Por: Venkatesh Rao. 23/04/2021
Venkatesh Rao escribe, motivado por la inspiradora coincidencia entre la eclosión de la pandemia de COVID-19 y el oscurecimiento de la estrella Betelgeuse, sobre cómo el virus y las medidas antipandémicas deforman nuestra misma experiencia del tiempo, haciéndonos abandonar el tiempo de Cronos para penetrar el tiempo de Kairós por el pasadizo del tiempo de Eón.
Aprincipios de febrero de 2020, al tiempo que la COVID-19 se propagaba rápidamente por el mundo, un fenómeno mucho más dramático en términos absolutos se desencadenaba en los cielos: el repentino oscurecimiento de la estrella roja supergigante Betelgeuse.
Betelgeuse es lo que se conoce como una estrella variable: un reloj natural cósmico que muestra un patrón complejo, imperfectamente predecible, de oscurecimiento e iluminación provocados por múltiples fenómenos estelares laxamente relacionados, al igual que la gripe estacional acá en la Tierra. ¿Era aquel oscurecimiento un fenómeno anómalo, o una fase regular de su variación?, se preguntaban los astrónomos. ¿Estaba, tal vez, Betelgeuse a punto de convertirse en supernova, como la teoría astrofísica predice que algún día ocurrirá?
Las estrellas variables con ritmos inestables son comunes, pero las supernovas son lo suficientemente raras y relevantes como para contar como acontecimientos históricos incluso a escala cósmica, al igual que las pandemias a la escala terrestre. Entre otras cosas, dispersan a su alrededor núcleos pesados que siembran los planetas y la vida misma de un modo que inspira la aseveración poética de que todos estamos hechos de polvo de estrellas.
De sólo nueve supernovas observables a simple vista da testimonio el registro histórico, la más reciente de ellas SN 1987A, que sólo fue visible en el hemisferio sur. La siguiente más reciente, SN 1604, o estrella de Kepler, fue observada por Johannes Kepler en 1604, unos años antes de la invención del telescopio. Betelgeuse es uno de los candidatos más prominentes para convertirse en el número 10.
Entre el oscurecimiento de Betelgeuse y el surgimiento global simultáneo de la COVID-19 había curiosos paralelismos: sendas alteraciones de los ritmos familiares y reconfortantes, en ambos casos con un potencial apocalíptico latente. Si dos acontecimientos tales hubieran coincidido en la antigüedad, nuestros ancestros más atentos a la astrología se hubieran inquietado mucho. Betelgeuse está a unos 700 años luz de distancia, de acuerdo con las estimaciones más recientes, lo que significa que el oscurecimiento que observamos en febrero del año pasado ocurrió en realidad más o menos en el tiempo en el que la Peste Negra daba la vuelta al mundo.
Tanto si las estrellas presagiaron nuestra situación presente como si no, el futuro próximo anuncia una temporalidad distorsionada, influenciada por la progresión de la COVID-19 a lo largo del mundo. Como el tiempo distorsionado en torno a una estrella supergigante convertida en supernova, colapsada después en forma de agujero negro, el tiempo pandémico es de todo menos normal.

Lo global y lo local
El tiempo pandémico es una experiencia del tiempo cuya característica más notable, para la mayoría de nosotros, es su naturaleza radicalmente descentralizada, acelerada y atomizada. La mayor parte de nosotros lo experimenta en el espléndido aislamiento del confinamiento forzoso, cercenadas quirúrgicamente por las autoridades públicas nuestras conexiones con formas de vida compartidas. En ausencia de las fuerzas homogeneizadoras de la vida comunitaria, nuestras experiencias individuales del tiempo pandémico vienen determinadas por las particularidades de situaciones individuales enormemente variopintas. Esto es lo que hace a la COVID-19 tan diferente de otras crisis globales de la memoria viva. En todas partes la experiencia de lo local cobra la forma de una participación significativa y altamente personal en algo que va mucho más allá del mero espectador.
Durante la crisis de los rehenes de Irán de 1979-1981, que duró 444 días, por ejemplo, Walter Cronkite concluía memorablemente cada emisión con un recordatorio del número de días que duraba ya el cautiverio de los rehenes. El tiempo de aquella crisis era un espectáculo globalmente compartido, pero no disruptivo para todos, sino sólo para el puñado de individuos atrapados en Teherán. La importancia global de los acontecimientos iraníes se derivaba, no de la idea de que la crisis pudiera presentarse literalmente en la puerta de uno, sino del telón de fondo narrativo compartido que era la Guerra Fría.
La COVID-19, a diferencia de la crisis de los rehenes, la caída del Muro de Berlín, el 11-S, la crisis financiera de 2008 o incluso el SARS, afecta casi simultáneamente a siete mil quinientos millones de personas en sus casas (excepto, claro está, a los sintecho). Se nos obliga a aquello que los gurúes de la gestión conminaban hacer a los directores ejecutivos en los años ochenta: pensar globamente, actuar localmente.
Virtualmente, cada uno de nosotros experimenta el tiempo pandémico de manera distinta. Incluso en un mismo edificio de apartamentos, cada uno de los vecinos experimenta una temporalidad diferente. En un piso encontramos a un soltero extrovertido sufriendo el trauma de la soledad del teletrabajo; en la puerta contigua, a unos padres obligados súbitamente a hacer malabares con la crianza y el trabajo; al final del pasillo, a un inmigrante que utiliza WhatsApp para conocer la situación de los miembros de su familia en el otro confín del planeta, de pronto inalcanzables físicamente debido a la prohibición de viajar. Incluso los miembros de un mismo hogar experimentan el tiempo pandémico de manera diferente.
En estos días, aprendemos que entender el tiempo como una experiencia compartida sólo es tan útil como la coordinación de experiencias locales que ello permita. En el contexto de la alteración material de la vida a la sombra de la COVID-19, el registro del tiempo en la forma de un gráfico global de estadísticas agrupadas parece sin sentido en el mejor de los casos, y una más peligrosa distracción de acontecimientos locales más urgentes en el peor. Pero ha aparecido un modo diferente de coordinación temporal global: uno basado, no en longitudes, ni en la pompa de acontecimientos como las Olimpiadas, sino en el flujo de información significativa de brote vírico a brote. Los brotes más antiguos sirven como máquinas del tiempo para los nuevos; máquinas que forman, alrededor del mundo, lo que los matemáticos llaman un gráfico acíclico dirigido: una fina red de flechas que apuntan desde acontecimientos actuales en algunos lugares a acontecimientos futuros en otros.
Una red de máquinas del tiempo pandémicas
Durante las primeras semanas de la pandemia, en medio de los chistes de padre sobre el olvido del día de la semana y preciosas reflexiones poéticas sobre la deformación de la experiencia del tiempo, cierta idea se propagó con particular rapidez por todo Occidente: la metaforización de Italia como una máquina del tiempo que nos mostraba nuestro futuro. En lugar de GMT más tantas horas, o menos, o la cuenta atrás de los Juegos Olímpicos de Tokio, la línea temporal que contaba era Lombardía más tantas semanas, o menos.
Para que esta metáfora de la máquina del tiempo tenga sentido, deben darse dos condiciones. En primer lugar, los acontecimientos desplegados en cada punto caliente de la pandemia deben desarrollarse con el tipo de abrumadora certeza escatológica que nos permite visualizar con nitidez nuestro propio futuro inevitable en el presente de dicho punto caliente. Existe, de hecho, una palabra para esto: zemblanidad, lo opuesto a la serenidad. El tiempo de la pandemia está impregnado de zemblanidad; es una temporalidad encauzada por un cierto sentido de perdición con posibles y previsibles mitigaciones, pero no del todo evitable. En segundo lugar, debemos identificarnos subjetivamente con los seres humanos que habitan el punto caliente. El tiempo pandémico está teñido de subjetividad. La simpatía despertada en Occidente por los médicos y enfermeras exhaustos, por sus rostros magullados por mascarillas demasiado apretadas, resultó ser un impulsor importante de una respuesta occidental más amplia.
La distancia cultural importa en la red de máquinas pandémicas del tiempo que determina en este momento la conciencia temporal global. En Estados Unidos, el hecho de que la pandemia estallara en China, un país culturalmente distante, la marchamó inicialmente como algo que le ocurría a otra gente, lo que probablemente determinó la respuesta. Italia, sin embargo, es tanto étnicamente europea como una democracia liberal, con patrones de gobernanza y vida familiar equiparables a los estadounidenses. Las imágenes procedentes de Italia constituían visiones del futuro del estadounidense medio como no lo habían hecho las provenientes de Wuhan.
Por supuesto, las experiencias individuales no tienen por qué coincidir con la geografía. Mi propia experiencia como migrante reciente de Los Ángeles a Seattle, el primer brote estadounidense, con mi familia de la India viviendo mi pasado de semanas atrás, y mi suegra coreana visualizando un futuro alternativo en la televisión coreana, se describe mejor como una suerte de esquizofrenia temporal.
Dondequiera que uno se encontrase en febrero de 2020, y fueran cuales fueran las máquinas del tiempo a través de las que visualizaba sus futuros posibles, le quedaba claro que cuando la COVID-19 arribase a su puerta, trastornaría la vida normal en mayor o menor grado y de una forma totalmente predecible: tensando los recursos sanitarios más allá de sus límites y, a falta de suficiente infraestructura de prevención, tratamentos o vacunas, llevando a práctica el único mecanismo a mano para configurar las condiciones de asedio interno que caracterizan el tiempo pandémico, esto es, la distancia social.
Un reloj distribuido del Juicio Final
Durante las primeras semanas de la pandemia, el futuro, normalmente tan difícil de predecir, comenzó a advenir con la lógica, maravillosamente simple, de una cuenta atrás para el Juicio Final. El virus no podía ser intimidado o detenido; no era posible deliberar o negociar con él. Lavarse las manos y cerrar las fronteras no era suficiente. Sólo una medida, determinada por su forma de propagación, era posible: la distancia social. Cada punto caliente que insurgía en el mundo encaraba una elección idéntica al conectarse a la red global de máquinas pandémicas del tiempo: o se aplanaba la curva por medio de un distanciamiento social tan amplio como fuera posible, o se abocaría al país al sino de Italia, posiblemente en forma agravada.
Tal bifurcación dio lugar a un desfile múltiple de puntos calientes separados por protocolos de distanciamiento distintos, conectados por enlaces de máquina del tiempo. Cada sendero descendente hacia el futuro, al corazón tenebroso del tiempo pandémico, estaba marcado por un enfoque administrativo singular del distanciamiento social. Si el tiempo pandémico tiene husos horarios, lo que delimita éstos es un patrón compartido de contención y mitigación. En lugar de longitud al este u oeste de Greenwich, lo que determina la experiencia local de la temporalidad pandémica es la eficacia del modelo de contención elegido por su gobierno. Visualizamos nuestro porvenir en el presente de puntos calientes con modelos y condiciones similares a los nuestros, que han avanzado más en el descenso hacia el tiempo pandémico.
La predictibilidad del futuro zemblano y la simplicidad del único esquema de control utilizable significaban que todos los futuros posibles podían ser modelados con la precisión matemática de cuánto se girase el mando rotatorio, único disponible. Los modelos podían actualizarse a medida que se fueran recabando nuevos datos que posibilitaran el afinado de las predicciones. El futuro podía, no sólo ser predicho, sino alterado a conciencia. La red de máquinas del tiempo no sólo permitía la visualización de futuros diferentes: también su selección.
Como muchos líderes políticos de todo el mundo descubrieron con horror, se los abocaba a una elección que nadie en su sano juicio desea hacer: decidir, girando un mando, a cuántas personas matar, y a qué coste económico. El reloj distribuido del Juicio Final es también una máquina distribuida del Juicio Final.
El tiempo bajo asedio
El distanciamiento social, respuesta inevitable a una amenaza ineludible, procura la sensación de hallarse bajo asedio que es propia del tiempo pandémico. El incremento de la distancia física, que amengua la capacidad del virus para saltar de una persona a otra, también redunda en un número dramáticamente reducido de encuentros sociales en calles y cafés, o en torno a los dispensadores de agua de las oficinas: encuentros en los que, como la especie profundamente social que somos, ciframos la creación y el mantenimiento de nuestro sentido del tiempo. Si no fuera por el efecto paliativo de las interacciones online y las videoconferencias, el tiempo pandémico podría ser tan traumático como un confinamiento en solitario puro y duro.
En el tiempo pandémico, los flujos individuales de conciencia que anclan la percepción subjetiva del tiempo no pueden converger y divergir libremente, moldeados por experiencias sociales compartidas en espacios físicos comunes: sólo les es dado recurrir a experiencias digitales compartidas y a extrañas expediciones a las tiendas de comestibles, acometidas en el ambiente novedosamente hostil de un planeta cuya pertenencia a la clase M (para los no trekkies: los planetas habitables) está ahora en cuestión. En lugar de trajes espaciales, utilizamos mascarillas y miramos a otros seres humanos con susceptibilidad. En lugar de ser conducidos de vuelta a casa por Scotty, nos sometemos a elaborados rituales de descontaminación a nuestro regreso a la base, para desprendernos de tribbles invisibles. Y seguidamente —una vez desinfectados nuestros teléfonos—, posteamos en nuestras redes sociales fotografías de las extrañas estampas que hemos presenciado: las persianas bajadas de una economía comatosa; extraterrestres enmascarados; marcas de distanciamiento de dos metros pintadas en las aceras y, sobre todo, vacío.
Las experiencias individuales son hasta ahora tan variadas como las situaciones personales. Para mí, las horas transcurren lentamente, pero los días pasan rápido; la semana pasada parece remota, y el mes próximo, futuro lejano. Febrero, por supuesto, es ahora prehistoria. Para amigos con hijos pequeños, en cambio, la experiencia ha sido diferente; una suerte de regreso a los ritmos laborales de centurias anteriores, basados en la superposición, en el mismo lugar, del cuidado infantil y la producción económica. Para aquéllos cuya profesión es considerada un servicio esencial (empleados de supermercado, transportistas, policías…), el tiempo pandémico ha sido un período de esfuerzos extenuantes e ingratos para servir a los más privilegiados en sus reductos resistentes al virus. Y para la minoría más crucial (equipos de limpieza, enfermeras, médicos, trabajadores de funeraria…), un frenesí de preparaciones lamentablemente insuficientes e infrafinanciadas durante la calma previa a la tormenta, y después, la abrumadora oleada de tormentas en sí.
En cualquier caso, al igual que sucede en la guerra, son las experiencias y percepciones a gran escala de la mayoría, guarecidos por la relativa seguridad de la retaguardia, lo que ha moldeado de manera principal el esfuerzo contra el virus. La experiencia de los civiles en el Londres asediado de la segunda guerra mundial fue ahormada por las sirenas antiaéreas y los refugios bajo tierra; pero, para nosotros, la del COVID-19 viene determinada por la orden de permanecer en casa y el dogal de ansiedad de las situaciones financieras cada vez más comprometidas.
En Estados Unidos, un episodio notable que marcó la entrada de la nación en el tiempo pandémico giró en torno a las aspiraciones de Donald Trump de reabrir el país para la Pascua, invocando imágenes de iglesias repletas que alegraron a algunos religiosos conservadores, pero desesperaron a los funcionarios de sanidad e hicieron al gobernador de Maryland, Larry Hogan, acusar al Gobierno Trump de operar con un «reloj imaginario». Pero, por una vez, ni siquiera Trump fue capaz de distorsionar la realidad a su beneficio, para adaptarla a su relato y a sus planes. El virus no respetaba su reloj imaginario; no podía adjudicarle un apodo burlesco que lo avergonzara y lo recondujera hacia la sumisión y la retirada. No bastaba su voluntad para deshacerse de él. Como dijo entonces Anthony Fauci, complemento diplomático de Trump, con su característico realismo discreto, «uno no marca los tiempos: es el virus quien los marca». Para la semana siguiente, el propio Trump había asumido el tiempo pandémico.
Como en una ocasión dijera Lenin, hay décadas en las que no sucede nada y semanas en las que suceden décadas. Quizás el tiempo pandémico se entienda mejor como una sucesión implacable de semanas deceniales que durará meses en todo el mundo, forzando reconciliaciones en los libros de contabilidad históricos de los debes y los haberes kármicos amontonados a lo largo de los siglos, de maneras que sólo podemos comenzar a adivinar.
Todo esto no es algo que los humanos seamos capaces de soportar indefinidamente; y, por suerte para nuestra cordura, en la naturaleza, los procesos físicos exponenciales acaban topando límites y colapsando. De un modo u otro, cada dinámica exponencial, ya sea una pandemia o la explosión de una estrella, acaba alcanzando un techo. La Tierra es una enorme placa de Petri que contiene siete mil millones y medio de víctimas potenciales de la COVID-19, pero una placa limitada en cualquier caso. Como nuestras máquinas del tiempo han ido revelando ya, el tiempo pandémico terminará tan seguro como ha de comenzar. Pero salir de él es un poco más complicado que introducirnos.
La cuadrilla vírica
Si el advenimiento de la pandemia consistió en un corto período de crecimiento exponencial y la aparición de una vasta red de máquinas del tiempo, su final lo estará por un lapso más largo de desconexión oscilatoria del virus. Juntos, esos dos períodos conforman un arco narrativo del tiempo pandémico en dos actos, que Tomás Pueyo ha bautizado poéticamente como martillo y danza. El martillo es el primer acto, marcado por la adopción de medidas expeditivas de distanciamiento en grandes territorios, que conduce a un primer pico de casos y muertes. La danza es el segundo, que ya ha comenzado en zonas de Asia, Europa e incluso Estados Unidos. Si Italia fungió como la máquina del tiempo principal del primer acto, Singapur lo es del segundo: un período marcado por el aflojamiento y el endurecimiento intermitentes de las medidas de mitigación. En el segundo acto, el tiempo no está marcado ni por el tictac constante de los relojes ordinarios, ni por el reloj acelerado del recuento exponencial de casos que marca el primer acto. Lo está en cambio por la danza con el virus, que recuerda a la cuadrilla de la Langosta de Alicia en el país de las maravillas:
—…se avanzan dos pasos…
—¡Cada uno con una langosta de la pareja! —exclamó el Grifo.
—¡Por supuesto! —concedió la Tortuga Artificial, y continuó—: Se avanzan dos pasos, se forman las parejas…
—…¡se cambia de langosta y se retiran en el mismo orden! —prosiguió el Grifo.
—Al llegar a este punto —continuó la Torguga Artificial—, se lanzan las…
—¡Langostas! —gritó el Grifo, entusiasmado, dando un salto por el aire.
—…lo más lejos que se pueda a la mar…
—¡Y a nadar tras ellas! —chilló el Grifo.
El baile al que he llamado cuadrilla de la Langosta está pensado para hundir R0 (el número promedio de infecciones provocadas por una persona) por debajo de 1 y expulsar al virus al océano de hostilidad microbiana que nos circunda, mientras se incrementa la vigilancia para gobernar el estado endémico. La mayoría de puntos críticos saldrán, probablemente, del tiempo pandémico bailando este baile. Cambiaremos un estresor agudo, que durará entre unas semanas y unos meses, por uno crónico que podrá abarcar incluso varios años, dependiendo de los progresos en la investigación de tratamientos y vacunas. Habremos abandonado un mundo regido por Cronos, el dios griego del tiempo lineal, global y objetivo medido por relojes, y llegado a uno gobernado por Kairós, dios del tiempo no lineal, local, subjetivo, medido por el flujo y reflujo de patrones locales de riesgo y oportunidad. La cuadrilla vírica no es sólo el acto final del tiempo de la pandemia, sino también el de apertura de todo un dilatado futuro.
El mundo hacia el que nos abocamos exige muchos bailes con las múltiples fuerzas imponentes desatadas por el Antropoceno. La cuadrilla vírica es simplemente el primero de cuantos un mundo gobernado por Kairós requerirá de nosotros.

El alzamiento de Kairós
Cronos fue el principal de los dioses griegos del tiempo, antepasado del Padre Tiempo o la Muerte, señor de los relojes, los cadáveres y el siglo XX, que porta una guadaña con la que cosecha las almas de los seres humanos cuando su tiempo ha llegado. Kairós, por su parte, suele asociarse con la plenitud de la vida y el espíritu del carpe diem. Se lo representa generalmente sosteniendo una balanza, y era para los helenos la personificación de los momentos críticos y la ponderación de riesgo y oportunidad. Kairós es el dios de la victoria y la derrota, del logro y el fracaso en los momentos cruciales, de los ciclos de consecución y catástrofe, de la adaptación ágil. Personifica el tipo de tiempo invocado en uno de los pasajes más famosos de Shakespeare, la escena III del acto IV de Julio César:
Existe una marea en los asuntos humanos
que, cuando se alza, nos conduce al éxito;
mas si pasar se deja,
todo el viaje de la vida transcurre
empantanado y mísero.
En esta pleamar
estamos ahora a flote nosotros,
y debemos
aprovechar la corriente cuando es favorable
o perder el cargamento.
Kairós, representado por las mareas, es una cadencia en los patrones de riesgo y oportunidad normalmente predecible, constante; pero también se manifiesta en ocasiones en ritmos y ocasiones anómalos y poderosos, en forma de tsunamis y oleajes.
Las mareas representan la agregación de fuerzas diversas (el tirón gravitacional del Sol y de la Luna, los patrones climáticos locales y la actividad tectónica planetaria) que se alean en medio del océano que lame una determinada costa, imbuyendo allá el sentido local del tiempo de un significado distintivo. A diferencia de las cadencias del tiempo global y objetivo, ya sea éste marcado por relojes o variaciones en el brillo de Betelgeuse, los ritmos del mar marcan una hora local, subjetiva, y sobre todo a uno mismo y sus elecciones. Normalmente, tales elecciones versan sobre cuándo ir a surfear o a pescar, pero a veces se trata de huir de los tsunamis. En abril, un muy concreto tsunami se abalanzaba sobre alcaldes y gobernantes de todo el globo: una ola abrumadora de casos que colapsaba los hospitales; una marea que había de enfrentar a dilemas peliagudos a individuos concretos a medida que llegase a sus costas; de traducir un acaecimiento global en uno local.
Cada alcalde debió enfrentarse a una elección amarga en cuanto la pandemia se presentó en las costas de su ciudad: tomar medidas drásticas en el momento adecuado y prepararse para salir de la crisis bailando la cuadrilla de la Langosta o asumir el riesgo de picos fatales más o menos altos en un intento desesperado, ya de aferrarse a la vieja normalidad, ya de volver a ella demasiado pronto y demasiado completamente, sin cambios perdurables. Tal vez sea esta última tentación la que supone el riesgo mayor: tal vez un regreso a la vieja normalidad simplemente no sea posible. Más allá de la cuadrilla vírica y del período de reconstrucción, inevitablemente largo, que ha de seguirla, se extiende un futuro que no será como el pasado. Aunque las catedrales de Cronos seguirán existiendo (seguirán existiendo la Pascua, las Olimpiadas, la temporada de fútbol), cada porción del mundo está abocada a penetrar, a su propio ritmo, en una nueva época regida por Kairós. La cuestión es cómo de voluntariamente lo harán y cuán grande será el diezmo de almas que tributen a Cronos a modo de fianza de abandono de su reino.

El umbral de Eón
Voluntaria o involuntariamente, y cualquiera que sea su éxito o fracaso en la navegación por el desafío inicial de la era de Kairós, cada parte del mundo emergerá, tropezando y pesteañeando, en un paisaje radicalmente transformado. Podrá ser un paisaje cyberpunk de ciudades-Estado gobernadas por alcaldes que se hayan hecho acreedores del favor de Kairós durante el tiempo pandémico o un mundo desglobalizado de imperios en guerra los unos con los otros y emprendiéndola con latosos regionalistas. O tal vez sea algo completamente nuevo, jamás fabulado por futurista alguno. La única manera de averiguar lo que se encuentra al otro lado del umbral es atravesarlo.
Una tercera figuración helena del tiempo, Eón —representado a menudo con una versión del uróboros (una serpiente que se come su propia cola), y personificado, ya como un hombre joven, ya como uno anciano— encarna esta faceta liminar del tiempo pandémico como un umbral entre grandes eras históricas. Eón gobierna el tiempo y lo custodia desde fuera de él, incluso cuando Cronos y Kairós pugnan entre sí. Las semanas y meses que hemos pasado sumidos en el tiempo pandémico serán recordadas como un tiempo fuera del tiempo en sí, en el umbral de Eón.
En el aquí y ahora, para mí, mientras escribo esto en Los Ángeles, el umbral de Eón parece un pasadizo que se extiende desde febrero de 2020 hasta quizás agosto de 2021, umbral de la temporada de gripe subsiguiente. Para entonces, con suerte, dispondremos de una vacuna. Pero sobre un lienzo cronológico más grande, el tiempo pandémico marca el declinar de un ciclo que comenzó a expandirse hace alrededor de un siglo, en otro umbral de Eón: la gripe española. Mientras la primera guerra mundial y aquella epidemia arreciaban, Cronos se dilataba y Kairós menguaba. Hoy, mientras la COVID-19 se enfurece, Kairós, en cambio, se ensancha y Cronos empequeñece. Entre estas dos puertas se extiende el mundo familiar de la modernidad industrial; la fuente de lo normal a la que algunos tienen la esperanza de regresar, y otros ya descartan como un sueño irrecuperable.
El umbral situado al comienzo de este ciclo centenario fue quizás observado más clarividentemente que nadie por Virginia Woolf en un ensayo ilustre, El señor Bennett y la señora Brown, en el que la escritora consignó famosamente lo que sigue: «En diciembre de 1910, o por ahí, el carácter humano cambió». El ensayo —que estableció los principios artísticos que subyacen a la narrativa del flujo de conciencia, género literario en el que Woolf fue pionera— era sobre todo una declaración de que la naturaleza del propio tiempo había cambiado, y con ella, la misma naturaleza humana. El nuevo principio de realidad que gobernaba la condición humana no era un imperio en el que no se pusiera el sol, sino el tictac indetenible de un artilugio. El humano victoriano, gobernado por humanos monarcas, había dado paso al humano moderno timoneado por el emisario de Cronos: el reloj.
Woolf, nacida en 1882, escribió su ensayo en 1923, a los 41 años, después de la gripe española y de la primera guerra mundial. La electricidad, los automóviles, los teléfonos y los aviones eran, entonces, tan nuevos como lo son hoy los iPhones y las videoconferencias. Pero fue el reloj mecánico la invención que más se cernió sobre la imaginación de Virginia Woolf. En su primera novela, La señora Dalloway, por ejemplo, el relato muestra el motivo recurrente del tañido del Big Ben interrumpiendo el flujo de conciencia de los personajes.
La ubicuidad de los relojes, por supuesto, ya contaba décadas en aquel momento, y los de pulsera se habían vuelto populares durante la Gran Guerra. La hora media de Greenwich, introducida por la Conferencia Internacional del Meridiano en 1884, pertenecía a la memoria viva de Woolf, tal como el ordenador personal de IBM pertenece a la nuestra hoy. La fastuosa oleada de nueva tecnología desatada por la segunda revolución industrial había creado nuevos patrones de conectividad caracterizados por la sincronización profunda proporcionada por los relojes. Durante todo el resto de su carrera literaria, Woolf continuó lidiando con el creciente ascenso de Cronos, que ella y sus contemporáneos modernistas experimentaban como un asedio cada vez más intolerable de la subjetividad.
En nuestro fin de siglo del ascenso de Cronos, el tiempo pandémico puede verse como un umbral interpuesto entre el final de la era industrial y el inicio de la digital: una transición que comenzó a principios de los ochenta con la introducción del ordenador personal y el Network Time Protocol que gobierna el tiempo de Internet; se aceleró abruptamente con la introducción del iPhone en 2007, que catalizó un cambio de la naturaleza humana comparable al observado por Woolf en 1910, y ha entrado en su fase final con las transformaciones provocadas por la COVID-19. Nuestra fastuosa oleada de nueva tecnología también ha generado patrones de conectividad radicalmente nuevos, pero, a diferencia de los introducidos en el período previo a la gripe española, es una profunda desincronización lo que los caracteriza. Si Woolf y sus coetáneos habitaron un mundo que se adentraba en el reloj, nosotros vivimos uno que sale de él. Si el tiempo de Woolf anudaba relojes en las pulseras, el nuestro los desanuda.
Al nivel de lo prosaico, los cambios tipo antes y después establecidos merced al shock del tiempo pandémico son ya obvios. La característica más emblemática de la vida industrial —la jornada de trabajo para asalariados vinculados a una producción especializada que se desarrolla en un lugar concreto, con los niños enviados a centros de día denominados escuelas—, ha sido obliterada temporalmente, reemplazada casi en su totalidad, para una porción asombrosamente grande de la humanidad, por el teletrabajo y la educación en casa. Sospecho que muchos de quienes pertenecen a dicha porción no volverán atrás después de haber descubierto las ventajas de un nuevo mundo desincronizado; que no regresarán a la molienda relojera de oficinas y escuelas. Tratarán, en cambio, de mantenerse fuera del reloj para siempre, como migrantes permanentes en el reino de Kairós.
La experiencia del consumo se ha visto transformada también: nos hemos pasado en masa de la compra offline a la compra online, de la comida para comer a la comida para llevar, de los teatros y parques temáticos al entretenimiento doméstico. La era de los horarios fabriles y escolares y la cultura consumista construida alrededor de las tiendas minoristas toca a su fin. La era de los trabajadores de servicios esenciales resistentes a la automatización también lo hace. La próxima pandemia —y habrá una próxima pandemia— verá probablemente a los robots esenciales sobrepasando en número a los humanos esenciales de lo que a veces es referido como trabajos aburridos, sucios y peligrosos. Tales labores, como la precisión atómica de los relojes que las hizo posibles, serán desempeñadas crecientemente por máquinas.
El tiempo pandémico anuncia, de algún modo, un retorno a patrones preindustriales de vida, cuando el hogar era un robusto locus en el que coexistían las actividades domésticas, la crianza de niños, la educación, la producción y el consumo. Pero por lo demás nos hallamos en aguas inexploradas. Trabajadores regresando a casa no equivale a que la producción económica vuelva a sujetarse a una escala doméstica y a principios generalistas y localizados de organización. Que los niños aprendan en casa no tiene por qué significar que la escuela regrese a la esfera doméstica, transformada a gran escala en educación en familia o desescolarización, como algunos quisieran. Más gente horneando bizcochos para aliviar el estrés no significa un viraje sostenido de una infraestructura centenaria de consumo, conveniencia y especialización económica. Es la presencia de los medios digitales y la automatización en el cálculo lo que hace de éste el umbral de una condición humana fundamentalmente nueva, en lugar de una regresión hacia una antigüedad envuelta en nuevos ropajes.
El pestañeo de Betelgeuse
Hacia el principio de Julio César, una obra impregnada de simbolismo temporal (e introducida en mi cabeza por esa escuela industrial que bien puede ser ya algo del pasado), la esposa de César, Calpurnia, comenta lo siguiente a su marido, todavía vivo, sobre un cometa que refulge en el cielo: «Cuando muere un mendigo no aparecen cometas. La muerte de los príncipes inflama a los propios cielos».
Por cierto que el cometa de César no fue una invención shakespeariana. C/ -43 K1, nombre con el que los astrónomos lo conocen ahora, hizo aparición, de hecho, en el año 44 antes de Cristo y parece haber sido uno de los astros más brillantes de los que se tiene registro. Los romanos lo interpretaron como signo de la deificación de Julio César. En nuestro propio tiempo, en cambio, la atenuación de Betelgeuse atrajo escasa atención fuera de los círculos científicos a pesar de su coincidencia con la tumultuosa eclosión de la COVID-19 (que, a su vez, apenas distingue entre mendigos y príncipes). En aquél, habría sido vista como un presagio cósmico de acontecimientos históricos inminentes. Lo que sucede arriba, ocurre abajo, creían los herméticos filósofos de la antigüedad. Los modernos somos quizá demasiado sofisticados para nuestro propio bien: no nos interesan las vastas y salvajes fuerzas que la astrología, con toda su chaladura codificada, proporciona, ni la contemplación del tiempo profundo —tiempo de escalas geológicas y no humanas— que promueve. Pero tal vez sí podamos recuperar, en nuestro tiempo, una versión de la sensibilidad temporal de los antiguos, armados de un panóptico microbiano participativo que nos defiende contra al menos un tipo de riesgo existencial del que la contención parece, en este momento, fuera de nuestra capacidad. Ello es que Betelgeuse, ubicada a setecientos años luz de nosotros, no explotó en 1370. Si explotó o no en los siglos transcurridos desde entonces, tendremos que esperar para comprobarlo. Por lo que sabemos en este momento, la mitigación inusual observada en la Tierra en 2020 fue causada por nubes de polvo.
Llegará el día, tal vez el año que viene, quizás dentro de un millón de años, en que Betelgeuse explote de verdad, aunque no estemos aquí para verlo. Pero no será hoy. Un día, quizás el año que viene, tal vez dentro de unos pocos miles de años, se abatirá sobre la Tierra una amenaza apocalíptica a la que no seamos capaces de sobrevivir. Tal vez para entonces hayamos emprendido el camino de las estrellas y no estemos ya aquí, o tal vez simplemente abandonaremos la existencia, como otro víctima civilizada del gran filtro; una estadística cósmica. Pero no será hoy. Hoy, bailamos todavía nuestro camino fuera del umbral del tiempo pandémico, aguardando para emerger al otro lado de la puerta de Eón, hacia un nuevo mundo transformado.
Ya navegue uno guiado por la Pascua, las Olimpiadas, la temporada de fútbol, la narrativa liberal del progreso infinito, la reaccionaria del redescubrimiento de la grandeza histórica o la aceleracionista de abrazar un cambio desenfrenado en la esperanza de que él nos abrace de vuelta, no está a cargo de ella. Por ahora, es un virus quien está a cargo, invitándonos a pasar nuestra oleada local y bailar la cuadrilla vírica por un tiempo, pagar nuestras fianzas a Cronos y adquirir el visado para una nueva era gobernada por Kairós. Incluso cuando nos retiramos al más intenso período de domesticidad que, probablemente, jamás experimentará la mayoría de nosotros, la COVID-19 nos traslada, en un viaje salvaje y traumático, que nos dejará huellas en una psiquis parcialmente reforestada, hacia un nuevo eón. Pero ese nuevo eón está a muchas duplicaciones y danzas de distancia; a una eternidad en el tiempo pandémico. Así pues, por el momento, sé bienvenida al tiempo pandémico, población.
[Publicado originalmente por la revista Noema Magazine el 8 de junio de 2020. Traducción de Pablo Batalla Cueto]
[EN PORTADA: El centro del tiempo, por Aarrti Zaveri]
Venkatesh Rao es escritor, consultor de gestión y académico del Instituto Berggruen. Su trabajo se centra en la intersección entre tendencias tecnológicas, diseño organizativo y temporalidad.
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Fotografía: El cuaderno digital