Por: Josep Maria Nadal Suau. 25/07/2023
En torno a ‘Indiana Jones y el dial del destino’ (contiene spoilers)
Imaginemos que en 1984 Hollywood hubiese estrenado una secuela de La reina de África con Katherine Hepburn retomando su papel a los setenta y siete años. ¿Alguien cree que habría sido una brillante apuesta comercial? Pues bien, Indiana Jones y el dial del destino está cosechando un fracaso económico notable, y yo me pregunto en qué cabeza cabía otra posibilidad. Todos los factores jugaban en su contra, desde los nuevos hábitos de consumo audiovisual hasta la campaña en redes acusándola preventivamente de propaganda woke, pasando por la lógica suspicacia que despertaba otra recuperación tardía del personaje treinta y cuatro años después de La última cruzada, el mismo hiato que media entre 1984 y La reina de África.
Pero la explicación de los malos números no es solo coyuntural. En sí misma, El dial del destino supone un desafío a las hechuras predeterminadas del cine masivo: su vocación es divertida y espectacular, desde luego, pero en ella prevalecen el clasicismo, cierto poso existencial y un protagonista de casi ochenta años. Es una lástima que parte de la crítica haya caído en la pereza esnob en vez de valorar en su justa medida lo insólito (¡lo atrevido!) que resulta este héroe anciano para el género blockbuster : no hubo otro antes ni lo habrá después, porque la taquilla desprecia a los viejos. Encima, los implicados en el proyecto se atrevieron a tomar decisiones artísticas adultas para arropar a Harrison Ford, aun sabiendo que la nostalgia era su única carta potencialmente rentable. No haberlas detectado ni gozado delata escasísima agilidad entre los comentaristas profesionales.
El dial del destino supone un desafío a las hechuras predeterminadas del cine masivo
Al parecer, si la película existe se debe en gran medida al empeño de Ford. Fue él quien más insistió en proporcionar un “último hurra” a su doctor Jones. El resultado demuestra que sus motivos eran creativos. Ford compone una versión crepuscular cuyas gravedad, vulnerabilidad y fatalismo desconciertan a parte del público, pero que sustentan una de las mejores interpretaciones de su carrera. Enhebrando a plena consciencia su condición de estrella con el peso icónico del personaje, mira de frente a la vejez y la inminencia de la muerte, no tanto para desafiarlas sino con el objetivo de dotarlas de sentido. Y también para desmontar el mito que lo envuelve a él mismo, a Ford, con el que nunca pareció sentirse cómodo. El actor ha querido ofrecer su propia verdad descarnada para que Indiana Jones se transforme en un personaje complejo, un hombre de destino con tragedia a cuestas: no es héroe porque lo desee, sino porque no logra ser otra cosa, ni siquiera cuando la certeza de la finitud biológica se ha enseñoreado de él, de su cuerpo, de su mente.
Ford compone una versión crepuscular cuyas gravedad, vulnerabilidad y fatalismo desconciertan a parte del público, pero que sustentan una de las mejores interpretaciones de su carrera
Es tentador atribuir a un impulso confesional o autobiográfico de Ford el espíritu que rige esta nueva entrega, pero sería injusto con James Mangold. Sobre la recepción de El dial del destinohan pesado dos prejuicios que la película desmiente. El primero, que su existencia obedece en exclusiva a un intento de explotar la nostalgia de los cuarentones. El segundo, que Mangold fue contratado para imitar mansamente a Steven Spielberg. Por el contrario, en cuanto asumimos que la película tiene autonomía y ambiciones propias (es decir, en cuanto confiamos en ella y atendemos sin prejuicios a cómo y qué muestra), la solidez del resultado nos sorprenderá. No se sabe con seguridad por qué Spielberg abandonó la silla de director, pero al final aquella renuncia ha demostrado su lucidez: probablemente no le correspondiera a él hacer una película cuyo principal reto consistía, precisamente, en calibrar con exactitud la naturaleza del legado spielbergiano en varias generaciones.
A fin de cuentas, en los años ochenta las aventuras de Indiana Jones fueron el millonario juguete con el que un equipo de creativos (Lucas, Spielberg, Williams, Kennedy, Ford, Kasdan…) se auto-obsequió para divertirse homenajeando su infancia. No eran un producto de “prestigio” ni se las consideraba integrantes del canon cinematográfico norteamericano. Pero a la altura de 2008 (año de El reino de la calavera de cristal) sí habían conquistado esa posición, reforzada desde entonces. Quien se anime a revisar hoy En busca del arca perdida y La última cruzada topará con dos obras redondas, modélicas y con enjundia (la cultura masiva no ha dado ninguna metáfora espiritual a la altura del “Salto de fe”); en cuanto a El templo maldito, se trata de una pieza más descoyuntada, sin un trasfondo tan poético, pero ofrece secuencias inolvidables. Por decirlo claro: Indiana Jones es un clásico de primer orden.
De ahí que La calavera de cristal no funcionase pese a sus estupendos cuarenta minutos iniciales y lo desenfadado de sus mejores ideas. Paradójicamente, el problema residió en que Spielberg y Lucas la afrontaron con el espíritu de siempre (cierto que con un punto menos de entusiasmo), dispuestos a conjugar elementos pulp que apelaban a su generación: que si espadachines, que si ovnis, que si cartoon… No supieron calcular en toda su vastedad el nuevo estatus de la criatura: Indiana Jones es menos la infancia de Spielberg que la nuestra, su padre que los nuestros, su modelo de masculinidad que el que nos ha regido a nosotros, su Norteamérica que la de sus discípulos, su creación que nuestro mito, su piedra de toque cinematográfica que la nuestra. Cuando una obra se convierte en clásico, sigue admitiendo variaciones, adaptaciones, añadidos o comentarios; lo que no admite es que se ignore ese carácter de clásico, esto es, de documento cultural autónomo respecto de su creador.
Cuando una obra se convierte en clásico, sigue admitiendo variaciones, adaptaciones
Cuesta imaginar que a Spielberg lo sedujera el trato. Para él, dirigir una nueva película de Indiana Jones en 2023 habría significado (como en 2008) dirigir “una nueva película de Spielberg”, trabajar desde sus inquietudes creativas vigentes y no las que lo acuciaban en 1989: por ejemplo, su director de fotografía Janusz Kaminski lleva décadas proporcionándole unas atmósferas tan fascinantes como ajenas al universo del arqueólogo; su concepto del CGI como herramienta al servicio de la planificación es menos purista que el de su antigua audiencia, nosotros, hoy devenidos puretas; etc. En el contexto de su trayectoria, El dial del destino habría tenido un encaje algo forzado. A punto de cumplir ochenta años, el director ha dado muestras firmes del sentido que quiere imprimir al último tramo de su carrera. West side story (2021) y The fabelmans (2022) no son indagaciones en la propia obra, sino en las raíces íntimas de esa obra. No es lo mismo.
En cambio, para nosotros, “una nueva película de Indiana Jones” implica revisar el contraste entre quiénes deseábamos ser entonces y quiénes somos ahora. Alguien como Mangold sí que está en condiciones de mirar desde ahí, porque comparte nuestra posición. El resultado ha sido un Indiana Jones sentimental, ágil y reconfortante, una obra con corazón, sí, pero también auto-reflexiva, meditativa, cinéfila.
El resultado ha sido un Indiana Jones sentimental, ágil y reconfortante, una obra con corazón, sí, pero también auto-reflexiva
Pensemos en la primera media hora, con Ford rejuvenecido digitalmente. Mangold no construye este tramo (solo) como regalo nostálgico. Desde el principio muestra personalidad al insertar el sonido de un reloj, un recurso abstracto impensable en las películas originales. El fundido del logo de la Paramount con un elemento paisajístico no se produce, aunque me divierte fantasear con que el castillo en llamas evoca el logo de Disney. Mangold replica a la inimitable efervescencia de la cámara de Spielberg con sobriedad matemática, no tanto “artesana” sino más bien metalingüística. Lo más llamativo es que el prólogo es nocturno. Esta noche oscurísima parece decirnos que el pasado es un territorio de sombras. Los paracaidistas aliados anuncian la derrota nazi: se cierra el período histórico que da sentido y carisma justicieros a la iconografía en torno a Indiana Jones.
En contraste, el salto a los años sesenta satura de luz la pantalla: puede que en este presente el héroe viva su tercera edad, parece decirnos Mangold, pero no por ello deja de ser su pleno presente. Vemos una cotidianidad menos idealizada que nunca: calcetines tendidos, un hombre mayor durmiendo la mona que mezcla el café matutino con alcohol, etc. De pronto, el decaído profesor cruza un umbral en ropa interior. ¿Cuándo fue la última vez que una superproducción de casi trescientos millones de dólares mostró el torso desnudo de un octogenario? Exacto: nunca. Por mucho que aquella periodista en Cannes no lo pillase, el objetivo no es convencernos de que Ford sigue estando bueno; al contrario, actor y director ponen sobre la mesa la vejez, sin tapujos ni disimulos.
Cuando leo comentarios en Internet que tachan a Ford de “patético” porque se le nota cansado o “decrépito”, me pregunto cómo un espectador puede llegar a entender tan poquísimo qué película está viendo: ¡precisamente, Ford se empeña en ofrecer su decrepitud, en coreografiar el cansancio y la debilidad al detalle! Esta decisión es la que convierte El dial del destino en una película magnífica, en una rareza agridulce y bella… En cine de aventuras adulto. Mangold y los guionistas orientan con mano de hierro el libreto y la puesta en escena para que cada elemento resuene en los demás. Y aunque ofrezcan migas de nostalgia y unas hechuras formales “a la antigua”, el grueso de la película no trata acerca del pasado (que se refleja en la ventana de un avión y propicia un breve flashback sentimental, recursos insólitos en la saga), sino de un hombre cuya vida se acerca al último acto bajo el sol de agosto en Nueva York.
El dial del destino es una película magnífica, una rareza agridulce y bella
Pero mostrar vulnerable a Indiana Jones equivale a mostrar vulnerable uno de los modelos de masculinidad que definieron a varias generaciones de chicos y chicas occidentales. De hecho, el más rescatable de todos aquellos modelos a estas alturas, el que más nos invita a inscribirlo en la genealogía de los hombres que queremos ser o con los que queremos compartir vínculos. Y aquí empiezan los problemas para el frente reaccionario que participa de las guerras culturales en redes sociales.
Mostrar vulnerable a Indiana Jones equivale a mostrar vulnerable uno de los modelos de masculinidad que definieron a varias generaciones de chicos y chicas occidentales
Antes de avanzar, conviene aclarar dos puntos. Por supuesto, El dial del destino puede gustar mucho o nada. Es legítimo sentir genuino desinterés por una propuesta crepuscular como la que nos ocupa. Los héroes son arquetipos normalmente fijos que sirven en bandeja un entretenimiento optimista o ejemplar. Retratar el ocaso de uno de ellos es arriesgado y nunca seducirá a todo el mundo. Normal. Por otra parte, relativicemos: los datos globales insinúan que El dial del destino ha gustado a la mayoría del público que se ha animado a verla, especialmente a hombres de entre cuarenta y cincuenta años: después de todo, parece que los amigos de Pedro Sánchez no han encontrado nada que temer.
Ahora bien, es innegable que la cantinela de lo woke persigue al proyecto desde hace meses, cuando se pusieron en circulación falsos rumores sobre el guion y los planes de Disney para la marca. No sucedió por azar ni friquismo, sino por militancia ideológica, y el estreno no mitigó esas efusiones polemistas. Ya he mencionado parte de los reproches que pueden leerse en Twitter o webs de cine: según los enemigos de Lo Progre, la productora Kathleen Kennedy habría pergeñado un producto que es mera publicidad anti-masculina. Lo gracioso es que estos adversarios intuyen con buen olfato algunos puntos clave de la película; otra cosa es su beligerancia.
Así, es cierto que Indiana Jones se muestra “miedoso” o “amargado” por momentos, y que su ahijada Helena Shaw tiene que sacarle castañas del fuego… ¿Y? ¿Dónde está el problema? Para los militantes del contrarreformismo machista, el problema radica en el punto que yo considero un acierto: El dial del destino nos muestra a un hombre mayor que puede entenderse en igualdad con una mujer joven, con respeto mutuo, sin aleccionarla ni salvarla, sin sentirse amenazado o cancelado. Lo normal. ¿Recuerdan a Marion Ravenwood en 1981?
El dial del destino nos muestra a un hombre mayor que puede entenderse en igualdad con una mujer joven, con respeto mutuo
(Por cierto, Phoebe Waller Bridge está imperial. Su personaje, escrito de maravilla, parte del arquetipo establecido en Fleabag para acumular sobre él tantísimos ecos de Han Solo que sus iniciales, H.S., no pueden ser azarosas. Qué pena que la taquilla dinamite la oportunidad de disfrutar una franquicia a su servicio.) Y, aun así, hay polémica.
Lo preocupante es que El dial del destino está a años luz de enarbolar ninguna clase de radicalidad. Ahora como entonces, Indiana Jones sigue siendo un héroe que llama al consenso, un representante de los valores cívicos estadounidenses estándar, ahora en crisis. La película apunta a veces cierta intencionalidad ideológica (una ideología tan leve que quizás ni siquiera sea tal, sino una moral de mínimos), pero lo hace sin subrayados ni disrupciones, de modo puramente narrativo: la biografía migrante de Sallah, el deseo sexual que Helena manifiesta con desparpajo, la tensa conversación que el nazi interpretado por Mads Mikkelsen mantiene con un camarero negro de Harlem… Prueben a cambiar el género de Helena Shaw sustituyéndola por un ahijado masculino: ¿qué cambiaría, qué línea de guion o comportamiento necesitarían modificarse? Ninguno, lo que demuestra que la escritura ni siquiera es propiamente feminista, solo contemporánea.
Sin embargo, impresiona descubrir que hay entre nosotros personas que consideran “agenda” o “radicalidad” la integración de semejantes rasgos. No hay ni media buena razón para tildar el trabajo de Mangold de “izquierdista” o “woke” (ni siquiera a ojos de espectadores que validen aspectos concretos del discurso contra la inclusión forzada en Hollywood, pero no estén poseídos por el extremismo); con un genérico “liberal” va que chuta. Y desde luego, está a años luz de ser un panfleto de cualquier signo; simplemente, como toda obra artística, intuye conflictos de su época y los mira de frente. This movie unmasks fascists: quien tenga un problema político con ella debería hacérselo mirar.
Y es que Indiana Jones regresa al convulso 2023 para recordar una regla que todos deberíamos compartir como buenos hermanos: los nazis son repugnantes y no coqueteamos con ellos. Por supuesto, “lo nazi” en estas películas (como en la actualidad política) tiene un valor semántico que excede al nacional-socialismo alemán de los años treinta y cuarenta. Nazi es quien juega sucio, el codicioso, el que desprecia a otras razas, el que supedita el Conocimiento al Poder, quien añora un pasado de pureza (racial, social, religiosa) imposible y excluyente. Al aludir a los científicos alemanes que se refugiaron en los Estados Unidos de la posguerra, El dial del destino incorpora otra definición oportuna: es nazi todo aquel que será nazi en cuanto las circunstancias se lo permitan (su uniforme oculto en la maleta).
Indiana Jones regresa al convulso 2023 para recordar una regla que todos deberíamos compartir como buenos hermanos: los nazis son repugnantes
En una escena, Mikkelsen pronuncia una frase que es un guiño cinéfilo a Cabaret y un sarcasmo anti-totalitario: “The past belongs to us”, se ufana, parafraseando aquel “The future belongs to me” del musical de Bob Fosse. El doctor Voller está a punto de viajar en el tiempo hasta 1939, con el objetivo de cambiar el curso de la Guerra. Para regocijo del público, el plan sale mal y las matemáticas del sabio Arquímedes (la ciencia, la civilización) lo conducirán a la muerte en una época que no es la suya ni le recordará. “It’s you who belong to the past”, querríamos replicarle.
No es el caso de nuestro protagonista, herido y abatido. Al aparecer en la Siracusa del 212 a.C., Indiana Jones siente la tentación de anclarse ahí, lejos de un tiempo que ya no reconoce como propio, en la nostalgia y el prestigio de los pasados mejores. Por suerte, su ahijada no se lo permite, y la película se cerrará con un epílogo que es como música de cámara sobria, menor, íntima. Fíjense en el pijama que viste Ford, en la contención compositiva: lejos de imitar la emocionalidad de Spielberg, Mangold impone pudor a la escena, y hasta le guiña un ojo al cine mudo en el último segundo.
Luego, mientras pasan los créditos al ritmo de John Williams, nosotros comprendemos algo. El héroe que queríamos ser de pequeños (ese al que quisimos ver en nuestros padres antes de que se volviesen un poco gruñones y antimodernos; ese que nos gustaría volver a encarnar) no huye del presente solo porque no ya lo protagonice o le cueste comprender los cambios. Al contrario, es ahora cuando le llega el momento de aceptar los frutos del amor y las lealtades, el de alentar las nuevas esperanzas de quienes le sucederán.
Lo que El dial del destino ha venido a decirnos es que no debemos tenerle miedo al tiempo ni al futuro. Reivindica a las hijas, pero también a los veteranos en tiempos edadistas. Es un canto a la solidaridad entre generaciones, viejos supervivientes y nuevas aventureras, capaces de amarse y de sentir curiosidad hasta el último de sus días. Es un canto a la aventura y a un tipo de cine, y funciona porque el director ama el mito al que está interrogando, lo conoce de memoria (by heart).
Lo que El dial del destino ha venido a decirnos es que no debemos tenerle miedo al tiempo ni al futuro
Mangold sabe que necesita arraigar su discurso en una estética continuista respecto de las películas fundacionales. El aspecto general del largometraje nos acoge como un hogar reconocible, sin despistarnos, confiando en que lo más relevante se intuirá de otros modos: el reflejo infantil de Helena, un fugaz plano del pie de Ford empujando su vehículo destartalado, una composición con Indy en segundo plano mientras casi ruega a su ahijada que cuente con él, o la presencia de turistas por primera vez en cinco películas (apunte sociológico nada irrelevante).
Cuando por fin llega el giro sci-fi de la fisura temporal y Mangold se concede el privilegio de un plano de tormenta que recuerda a un cuadro romántico o de Turner, todos los elementos han estado tan milimétricamente bien dispuestos que tragamos el anzuelo, encantados de dar un Salto de Fe que sobre el papel debía sonar suicida.
Yo no sé si James Mangold es un artesano o un autor, pero a lo largo de dos horas y media disemina un montón de anclajes sutiles que sostienen la contemporaneidad de una película generosa, inconformista y culta, destinada a que el tiempo la trate de maravilla. Solo se necesitará que el público al que se dirige haga las paces, él también, con el hecho de envejecer.
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Fotografía: CTXT. Escena de la película Indiana Jones y el dial del destino. / Disney