sacar provecho.
En el desarrollo del agrarismo, por ejemplo, el modelo de trabajador mixto en las inmediaciones de las ciudades gallegas tuvo una gran influencia en el fortalecimiento del sindicalismo revolucionario y en la evolución de los movimientos campesinos. “No es ninguna casualidad que las experiencias coetáneas decisivas de entonces –Unión Campesina, Solidaridad Gallega, Directorio de Teis– nazcan en las inmediaciones de las más importantes ciudades: Coruña y Vigo” (Durán, 1976).
Si algo podemos sacar como aprendizaje del pronunciamiento campesinista, es la conciencia de que solo expandiéndose podían subsistir. Precisamente fue lo que lo convirtió en una poderosa arma para romper unos esquemas sociopolíticos y culturales aislados por el poder caciquil y que se vieron sobrepasados por un movimiento que rompe con los límites tradicionales (Durán, 1976).
Despojarnos de estereotipos e inseguridades a la hora de plantear una política emancipatoria más allá de nuestros pequeños reductos, va a poner en peligro ese status quo. Entender que las distintas opresiones que nos atraviesan forman parte del mismo sistema hará que entendamos la lucha por el derecho a la vivienda y la defensa del territorio como única; que la lucha por los servicios públicos está en todas partes y que el movimiento ecologista, sindical y campesino, en apariencia antagónica, puede caminar de la mano a través de un programa de transición ecológico y socialista.
Patricia Grela es Diplomada en Educación Social, ha colaborado en iniciativas de Desarrollo Rural y proyectos de Educación para el Desarrollo. Forma parte de Anticapitalistas Galiza.
Referencias
Altieri, Miguel y Nicholls, Clara (2008) “Los impactos del cambio climático sobre las comunidades campesinas y de agricultores tradicionales y sus respuestas adaptativas” Agroecología 3, pp. 7-28.
Barros Alfaro, Lara (2019) “Montes veciñais, mulleres e un ecofeminismo posible”. En VV.AA. Proxecto Batefogo (Coord.) Árbores que non arden. Vigo: Catro Ventos.
Carreira Pérez, Xoán Carlos e Carral Vilariño, Emilio (2014) O pequeno é grande. A agricultura familiar como alternativa: O caso galego. Santiago de Compostela: Através.
Durán, José Antonio (1976) Agrarismo y movilización campesina en el país gallego (1875-1912). Madrid: Siglo XXI.
FAO e IFAD (2019) Decenio de las Naciones Unidas para la agricultura familiar 2019- 2028. Plan de acción mundial.
Ferreiro Santos, María y Vilalba Seivane, Isabel (2019) “As mulleres labregas: pasado, presente e futuro do rural”. En VV. AA. Proxecto Batefogo (Coord.) Árbores que non arden. Vigo: Catro Ventos Editora.
IPCC (2019) Resumen para responsables de políticas. En: El cambio climático y la tierra: Informe especial del IPCC sobre el cambio climático, la desertificación, la degradación de las tierras, la gestión sostenible de las tierras, la seguridad alimentaria y los flujos de gases de efecto invernadero en los ecosistemas terrestres.
Mandel, Ernest (2022) Autogestión, planificación y democracia socialista. Barcelona y Madrid: Sylone y viento sur.
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Fotografía: Viento sur