Por: Guadalupe Bécares. Ethic. 26/09/2019
Las cartas perfumadas han pasado a mejor vida: las redes sociales son el nuevo escaparate de los sentimientos en la líquida sociedad moderna. Sin embargo, los psicólogos advierten que no es felicidad todo lo que reluce y que la sobreexposición digital también tiene consecuencias -y riesgos- para las relaciones de pareja.
Pero el amor, esa palabra…» escribía Julio Cortázar en el comienzo del capítulo 93 de la eterna Rayuela. En él, como en el resto de la novela, un atropellado Horacio aborda uno de los temas que más han preocupado al ser humano desde el principio de los tiempos: el amor.
Aunque se ha usado como excusa para cometer barbaridades injustificadas, atroces y que poco tienen que ver con él, es quizá el sentimiento humano por naturaleza. Al igual que la muerte, el amor nos iguala a todos, a los ricos y a los pobres, parafraseando al Dalái Lama. En tiempos de cuestionamiento del llamado amor romántico, bajo cuyo paraguas se han cobijado actitudes, cuando menos, peligrosas –recordemos, antes de usarlos como ejemplo amoroso, que la historia de Romeo y Julieta duró tres días y causó el doble de muertos–, nuestro comportamiento a la hora de enamorarnos y desenamorarnos también ha cambiado.
Si consiguiéramos una máquina del tiempo que trajese a nuestros días a una pareja de tortolitos de la Edad Media o, sin irnos tan lejos, de los años cincuenta del pasado siglo, probablemente no sabrían qué hacer para mostrar su interés sentimental por el otro. Ahora no hay cartas manuscritas y fogosas, ni trovas de amor bajo la ventana (salvo que seas aficionado a la tuna), peticiones de mano rimbombantes al padre de la novia ni demás tradiciones amorosas que pervivieron durante siglos. Sin embargo, la tecnología nos ha dado una poderosa herramienta para el cortejo moderno: las redes sociales.
Según el estudio Digital 2019: Global Digital Overview llevado a cabo por We are Social y Hootsuite el pasado mes de enero, Instagram es la red social con mayor crecimiento: ha logrado duplicar su número de cuentas en apenas dos años y supera ya los 1.000 millones de usuarios al mes. De ellos, la mayoría son jóvenes de edad comprendida entre los 18 y los 34 años y más de la mitad utilizan la aplicación a diario. Y, precisamente, aquellos que han nacido con las nuevas tecnologías y las redes integradas en su personalidad son quienes más expuestos están a las complicaciones (digitales) en las relaciones humanas.
Hace poco más de dos años, Tania Rodríguez Salazar y Zeyda Rodríguez Morales, investigadoras de la Universidad de Guadalajara (México), publicaron El amor y las nuevas tecnologías: experiencias de comunicación y conflicto, un artículo que recoge los resultados del estudio llevado a cabo con un grupo de jóvenes donde analizan cómo las redes amplían las zonas de observación y vigilancia del otro, y refuerzan ciertos componentes del modelo del amor romántico.
«El amor no solo tiene una dimensión personal, es una emoción que está sujeta a significados compartidos que establecen pautas sobre quiénes merecen amor, cuáles son las cualidades que deben poseer las parejas, cuándo y cómo se expresa y qué comportamientos son necesarios para conseguirlo y mantenerlo hacia alguien en grupos sociales específicos. El amor está sujeto a dinámicas socioculturales que le imprimen sentidos particulares y que habilitan a los miembros de una comunidad para vivirlo y juzgarlo», explican las investigadoras.
De su trabajo se desprende la coexistencia de dos grandes tendencias relacionadas al uso de las tecnologías afectivas: una que tiende a liberar la búsqueda de la pareja y ampliar el espectro de parejas potenciales, facilitando el emparejamiento con los demás; y otra que tiende a la pervivencia de mecanismos de control, que incrementa las sospechas y la vigilancia. «Los jóvenes tienen mayores opciones tecnológicas para explorar el mundo de las personas que les interesan, de sus experiencias y amistades, sin la necesidad de consultarlas directamente, y estas opciones son generadoras de conflictos en relaciones iniciales o establecidas. Los jóvenes toleran o minimizan muchos de los actos de control a través de las tecnologías de comunicación, además que los practican con escaso sentido autocrítico. Las normas que regulan los usos de esas tecnologías en las parejas todavía son muy laxas y los jóvenes no han encontrado criterios para distinguir cuándo el sentido de propiedad y los celos constituyen una amenaza a la libertad y la autonomía, más que un signo de amor», concluyen.
Felicidad vs. ‘postureo’: la realidad tras las pantallas
Si compartimos lo que comemos, los sitios a los que vamos de vacaciones o lo que nos divertimos con nuestros amigos, no es de extrañar que los perfiles en redes sociales se conviertan en el diario de abordo de nuestras historias de amor. Desde que subes la primera foto de ese alguien especial –momento que ha sido incluso bautizado como ‘la pedida de mano’ de la era digital– hasta que se convierte en un personaje habitual en tus historias y publicaciones, tus seguidores se convierten en espectadores activos de una relación en la que también participan: os dicen lo guapos que estáis, lo buena pareja que hacéis o lo mucho que desean que disfrutéis de vuestra escapada. Aunque un perfil repleto de momentos de felicidad no significa que no haya problemas en el paraíso.
Un estudio capitaneado por la investigadora Lidia F. Emery, de la Universidad de Northwestern –en colaboración con otros investigadores de las universidades estadounidenses de Wisconsin y Haverford y la de Toronto (Canadá)–, concluyó que las personas con mayores índices de ansiedad eran las que más deseaban tener visibilidad en las redes sociales debido a que esta exhibición les servía para compensar su propia inseguridad: cuando las personas se sentían más inseguras respecto a los sentimientos que su pareja tenía hacia ellos, más tendían a hacer visibles sus relaciones en el plano virtual, en este caso, en Facebook, plataforma que sirvió como base al estudio.
«Las parejas que mejor funcionan son las que prescinden al máximo de cualquier agente externo que necesite reforzar aquello que han construido afectivamente», afirma el psicólogo Andrés Arriaga, en la línea del estudio. «Es un mal punto de partida apostar por algo tan difuso, subjetivo e incontrolable como el número de likes de una publicación. Quienes lo hacen nos están informando de sus propias inseguridades y reflejan una autoestima construida de forma deficiente», explica. Aunque la búsqueda de aceptación es algo inherente al ser humano –todos nos sentimos mal si nos critican y bien si nos elogian–, las redes han amplificado la distorsión entre cómo nos percibimos nosotros y cómo lo hacen los demás: hemos depositado en ellas el superpoder de hacernos sentir bien o todo lo contrario.
El experto incide en lo que, para él, es el problema de base de este tipo de comportamientos en la redes sociales: la necesidad creada de compartir constantemente lo que hacemos o airear a los cuatro vientos nuestra vida privada. «Es muy importante que sepamos que lo que estamos mostrando es ficción, es un constructo deliberado que nosotros nos hemos esforzado en elaborar. No hay más que ver el comportamiento de la gente en las playas o de las parejas en los parques: sus gestos no son algo genuino o espontáneo, ensayan besos y poses hasta que la foto quede bonita con intención de colgarla y recibir con ello un número determinado de ‘me gusta’», remarca.
Es decir, no es que seamos yonquis del amor –como se definía el personaje interpretado por Antonio de la Torre en Azuloscurocasinegro–, es que hemos generado un sentimiento de dependencia hacia lo que los demás piensen de nuestra vida en todos sus aspectos, relaciones sentimentales incluidas. «En el plano psicológico, Instagram es algo devastador. En primer lugar, porque nos ha inoculado la necesidad de mostrarnos constantemente y, en el segundo, porque genera cantidades ingentes de frustración: una foto que consigue muchos likes nos genera una gran satisfacción por sentirnos aceptados, pero también una enorme frustración si las expectativas que teníamos no se cumplen», zanja. Y esta situación también condiciona nuestro comportamiento en el plano amoroso: «No es solamente el deseo querer cortejar a tu pareja con tus comportamientos en las redes, es que quieres que el resto de la comunidad acepte, valore y, de paso, envidie tu relación. Y eso está diciendo entre líneas que tienes una autoestima construida con unas bases muy débiles».
Los restos del amor: ¿bórrese en caso de ruptura?
Pero, como sostiene el dicho popular, el amor es eterno… Mientras dura. Otro de los problemas aparejados a la sobreexposición de las relaciones en las redes es cómo actuar cuando estas se terminan. Si en las relaciones en la vida 1.0 es casi siempre complicado afrontar una ruptura, las redes no hacen que sea más fácil en el mundo digital. Aunque en Instagram no tengamos que pasar por el trance de deshacernos de aquello que nos regalaron o de los restos de una vida compartida cuya sola presencia ahora hace tambalearse nuestra estabilidad emocional, las separaciones –sobre todo cuando se producen de manera dramática– convierten nuestros perfiles sociales en verdaderos muros de las lamentaciones.
«Cuando las parejas rompen, al menos uno de los miembros está pendiente de lo que hace el otro y cómo se comporta en redes. Si parte del duelo de una separación tiene que ver con que exista una distancia física, ahora, aunque nos alejemos del otro, la distancia virtual no se produce. Eso hace que el proceso de duelo no siga su curso natural, algo en lo que también influye el hecho de que estemos dándole vueltas a lo que estarán pensando los demás de cómo me estoy comportando yo o mi expareja en Instagram», incide Arriaga.
Decía Sabina que lo peor del amor, cuando termina, son las habitaciones ventiladas. «Los móviles que insultan con los ojos, el sístole sin diástole ni dueño», completaba el símil el de Úbeda. Y, mientras unos siguen enganchados al otro tras la ruptura, también hay quien opta por hacer una limpieza total de sus perfiles cuando el noviazgo termina. No hace falta ser Sherlock Holmes: cuando has compartido hasta la saciedad imágenes y momentos felices de la relación con tu pareja y su rastro se borra de pronto de tus redes, es bastante sencillo que tus seguidores detecten el olor a chamusquina. De la misma manera que antes rompíamos las fotos y las cartas de amor, ahora ese proceso de purificación y quema neroniana hacia el olvido se ha traducido por dejar de seguir, borrar publicaciones, quitar las etiquetas o eliminar el contacto en Facebook. Lo cual, si cabe, hace aún más evidente para los demás que una relación ha pasado a mejor vida.
Sin embargo, por desgracia no existe una receta universal para saber qué hacer cuando eso sucede. «La tecnología de la inmediatez nos permite tomar decisiones a golpe de dedo. Por un lado, puedo borrar las publicaciones y eliminar todo rastro de mi relación si siento una pulsión física de ira que me impulsa a hacerlo, como si con eso eliminase por completo el pasado. Por otro, tengo abierta la posibilidad de seguir pendiente de lo que hace la otra persona si siento la necesidad de ello. Antes, el guardar las fotos al fondo del cajón nos permitía que, en el momento en el que mi duelo me permitiera abrirlo, podría volverlas a ver y eso significaba que psicológicamente estaba preparado para ello», incide. Ahora, eso es más difícil que suceda, o al menos de forma tan pausada o meditada.
Para el experto, el problema que subyace al mal uso de las redes sociales –la construcción de la autoestima cimentada en el número de likes– es peligroso en todos los sentidos pero, si cabe, en el plano amoroso es incluso peor. «En una pareja, se supone que hemos construido lazos de intimidad muy potentes con el otro. Si se produce una separación pero seguimos viéndolo a diario, esos lazos no se terminan de romper y se crea un concepto de necesidad autoimpuesta de saber de él que antes no existía», explica.
Aunque, en los efímeros tiempos de la cólera digital, parezca que para reconstruir un corazón maltrecho sea suficiente con dar un par de toques en la pantalla, los sentimientos universales y eternos como el amor o el sufrimiento no cambian tan rápido como la sociedad líquida que habitamos. Y –quizá precisamente por eso– sabemos que la realidad está ahí fuera: si levantamos la vista del móvil, encontraremos mil razones para que el de verdad vuelva a latir.
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Fotografía: Ethic