Por: Gustavo Duch. 01/09/2023
El autor imagina (y parodia) un Norte global que, como defensa frente a la agricultura industrial, opta por retirar de sus dietas todo tipo de vegetales
Frente a problemas tan graves como el avance de la desertificación, el calentamiento global y la pérdida de población rural, el trabajo de muchas personas y organizaciones estaba consiguiendo que, poco a poco, la ciudadanía tomara conciencia de la relación entre estos fenómenos y una alimentación basada en vegetales (cereales, frutas, verduras u hortalizas) producidos por una agricultura industrial que funciona castigando a la tierra, dependiendo y abusando del petróleo y entregando enormes extensiones de territorios a las garras del monocultivo. De estas y otras realidades ligadas a la agricultura intensiva se generó abundante y buena información, como la explotación laboral en algunos de estos cultivos vegetales o el expolio de recursos que suponían para países del Sur global. La sociedad más sensibilizada empezó a memorizar argumentos y datos relevantes, como la cantidad de pesticidas que se usa en la producción de un kilo de tomates o el porcentaje de emisiones que representa traer estos alimentos desde países lejanos en cualquier época del año.
Además, la sinrazón de esos sistemas industriales en la producción de vegetales no parecía tener freno. Cada vez más tipos de cereales provenían de tecnología transgénica, como el maíz, la soja y, últimamente, el trigo. “Es inaceptable la producción de estos cultivos preparados para ser fumigados con pesticidas que acaban con la biodiversidad local y afecta a la salud de las personas”, se esgrimía con mucha razón. La llamada agricultura digital o inteligente se presentaba como una solución pero solo hacía que maximizar los mismos problemas.
Ante la presión social, las administraciones empezaron tímidamente a tomar partido a favor de los modelos de producción alimentaria “alternativos” que tan arrinconados habían quedado frente al poder de la industria vegetal. Muchas pequeñas campesinas y campesinos agroecológicos pensaron que, por fin, las cosas iban a cambiar. En sus cabezas se proyectaron imágenes de mercados locales repletos de personas adquiriendo las variadas y sanas producciones que en cada temporada producen gracias al trabajo en equipo, la energía gratuita del Sol y la colaboración desinteresada de las abejas.
Pero no fue así.
Algunas personas, mayoritariamente urbanas y del Norte global, pensaron que tenían que ir más lejos y ser más estrictas, así que optaron por retirar de sus dietas todo tipo de vegetales. Esgrimieron que alimentarse de frutas es una cacería de cachorros de árboles. Ingerir cereales es comerse directamente embriones, semillas, vidas por nacer. Y cocerlos a fuego lento, es una tortura. Que una coliflor o una alcachofa es comerse una flor, en la flor de la vida. Que a las madres de los tomates, las amordazamos y esposamos a cañas, privándolas de moverse al ritmo del viento. Incluso los brotes que con esfuerzo van pariendo, así que alcanzan sus primeros centímetros, se los amputamos…
Y aún más, de sus posturas éticas hicieron una lucha política a escala global. Crearon oenegés y partidos políticos en favor de este nuevo movimiento, el vegetalismo, para afectar a las diferentes administraciones con el fin de que se prohibieran los alimentos vegetales, vinieran de donde vinieran y sin diferenciar cómo habían sido producidos. En sus manifiestos repetían que se debían buscar alternativas radicales, como por ejemplo proteínas sintetizadas en laboratorios, que afirmaban que no solo eran modelos incruentos sino que también eran verdaderamente sostenibles.
En una sociedad narcisista como la nuestra, era esperable que finalmente este movimiento consiguiera ser tendencia en las redes sociales, donde abundaban las selfies que los internautas se hacían junto a plantas de pimientos y berenjenas que cuidaban en sus casas, no para comerlas, sino como vegetales de compañía. Tendencias que no pasaron inadvertidas a las grandes multinacionales de la alimentación. De hecho, en muy poco tiempo ya controlaban el mercado de alimentos sin vegetales como las ensaladas sin lechugas ni tomates, o las tortillas de patatas sin este tubérculo, pero que conseguían un aspecto, textura y sabor muy similar a los originales.
Así es como fue. La prepotencia de juzgar a la vida en lugar de, simplemente, vivir dentro de la vida, volvió a triunfar.
Gustavo Duch. Licenciado en veterinaria. Coordinador de ‘Soberanía alimentaria, biodiversidad y culturas’. Colabora con movimientos campesinos.
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Fotografía: Rebelión