Por: Luis Armando González. 26/10/2023
Nací, crecí y he llegado a adulto en un país clasista. En lo absoluto puedo decir, como dice el cantautor cubano Silvio Rodríguez, en una las canciones que sonaron fuerte en El Salvador de los años ochenta:
“Vivo en un país libre
Cual solamente puede ser libre
En esta tierra, en este instante
Y soy feliz porque soy gigante”
Sí puedo sostener, creo que razón –aunque quisiera equivocarme— que en mi adultez vivo en un país clasista, el cual, al parecer, solamente puede ser estructuralmente desigual. Y es que, precisamente, a eso me refiero con clasista: a las profundas desigualdades socioeconómicas que actualmente fracturan a la sociedad salvadoreña y que dan lugar a una división inocultable entre un grupo social privilegiado (una clase) que concentra riqueza y bienestar en niveles extraordinarios y amplios sectores sociales (que se aglutinan cada vez más en una gran clase) que tienen dificultades extraordinarias para hacer frente a las urgencias de su día a día. Así, veo en estos momentos a El Salvador, lo cual me provoca una terrible desazón y una sensación de frustración por las expectativas que tuve, hasta hace poco, acerca de lo posible que era atacar las lacerantes desigualdades que han marcado, desde siempre, la historia salvadoreña.
La marca de fábrica de este pequeño país es, por un lado, la concentración de privilegios y riquezas en grupos minoritarios; y, por otro, la concentración de miseria, abandono e ignorancia en amplios sectores sociales. En determinados momentos históricos se realizaron intentos no de acabar con las desigualdades estructurales, sino de hacerlas menos agudas. Algunos de esos intentos dieron frutos que permanecieron en las décadas siguientes –como las conquistas sociales de los años cincuenta del siglo XX—, pero que en el presente desfallecen aceleradamente. Otros intentos que se mostraban como más audaces cuando se anunciaron –como la reforma agraria del coronel Arturo Armando Molina— se abortaron apenas al iniciar su andadura. La más reciente oportunidad para “suavizar” las desigualdades socioeconómicas se generó al calor de la finalización de la guerra civil, la firma de los Acuerdos de Paz y su implementación, las reformas neoliberales y la inserción del país en los circuitos de la globalización.
Las remesas –cuyo flujo ha sido decisivo, entonces y ahora, para disminuir los niveles de pobreza— se sumaron a aquellos factores, favoreciendo una importante democratización del consumo y del bienestar. Pero el impulso de los Acuerdos de Paz parece haberse agotado, con lo cual el marco político del bienestar social, respaldado por una Constitución que ha sido puesta en jaque, se va difuminando a pasos agigantados. Las dinámicas neoliberales, y los sectores económicos y políticos que las llevan adelante, campean sin restricciones, y la voracidad de antaño –aunque sean otros los poderosos que la expresan— se hace presente de nueva cuenta. En esta segunda década del siglo XXI, las remesas siguen siendo un dique para que las desigualdades extremas y la pobreza absoluta no se extiendan como plagas, como sucedió en primeras décadas del siglo XX y siguió sucediendo, pese las conquistas sociales de los años cincuenta, en las décadas de los años sesenta y setenta del siglo XX.
Cada vez que el clasismo socioeconómico se profundiza, los sectores medios se estrechan, siendo sus tramos inferiores los que se deslizan, con rapidez, hacia la base social, pobre que se hace más amplia. En el otro extremo, los grupos poderosos acumulan más riqueza y, aunque haya recesión o crisis económica, siempre se las arreglan para mantener e incluso incrementar su patrimonio y bienestar. Los amarres empresariales-políticos (o político-empresariales) son la plataforma para asegurar que sean otros los que carguen con los costos de crisis o recesiones económicas, ahogamientos financieros internacionales o crisis sanitarias. Es una vieja historia que se ha repetido en este paisito, y en otros, una y otra vez.
En las sociedades clasistas en extremo, las desigualdades se vuelven inocultables. Los focos de pobreza proliferan por doquier y los maquillajes urbanos –algo de lo que han gustado siempre los poderosos en El Salvador— no terminan con los pobres, sino que los obligan a desplazarse a lugares más inhóspitos o a deambular por las calles y parques en busca de lo mínimo para obtener su sustento diario. Esos maquillajes urbanos suelen enclavarse como oasis en desiertos de deterioro social. Y no se trata aquí de si a las personas en condiciones de vida miserables están contentas o no con un gobierno; se trata de que, materialmente, la marginación y abandono golpean, de una y mil maneras, su dignidad humana.
Y así como son inocultables los focos de pobreza y miseria, también son inocultables los focos de opulencia, que se tienen su propia ubicación geográfica, en la que residencias y oficinas –desde las que se disfruta y ejerce el poder estatal y privado— marcan las distancias, infranqueables, con eso otro país que es el de miseria, el deterioro y las dificultades para sobrevivir. Dos países en uno, eso es lo que hay cuando las desigualdades socioeconómicas se agudizan.
Por supuesto que los poderosos quieren que los sin poder sepan que ellos están ahí, que no son iguales al resto, que mandan y que las edificaciones faraónicas –se trate de palacios versallescos o de edificios posmodernistas— son el símbolo del lugar que ellos ocupan en la jerarquía de la sociedad. Lo mismo que buscan hacer alarde de su poder promoviendo actividades en envergadura internacional no para mostrar al mundo lo bien que está la sociedad –no hay nada que mostrar cuando la pobreza y la miseria son inocultables— sino para hacer alarde de su particular bienestar y de sus gustos y preferencias. Quizás maquillen parques, monumentos, estadios o catedrales, pero no se trata de cambios que disminuyan las desigualdades estructurales.
Otro rasgo llamativo de los poderosos, en especial cuando el ejercicio de su poder se traduce en la profundización de desigualdades existentes y en la creación de nuevas desigualdades, es el desconocimiento que tienen, y del cual presumen, del conjunto del país en el que viven y de su historia. Este desconocimiento, amén de taras en su educación, tienen relación con el desprecio visceral hacia las personas de carne y hueso que están más allá de la frontera que divide su espacio de poder (económico-político) del resto que habita al otro lado de esa frontera. Sus rostros, precariedades, desesperanza y desarraigo ni se ven ni interesan. Y, cuando se convierten en una molestia que afea la cosmética de las ciudades, se tiene que “limpiar” las plazas, parques y calles de su molesta presencia.
Cuando era un joven de 19 años me preocupaba el clasismo vigente en mi país. Me preocupa ahora que tengo 62 años. Veo que demasiados hábitos, prácticas y formas de dirigir la sociedad de los años setenta del siglo XX siguen vigentes en esta segunda década del siglo XXI. No tengo vocación martirial, pero sí un espíritu rebelde ante desigualdades injustas y ante abusos de poder fuera de todo control. Quiero entrañablemente a este país, en el que nacieron mis abuelos, mi papá y mamá, mis hermanos, sobrinos, yo y mis hijos. Creo que eso me da el suficiente derecho para opinar sobre mi país y para manifestar mi rechazo al clasismo exacerbado que veo proliferar sin ningún tipo de restricción. Por eso, lugar de suscribir los versos de Silvio Rodríguez, sigo identificándome, como lo hice cuando tenía 19 años, con este hermoso poema de Oswaldo Escobar Velado:
Patria exacta
“Esta es mi Patria:
un montón de hombres: millones
de hombres; un panal de hombres
que no saben siquiera
de dónde viene el semen
de sus vidas
inmensamente amargas.
Esta es mi Patria:
un río de dolor que va en camisa
y un puño de ladrones
asaltando
en pleno día
la sangre de los pobres.
Cada gerente de las compañías
es un pirata a sueldo; cada
ministro del gobierno democrático
un demagogo
que hace discursos y que el pueblo
apenas los entiende.
Ayer oí decir a uno de los técnicos
expertos en cuestiones
económicas, que todo
marcha bien; que las divisas
en oro de la patria
iluminan las noches
de Washington; que nuestro crédito
es maravilloso; que la balanza
comercial es favorable; que el precio
del café se mantendrá
como un águila ascendiendo y que somos
un pueblo feliz que vive y canta.
Así marcha y camina la mentira entre nosotros.
Así las actitudes de los irresponsables.
Y así el mundo ficticio donde cantan
como canarios tísicos,
tres o cuatro poetas,
empleados del gobierno.
Digan, griten, poetas del alpiste.
Digan la verdad que nos asedia.
Digan que somos un pueblo desnutrido,
que la leche y la carne se la reparten
entre ustedes
después que se han hartado
los dirigentes de la cosa pública.
Digan que el rábano no llega
hasta las mesas pobres; que diariamente
mueren cientos sin asistencia médica
y que hay mujeres que dejan
la uva de su vientre
a plena flor de calle.
Digan que somos lo que somos:
un pueblo doloroso,
un pueblo analfabeto,
desnutrido y sin embargo fuerte
porque otro pueblo ya se habría muerto.
Digan que somos, eso sí, un pueblo excepcional
que ama la libertad muy a pesar del hambre
en que agoniza.
Yo grito, afirmo y aseguro.
En todas partes donde vivo, el cerro.
En todas partes donde canto, el hambre.
El hambre y el dolor junto a los hombres.
La miseria golpeándoles la vida
hasta quebrar el barro más cocido del alma.
Y a esto, amigo, se le llama Patria
y se le canta un himno
y hablamos de ella como cosa suave,
como dulce tierra
a la que hay que entregar el corazón hasta la muerte.
Mientras tanto al occidente de la casa que ocupo
hay una imagen encaramada en el mundo
(¡mayor razón para que viera claro!)
y allá junto a sus pies de frío mármol
una colonia alegre
se va en las tardes
cantando a los cinemas.
Bajo la sombra de “El Salvador del Mundo”
se mira el rostro de los explotadores.
Sus grandes residencias con ventanas que cantan.
La noche iluminada para besar en Cadillac
a una muchacha rubia.
Allá en el resto de la patria, un gran dolor
nocturno: allá y yo con ellos, están los explotados.
Los que nada tenemos como no sea un grito
universal y alto para espantar la noche.
Allá las mesas de pino; las paredes
húmedas; las pestañas de los tristes candiles;
la orilla de un marco de retrato apolillado; los porrones
donde el agua canta; la cómoda
donde se guardan las boletas
de empeño; las desesperadas
camisas; el escaso pan junto a los lunes
huérfanos de horizontes; el correr
de los amargos días; las casas
donde el desahucio llega y los muebles
se quedan en la calle
mientras los niños y las madres lloran.
Allá en todo esto, junto a todo esto,
como brasa mi corazón
denuncia al apretado mundo,
la desolada habitación del hombre que sostiene
el humo de las fábricas.
Esta es la realidad.
Esta es mi Patria: 14 explotadores
y millones que mueren sin sangre en las entrañas.
Esta es la realidad.
¡Yo no la callo, aunque me cueste el alma!”
San Salvador, 26 de octubre de 2023
Fotografía: https://humanidades.com/clases-sociales/