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De mareas verdes y cielos de diamantina morada

por La Redacción agosto 27, 2019
agosto 27, 2019
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Por: Fernando Munguía Galeana. Marcha. 28/08/2019

La historia de las sublevaciones populares está plagada de expresiones de violencia colectiva, de formas múltiples e incendiarias de hartazgo e indignación que han implicado destrucción, motín, subversión; revueltas, rebeliones, revoluciones arrancaron todas con episodios de este tipo. Con la violencia como clave analítica, también se puede contar la historia de los grupos dominantes, quienes, por la fuerza, la coerción y la expropiación de la riqueza y de la vida han dado forma a las injusticias pasadas y presentes: conquistas, colonizaciones, totalitarismos, golpes de Estado, contrainsurgencia, paramilitarismo.

De algunas décadas para acá, sin embargo, el discurso de la protesta pacífica ha ganado terreno hasta convertirse en la narrativa por excelencia de los ideales políticos de ciertas formas de izquierda que reconocen el valor de la disputa de intereses y posturas ideológicas a través de los marcos institucionales pues, en su consideración, éstos reflejan la larga marcha de las conquistas sociales que les anteceden. También, porque consideran que las experiencias de terrorismo y criminalización del Estado durante el pasado reciente contra las organizaciones populares permanecen latentes como recursos entre las élites y resultaría un error estratégico activarlo en un contexto, en el cual, insisten, la aspiración de la consolidación democrática parece cada vez más cercana.

En el campo político mexicano, las manifestaciones masivas contra el fraude electoral del año 2006 marcaron un quiebre significativo en este sentido. Cuando en los mítines posteriores a la elección presidencial se hizo el énfasis en que las protestas contra la imposición se tendrían que conducir por el cauce civil y pacífico, no se expresaba en solitario la postura del líder, sino que se proponía el programa de un movimiento, heterogéneo y contradictorio, que acabaría por traducirse en la lógica general de su configuración y despliegue pero que, desde entonces, también fue motivo de invisibilización de otras expresiones políticas. Dos sexenios después, se podría sugerir, los fines quizá hayan justificado los medios para ellos pero no necesariamente para otras formas de resistencia, para otros tipos de subjetividades cuya trayectoria se aparta de la razón estatal, que combaten desde múltiples espacios porque están constantemente sediadas por las diversas violencias irradiadas desde aquélla.

Planteada así, esta narrativa de la naturalización de la protesta pacífica resulta apenas prudente para analizar ciertas formas de manifestaciones políticas, inscritas en un contexto convulsionado de experiencias de disputa política, pero en absoluto alcanza para convertirse en el criterio de validación o legitimación de todas las manifestaciones actuales en el país. No nos sirve, por ejemplo, para comprender porqué pueblos y comunidades enteras se organizan para tomar en sus propias manos las funciones de protección y seguridad que las autoridades locales, estatales y nacional dejaron de cumplir, ya sea por quedar desbordadas ante la magnitud de los fenómenos de violencia, bien por la corrupción y complicidad con el crimen organizado que roba sus recursos, que mata a sus líderes, que secuestra a sus niños y a sus mujeres, que termina, finalmente, por imponer su ley.

Uno de los elementos más críticos de este fenómeno es que tiende a convertirse, por su reiterabilidad discursiva y práctica, en un dispositivo de control funcional tanto para los gobiernos que asumen, como máxima de su existencia, la defensa del Estado de derecho, como para los grupos dominantes preocupados por la maximización de sus ganancias y la salvaguarda de su propiedad. También para los medios privados de comunicación cuyos intereses oscilan entre aquellos dos pero que sustentan agendas y promueven prerrogativas propias.

Desde dichas plataformas, este dispositivo de control, en el que se convierte esta forma de naturalización, alcanza a diversos sectores de la población que concentran su atención en los efectos superficiales de las protestas no pacíficas: caos, desorden, destrucción, y se aprestan a reproducir un contenido moral que distingue entre lo bueno y lo malo según los cánones previamente impuestos.

El pasado 3 de agosto una adolescente de 17 años denunció haber sido violada por cuatro policías, dentro de una patrulla, en la alcaldía de Azcapotzalco, en la Ciudad de México. La noticia fue difundida en las redes sociales y se viralizó rápidamente entre diversos grupos feministas. A través de esos espacios y por la iniciativa de esas organizaciones, se convocó, mediante el hashtag #NoMeCuidanMeViolan, a una protesta que llegaría a las instalaciones de la Secretaría de Seguridad Ciudadana y la Procuraduría General de Justicia, el día lunes 12.

El objetivo de la manifestación era la denuncia urgente de la agresión de la policía mediante diversas formas de protesta, mismas que fueron señaladas por la jefa de Gobierno de la ciudad como “una provocación”, ante la que enfatizó que no responderían pues “lo que buscaban era que el gobierno saliera de manera violenta”. En múltiples ocasiones, en la presentación que hizo de la postura gubernamental ente los medios -quienes a su vez reprodujeron esa versión, allí y hasta los días recientes-, y dirigiéndose a la “opinión pública”, reiteró que no se había tratado de una protesta, sino de una provocación, porque “conocemos por la historia de nuestra vida, por lo que hemos sido, cuando son protestas sociales; aquí en realidad fue una provocación y, nosotros, repito, no vamos a responder a las provocaciones”. En cambio, como cauce legítimo de la actuación institucional, advirtió que se iniciaría con la investigación sobre esos actos que, cabe enfatizar, en su consideración no calificaban como protesta, para deslindar las responsabilidades por los daños a las instalaciones y “las agresiones” a los funcionarios.

Una de dichas “agresiones”, el rocío, en ropa y cabello, de diamantina al secretario de seguridad ciudadana, quien dijo no presentaría cargos por “la agresión” dado que “entiendo perfectamente la causa que motivó la movilización y como estamos perfectamente alineados con esa causa”, causó reacciones inmediatas en redes sociales que minimizaban el acto en la medida en que, se decía, resultaba un sinsentido que no abonaba a la búsqueda de justicia. En los días siguientes, fue filtrado el expediente de la investigación, se difundieron videos de cámaras de vigilancia privadas que deberían hacer parte de ésta, se dijo de manera tendenciosa que la joven había ingerido alguna droga y, además, se supo que el Ministerio Público no realizó con oportunidad las pruebas genéticas de la agresión sexual denunciada por la joven.

Este viernes 16, nuevamente colectivos y organizaciones feministas llamaron a otra manifestación en la Glorieta de los Insurgentes para responder al señalamiento del gobierno de los actos anteriores como provocación y para seguir con la lucha contra la violencia policíaca recurriendo al uso de la diamantina como elemento de identificación y símbolo de resistencia.

A la cita acudieron cientos de mujeres encapuchadas, algunas con medio rostro cubierto con pañuelos verdes, otras más portando pancartas, gritando consignas contra la violencia de género, el Estado patriarcal, el machismo, la violencia policíaca y gubernamental. El repertorio de la protesta también incluyó cristales rotos, instalaciones del metrobus dañadas, autos, motocicletas, muros y monumentos intervenidos con pintura en aerosol. Y, con efecto inmediato, otra vez se escucharon voces normativas de consternación por el vandalismo, por la violencia sin sentido, por lo improductivo de sus prácticas, por la carencia de un programa de lucha y la constante cerrazón de los medios para que la lucha del feminismo pueda, algún día, triunfar.

En México la violencia se ha generalizado hasta naturalizarse y, la violencia machista no es la excepción. En este país cada dos horas y media una mujer es víctima de este tipo de violencia y, por lo menos hasta los primeros cuatro meses de este año se tenía el registro de 1.199 feminicidios. Esos crímenes, en un numero muy significativo, son cometidos por varones cercanos a la víctima y cada vez más por grupos que tienen entre sus actividades delictivas el objetivo particular del secuestro, trata y asesinato de mujeres.

¿Cómo debería de ser una protesta que denuncie y se oponga a esta realidad?; ¿qué medios, recursos o repertorios pudieran ser válidos para ello, cuando la amenaza y el riesgo de desaparecer, morir, ser violentadas emocional, económica o sexualmente es permanente?; ¿a qué tipo de moralidad o buenas prácticas puede recurrirse?; ¿qué autoridad ha demostrado ser eficiente en su atención?

Si las caras de la violencia son múltiples, incluyendo la histórica violencia institucionalizada del Estado, no menos puede constatarse de las formas de la protesta. No hace falta invocar los tiempos pasados o recientes del pacifismo, de la lucha organizada, programática o etapista para señalar, minimizando, que ciertas formas de radicalización del feminismo están destinadas al fracaso porque con ello resultan incapaces de articular a otras expresiones de resistencia. Igual que sucede con otros movimientos y subjetivaciones políticas, el feminismo es plural y ninguna de sus conquistas ha sido alcanzada sin luchar desde distintas trincheras.

Estas manifestaciones actuales, por el contrario, pudieran estar advirtiendo otros signos; que ha llegado el momento para que las mareas verdes y los cielos de diamantina morados logren teñir un nuevo horizonte de transformación. Para algunos, quizá, las formas pudieran no ser las ideales; para la mayoría, la realidad, bien podría ser inaceptable.

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ.

Fotografía: Marcha

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