Por: Gabriela Ivy. 02/05/2025
Además de los millones y millones de deuda, esta columna de opinión de Gabriela Ivy intenta responder cuál es el costo de acudir a este organismo en materia de género. Nada puede salir bien.
Ya sabemos que el pasado 10 de marzo, y por medio de un DNU, Javier Milei suscribió un nuevo acuerdo de préstamo con el Fondo Monetario Internacional (FMI). El gran problema, además de que desconocemos el monto de la deuda, consiste en que a diferencia de lo que muchas ciudadanas y ciudadanos piensan, el FMI no solo representa ser un acreedor con nuestro país, sino que crea injerencias en resoluciones de ejecución presupuestaria.
A ello se acerca la funcionalidad del FMI: es como un padre severo que nos quita libertad de acción, y como suele suceder en este mundo patriarcal, las primeras funciones que se recortan frente a una emergencia de fondos son las cuestiones relacionadas al género. Según un análisis de la economista Magalí Brosio, el Fondo Monetario Internacional ha incorporado en los últimos años una perspectiva de género en sus análisis y recomendaciones de políticas económicas. Reconoce que la igualdad de género puede impulsar el crecimiento económico, reducir la desigualdad de ingresos y fortalecer la resiliencia económica. Sin embargo, esta incorporación ha sido objeto de críticas por parte de activistas y académicas en el campo de la economía feminista. Se argumenta que, aunque el FMI promueve la igualdad de género en su discurso, las políticas de ajuste estructural que recomienda, como la reducción del gasto público y las reformas laborales, pueden tener efectos adversos en las mujeres, especialmente en el Sur Global.
Estas medidas podrían aumentar la carga del trabajo no remunerado y reducir el acceso a servicios esenciales, afectando negativamente la igualdad de género. Es decir que, en la teoría, el FMI coloca políticas para favorecer la igualdad de género, pero en la práctica resulta no ser así.
Esto es muy común desde las clases dominantes hacia las clases dominadas, sobre todo si además la presión del FMI se encuentra encadenada a un gobierno con características misóginas donde, antes de recurrir al Fondo, procedió a recortar las áreas vinculadas a mujeres y géneros: cerrar el Ministerio, echar a las personas trans que entraron por cupo, cerrar el INADI, desfinanciar los programas de salud reproductiva, quitar de los exámenes de residencia médica información relacionada a la IVE/ILE e infancias y adolescencias trans, derogar artículos de la Ley de identidad de género y un sinfín de ajustes producidos por una motosierra selectiva que tiene la mira en el género, no sólo como un concepto de desperdicio de dinero, sino como una forma de dominación masculina.
Sin ir más lejos, el FMI solicitó una reforma previsional que incluye el aumento de la edad jubilatoria para las mujeres (de 60 a 65 años) y la extensión de los años de aportes exigidos, que pasarían de 30 a 35 años. Estas medidas impactan especialmente en mujeres y disidencias, quienes son las más perjudicadas debido a su alta participación en empleos no registrados. Según datos del INDEC, el 24,6 % de las mujeres trabajadoras se encuentran en situación de informalidad laboral, frente al 21,4 % en el caso de los varones.
Además, se plantea la prohibición de la moratoria previsional, una herramienta que permitía regularizar aportes no realizados por empleadores, y que era fundamental para quienes no lograron completar los años requeridos. Esta medida también afectaría principalmente a mujeres y disidencias, quienes han sido históricamente más vulnerables a la informalidad y la precarización laboral.
Y ya es bien sabido que en un mundo capitalista se complejiza sobrevivir si “no hay plata”. Pero para lo que sí hay es para promocionar los congresos “celebrando” el día del niño por nacer, donde vemos a los pseudo profesionales de la salud justificando las atrocidades de la quita de derechos; donde el rector de la Universidad Católica Argentina (UCA), Miguel Ángel Schiavone, nos dice que la inserción de las mujeres en el mercado laboral es un fracaso, insinuando que las mujeres deben volver a la cocina y ser sometidas a la violencia económica del marido, nuevamente como objeto de dominación. Ahí es donde nos damos cuenta que realmente hay plata, pero que está orientada a desfinanciar los derechos conquistados. Y cuando vemos que el FMI no pone freno a volver a la inequidad de las políticas de género es donde nos damos cuenta que, en realidad y explícitamente, están dejando asentado que están a favor del accionar conservador y machirulo de esta gestión.
Porque además hay una transversalidad dentro de lo que representa la ampliación de derechos y el mercado. Una ampliación de derechos no implica un alto costo: por ejemplo, lo que concierne a la Ley de identidad de género es tan ínfimo que ni siquiera es considerado dentro de los gastos presupuestarios. Tampoco implica un alto costo cumplir con el cupo laboral travesti trans: una persona es contratada por medio de un DNU, accede a un monto de dinero en contraprestación de su plusvalor y beneficia a mover al mercado, obtiene dinero, consume y, por ende, la rueda económica se va retroalimentando. Por lo tanto, una persona que no tiene acceso al mercado laboral, deja de ser consumidora y, a la vez, pasa a la clandestinidad.
Mi objetivo al mencionar esto no solo es militar la inclusión travesti/trans en la sociedad, sino también demostrar que hacer foco en las políticas de género con la excusa de que son un gasto es una desinformación propia de un sistema de gobierno que busca promover la supremacía de las masculinidades. Es más, es mayor el gasto estatal que se deduce de un varón cis heterosexual yendo a jugar a la pelota y accidentándose ―que no solo implica la ambulancia que lo pasa a buscar, sino la internación en un hospital público― que distribuir hormonas a las personas trans que así lo deseen.
En otra línea, las mujeres en el mercado laboral no solo promueven el consumo. Si prestamos atención, veremos que los productos mencionados como “femeninos” ―bajo el constructo social― son más caros que los “masculinos”, sin mencionar que los productos de higiene como toallitas y tampones no son cubiertos por obras sociales y prepagas. Esto refuerza la idea de que, en realidad, el inconveniente de mujeres y disidencias siendo independientes es una clara amenaza para las masculinidades que, sin esfuerzo alguno, llegan a lugares de poder: son dueños de empresas, presidentes de una Nación o voceros presidenciales.
Como dijo Simone de Beauvoir: “No olvidemos jamás que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados. Estos derechos nunca se dan por adquiridos, deberemos permanecer vigilantes toda nuestra vida”.
Al fin y al cabo, no estamos frente a una discusión presupuestaria sino frente a una decisión ideológica. No se trata de falta de recursos, sino de una voluntad política clara de desmantelar derechos conquistados en nombre de una supuesta eficiencia económica que no es más que una coartada para reinstalar jerarquías patriarcales.
La gestión de Javier Milei no solo recorta fondos: libra una verdadera batalla cultural orientada a instaurar un modelo social conservador, donde los cuerpos feminizados y disidentes vuelvan a ser subordinados al poder masculino. En este sentido, las recomendaciones del FMI en materia de género, tan modernas en el discurso pero cómplices en la práctica, no son más que puro humo. La transversalidad de los derechos no es negociable y desfinanciar políticas de género no es una medida económica. Porque lo que está en juego no es solo un Ministerio o una Ley, sino el derecho a existir con dignidad en un mundo que nos quiere fuera del juego.
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Fotografía: Feminacida