Por: Revistaajo. 15/03/2021
Y un día nos damos cuenta que, en materia de géneros, todo lo que entendemos por natural y dado es una gran mentira. Un ensayo que propone pensar la sexualidad en clave socio-histórica y entender a nuestro cuerpo como agente activo de la cultura, capaz de dar batalla a los mandatos normalizadores que pretenden decirnos quiénes somos o quiénes debemos ser.
—Qué aberración, ¿no? Una verdadera atrocidad.
Las palabras salían de la boca de un policía que le estaba tomando la denuncia a Gabriela por el robo de su celular. Era el 11 de diciembre del 2013.
—¿De qué me habla?
El comisario la reconoció. Le hablaba del DNI que hacía poco le habían entregado a su hija Lulu.
—Tengo una nena de esa edad y jamás permitiría que fuera al jardín con una nena como la suya.
También dijo algo del baño, de los degenerados que “andan por ahí” y desoyó las explicaciones de Gabriela.
—Es tan raro, porque no deja de tener un cuerpo de varón… Digo yo, cuando sea más grande y se caliente, se le va a parar, ¿no?
Si nuestro hijo nos pregunta si un nene puede tener vagina o nuestra hija nos cuenta que en el jardín su mejor amiga tiene pene, ¿qué respondemos? ¿Desde dónde arrancamos para explicarle? ¿Cómo juntamos las piezas de nuestro rompecabezas moderno que nos enseñó que las nenas con las nenas, y con vagina, y los nenes con los nenes y, por supuesto, con pene?
Para poder desentrañar algo de todo esto primero debemos comenzar a pensar a la sexualidad como una experiencia en clave socio-histórica, más que como una experiencia biológica. Esto es igual a decir que la mayoría de lo que entendemos como natural, como algo que siempre estuvo ahí y que siempre fue así, simplemente no lo es.
Las construcciones sobre las sexualidades y los discursos sociales se nos meten en nuestras camas, nuestras cocinas, nuestros mundos más íntimos, y también en el jardín de nuestros hijos y nuestras hijas. Hace tiempo ya que dejamos de entender al ser humano como un hecho de la naturaleza, como un objeto que desafía a la cultura. Por el contrario, nuestro cuerpo es un agente activo de la cultura; se nutre de la naturaleza, pero casi siempre está batallando contra sus mandatos, contra sus obligaciones y, sobre todo, con esa pretensión normalizadora que nos dice quiénes somos o quiénes debemos ser.

La diferencia desquiciada
Cuando nos preguntamos por la diversidad sexual, todos los cimientos del edificio teórico comienzan a tambalearse. ¿Qué es lo que parece haber estallado con la visibilización de las diversidades sexuales?, se preguntan Ana María Fernandez y Walter Siquieira Peres en su libro La diferencia desquiciada. Géneros y diversidades sexuales. En principio, lo que se desnaturaliza es el orden sexual moderno y su capacidad de producir identidades sexuales válidas: aquellas personas a las que, a partir de su genitalidad, osea su sexo, se les asigna una identidad, osea su género. Lo que es lo mismo que decir: si nacemos con vagina, somos mujeres, y si nacemos con pene, somos hombres. Esta forma de nombrarnos es lo que se conoce como modelo “binario”, aquel que fija como posibilidad sólo dos términos: femenino-masculino.
En una entrevista al psiquiatra y psicoanalista Alfredo Grande, uno de los profesionales que atiende y acompaña a Luana —la primera niña trans del mundo que a los 6 años recibió su DNI acorde a su identidad de género autopercibida, sin necesidad de un proceso judicial ni clínico— diferenciaba dos componentes esenciales para entender el proceso de formación de la identidad de las personas. El primero es el componente ideativo: cómo nos vemos, y el segundo es el componente afectivo: cómo nos sentimos con aquello que vemos. Habitualmente hay una correspondencia entre estos dos componentes, estos son los cuerpos que se denominan cisgénero. Muchas otras veces no. Ahí es donde aparece lo trans, el componente que estalla, que desordena todo aquello que nos enseñaron y aprendimos y que, entonces, se nos vuelve inexplicable.
Arqueología de la normalización
El 22 de junio del 2017 el Museo de América de Madrid inauguró la exposición: “Trans. Diversidad de identidad y roles de género”. La muestra se propone romper con los tradicionales prejuicios contra las personas trans a través de una mirada abierta a lo sucedido en otros tiempos, así como en otras partes del mundo. La idea surge a partir de un estudio que se realizó sobre la identidad de género de las principales figuras arqueológicas del propio Museo. Tradicionalmente clasificadas en hombres y mujeres, existían muchas figuras que se salían de ese binarismo. “No nos hemos centrado solamente en América porque es una realidad universal, no queríamos hacer una exposición sobre la transexualidad indígena americana para que la gente no pensara que esto es una cuestión de ‘los otros’, de los indios de América, sino que la transexualidad es algo del ser humano y la encontramos tanto en América, como en Europa, en Asia, en África”, explicó Andres Gutiérrez, director del Departamento de América Precolombina del Museo de Madrid y curador de la obra.
Cuando la expedición de Colón arribó a las costas de América, los aventureros se encontraron con realidades de género muy alejadas del binomio hombre-mujer que su idiosincrasia juedo-cristiana había forjado. En los comienzos de las colonias, las primeras interpretaciones de las personas trans fueron mitológicas y atribuidas a un don divino, aunque luego se pasó a una etapa de explicación basada en los pecados y lo demoníaco, seguida de una feroz prohibición y persecución de cualquier identidad por fuera del binomio. Durante los siglo XVI, XVII y XVIII el castigo para las personas trans era la hoguera y el aperreamiento, un método que consistía en lanzar perros entrenados para matar a la persona a la vista de todos. También existen varios documentos de la Colonia que detallan la prohibición de que los indígenas hombres se vistan como mujeres y viceversa.
Sin embargo, en la muestra recoge gran cantidad de casos de personas que, registradas como mujeres al nacer, vivieron toda su vida con identidad y rango de hombres entre sus pares europeos. Tal es el caso de Antonio de Guzmán, nacida como Catalina de Eraso, quien vivió en un convento, fue educada como mujer y a los 15 años decidió escaparse del convento y comenzar a vivir con una identidad de género masculina. Con mucha convicción logró trasladarse a América como marinero y logró tener una carrera militar exitosa al punto tal que, cuando regresó a España, el rey Felipe IV no solo le concedió el grado de Alferez, sino que le reconoció la posibilidad de continuar viviendo acorde a su identidad de género autopercibida y continuar con su rol militar. El mismo rumbo tomó su encuentro con el Papa, quien también le dio el visto bueno para que continúe con su rol masculino, según detallan los documentos de la época.

Patologización de las identidades trans
Manuel no era como los otros nenes, no lograba dormirse, se golpeaba la cabeza contra la pared, se tiraba el pelo, lloraba sin encontrar consuelo a una angustia que parecía ser de toda su existencia. Gabriela, su mamá, decidió llevarlo a una psicóloga.
—Mi hijo de tres años me dice que es una nena.
La licenciada indicó:
—Cuando le diga que es una nena, ustedes le dicen que no. Si se pone una remera, se la sacan; no importa si lloran, tienen que ser firmes con eso.
Al poco tiempo, Gabriela volvió a hablar con la psicóloga para explicarle que así era cada vez peor. Manuel se escondía para ponerse sus remeras o usaba cualquier trapo que tenía a mano para imaginar una cabellera larga y tupida como las de las princesas que tanto le gustaba ver en las películas. La psicóloga insistió:
—Sigan así, no importa lo que llore, es un nene.
Foucault, uno de los pensadores más influyentes del siglo XX, alertaba sobre la forma creciente en que la medicina se imponía por sobre las personas como un “acto de autoridad”. No importaba si una persona estaba efectivamente enferma o no. La intervención de la medicina, como campo y como práctica, respondía a otras necesidades que no eran las meramente circunscriptas al campo de la salud/enfermedad. Esta idea le permitió pensar que el conocimiento y el cuerpo médico, como figura central, estaban moldeando una sociedad no ya de la ley, sino de la norma. Esto solo era posible a partir de este ejercicio constante de distinción entre lo normal y lo anormal.
Con la medicina y, posteriormente, el sistema de salud público convertidos en agentes de control social, gran parte de lo que antes era considerado “maldad”, “maldición” o simplemente algo desconocido, pasó a considerarse enfermedad, lo que es igual a decir que se lo patologizó. ¿Cuándo algo es considerado patológico? Cuando es un problema que necesita un remedio, algo que necesita ser “curado”. Aunque también la definición de patológico se aplica para aquellas situaciones que se corren un poco de lo que normalmente conocemos y que generalmente pone en riesgo todo nuestro mundo conocido hasta ese momento.
Lo normal y lo patológico
¿Por qué tendemos a patologizar aquello que desconocemos? ¿Qué vienen a poner en tensión las identidades trans? Aquí el terreno se complejiza aún más. Otra vez se desarma el rompecabeza moderno, pero ahora también se pierden algunas piezas. ¿Hombres con vagina?, ¿mujeres con pene?, ¿mujeres con barba?, ¿hombres con tetas?, ¿nenas que se llamaban Joaquín y ahora en el colegio se llama Clara?, ¿nenes que festejan un cumpleaños disfrazados de Spiderman y al año siguiente lo hacen vestidos de Frozen? ¿Y qué pasa con el compañero de trabajo que pensábamos que era puto y después de las vacaciones nos juntó y nos dijo que en verdad siempre fue Cecilia? ¿Cómo reaccionamos cuando esa prima, con la que jugábamos a la pelota, nos dice en la navidad que siempre se sintió varón y ahora se llama Ignacio? ¿Qué manual indica cómo tiene que reaccionar una ginecóloga cuando a la consulta llega Cesar para hacerse un papanicolaou? ¿Qué hace el obstetra cuando Claudio le dice que está pensando en ser mamá?
Más allá de las respuestas que podamos ensayar para estas preguntas, lo único cierto es que, en términos generales, no estamos educados para tolerar la diferencia y mucho menos comprenderla. Nuestros esquemas de pensamientos, binarios y robustos, pendulan entre aquello que es normal, que nos tranquiliza, que nos resulta fácil explicar y comprender y aquello patológico, inexplicable, fuera de la norma, que nos confunde y nos asusta. Este esquema binario de entender el mundo está ahí, naturalizado y legitimado en las líneas teóricas de la biología, la medicina, la psiquiatría, pero también se sostienen en la cotidianidad de nuestras acciones y en nuestras vidas íntimas. ¿Cuál será el camino a recorrer entonces por las identidades sexuales disidentes? Sin duda el de la imperativa normalización. Eliminar la amenaza, devolver el orden pero, ante todo, restituir aquello que podamos entender y explicar; encontrar esas piezas que nos faltan.

De autitos y princesas
Manuel y Federico son mellizos. Los dos nacieron biológicamente varones. Cada vez que se acercaba una fecha particular cada uno tenía bien en claro el regalo que el hermano esperaba con ansiedad:
—Manuel, ¿sabes qué quiere Federico para el Día del Niño? —preguntó el papá:
—Sí, quiere un tren.
—Federico, ¿vos sabes que quiere Manuel de regalo?
Federico sin saberlo, y tal vez por eso sin pensarlo, le desaflojaba los primeros tornillos a la maquinaria del género.
—Sí, una muñeca rosa.
Aunque una de las frases de cabecera de las abuelas reza algo así como no importa lo que sea, lo importante es que nazca sanito, muchas veces los controles obstétricos durante el embarazo sirven también para anoticiarnos el sexo biológico del bebé. Puedo ver algo ahí, entre las piernas. Está esperando un varoncito mamá, vaya comprando una pelota de fútbol, dice el obstetra.
Una sola frase de este tipo sirve para que se ponga en marcha toda la maquinaria del género: qué nombre tendrá ese niño, cuáles serán sus primeros juguetes, qué deportes practicará, de qué color será el pintorcito del jardín y el forro de su cuaderno, qué superhéroe soñará ser, cuáles serán los dibujitos que acompañen sus meriendas, qué carrera seguirá, cuál será su profesión, cuál será su trabajo.
Durante toda la vida, pero más aún en la infancia, el espacio lúdico es fundamental para el desarrollo humano. Cuando jugamos adquirimos habilidades cognitivas y también sociales. El juego también nos permite fantasear con aquello que soñamos ser cuando seamos grandes. Si somos nenes lo más probable es que juguemos a ser futbolistas, soldados, constructores, astronautas. Si somos nenas, antes que nada jugaremos a ser mamá, después seguirán los sueños de bailarinas, cantantes o cocineras en algún programa de televisión. No se trata de que las nenas tengan poca imaginación o que los nenes nunca tengan el deseo de jugar a la mamá, sino que muchas veces son las señales prescriptivas del mundo social las que nos encaminan a escoger los juguetes que nos corresponden o nos dejan fantasear solo con aquello que se nos permite ser.
Si redujéramos toda nuestra identidad, nuestra forma de ser y estar en el mundo a nuestros órganos genitales, muchas expresiones de género se quedarían por fuera. “Solo como sexuado un cuerpo tiene sentido, un cuerpo sin sexo es monstruoso”, dice la filósofa Paul B. Preciado. En este esquema binario, nuestros genitales no solamente permiten la reproducción de la especie, sino que también le dan sentido a un cuerpo que viene a este mundo sin demasiadas marcas identitarias de aquello que entendemos por género. De hecho, a simple vista es muy difícil distinguir el sexo de un bebé recién nacido. Por suerte siempre encontramos alguna marca social que nos da el indicio y nos ahorra el mal momento de preguntarle a esa orgullosa mamá: alguna prenda celeste o rosa, ausencia o presencia de abridores en las orejas, algún juguete que nos oriente, un porta chupetes con forma de autito o un babero con la cara de alguna princesa de Disney. Nada queda librado al azar.
Despatologización e identidad
Los avances en materia de despatologización y desjudicialización de las identidades trans, implicaron una visibilización política y social crucial y dejaron en evidencia el contexto de vulneración y exclusión que viven muchas de las personas que deciden vivir su expresión de género distinta a la que indica su partida de nacimiento. En el año 2011 en Argentina se logró sancionar la Ley de Identidad de Género, con un claro enfoque de Derechos Humanos y una perspectiva despatologizante. Se trata de la ley Nº 26.743, que fue aprobada por el Parlamento en diciembre de 2011, luego de un debate en el Congreso argentino iniciado en agosto de ese mismo año. Rectificada en mayo de 2012 por el Senado, logró colocar a la Argentina a la vanguardia mundial en materia de reconocimiento de derechos de disidencia sexual. La ley contempla el derecho a la identidad de género y el libre desarrollo de la persona conforme a su identidad de género autopercibida.
Entre varios avances, en su Artículo 11 contempla y promueve el acceso integral a la salud, y puntualiza el derecho de todas las personas mayores de 18 años de acceder a intervenciones quirúrgicas totales y parciales y/o tratamientos integrales hormonales para adecuar su cuerpo a su identidad de género autopercibida, sin necesidad de requerir autorización judicial o administrativa.
Uno de los aportes más destacados de la ley es la modificación que introdujo al artículo del ejercicio de la medicina Nº 17.132, mediante la cual se prohibía la realización de cirugías de reafirmación de género, conocidas comúnmente como “operaciones de cambio de sexo”. También modificó la Ley del Nombre Nº 18.248. Hasta antes de estas modificaciones, sólo era posible acceder al nombre que cada persona había elegido desde siempre con una orden judicial y una larga serie de pericias médicas y psiquiátricas que diagnosticaran alguno de los “Trastornos de la Identidad Sexual” indicados en los manuales internacionales de psiquiatría.

La importancia de llamarse
Cualquier cosa que Manuel asociaba a lo femenino, le servía para gritarle al mundo que
él era una nena. Se aferraba a fibras de color rosa o violeta o quedaba embelesado con las películas donde aparecían princesas. Cada vez que podía se las ingeniaba para dormir con las remeras de su mamá debajo de la almohada:
—A ver, mirame, sos un nene, sacate esa remera.
Gabriela no se resignaba. Manuel tampoco.
—No, soy una nena.
La negativa de Manuel obligaba a Gabriela a insistir con el tratamiento indicado por la psicóloga:
—No, sos un nene y te llamas Manuel.
Pero Manuel, con sus 4 años, ya tenía claro quién era.
—No, soy una nena y me llamo Luana; y si no me decís así, no te voy a hacer caso.
El 9 de octubre de 2013, Luana se convirtió en la primera niña trans del mundo que a sus 6 años pudo recibir su DNI; y el Estado argentino en el primero en garantizar ese derecho, sin la necesidad de un trámite judicial o una pericia médica que le diga a Luana que, en lugar de una convicción arrolladora sobre su identidad, tenía algún trastorno psíquico. En esta oportunidad, se puso en vigencia el artículo 3 de la Ley Nº 26.743 y la Convención sobre los derechos del niño de la Naciones Unidas que goza de carácter constitucional en nuestro país. A través de esto también se reconocía la capacidad y el derecho de un niño o de una niña a decidir sobre su propia identidad, su destino y su futuro.
El caso de Lulu tomó rápidamente trascendencia internacional. El mismo día de la entrega del DNI, su mamá brindó una conferencia de prensa en la que les decía a todos los padres y las madres que podrían estar atravesando una situación similar que escuchen a sus hijos, que nadie más va a decirle quiénes son mejor ellos mismos. También advertía que el temor al qué dirán o a los prejuicios son siempre de los adultos, que Luana en el jardín tuvo problemas con algunas maestras y directoras y con varias madres que no dejaban que sus hijos se junten con ella, pero nunca tuvo problemas con sus compañeros. Además, contó que Luana pidió una fiesta de DNI, con una torta y muchos regalos, como si fuera su cumpleaños, una fecha que marcaba su nuevo nacimiento.
La falta de acceso a un DNI con el nombre que represente la identidad de género autopercibida continúa siendo hoy una de las tantas barrera que impide el acceso a la mayoría de los derechos humanos básicos para las personas trans. Desde sacar un turno en algún hospital, subirse a un colectivo de larga distancia o acceder a un trabajo, cualquier trámite requiere que acreditemos efectivamente eso que decimos ser. Según las últimas informaciones del Registro Nacional de las Personas, entre el 2012 y el 2016 en la Argentina se entregaron 5500 DNI con la nueva identidad de género autopercibida.
Pedagogía de la disidencia
De la misma manera en que se teje todo un discurso para normalizar una sociedad, las anomalías que se instalan también se intentan normalizar, patologizándolas, medicalizándolas. Nada queda por fuera de este proceso, como normal o patológico, los puentes discursivos de nuestra época se han abierto camino hacia aquello que pareciera lo más íntimo e inconquistable: la sexualidad. La medicina, la psiquiatría, la moral, se nos mete en nuestros cuerpos, en nuestras casas y en nuestras camas. Hablar de la sexualidad entonces, ponerla en discurso, no es otra cosa que actualizar la vieja tensión que sostiene la construcción de la vida en sociedad: la relación entre la naturaleza y la cultura.
Aquello que se piensa y se dice sobre las sexualidades condensa una infinidad de interrogantes sociales que se articulan con un sistema cultural y político que no es otra forma que la que tenemos de ver el mundo y movernos en él. Más allá de las sanciones de un cuerpo de leyes que reconocen y reparan históricamente a colectivos tan vulnerados como el colectivo trans, ¿cuáles son los límites para pensar las corporalidades? ¿Por qué necesariamente un cuerpo, para acceder a una identidad, debe adecuar su genitalidad? ¿Cuáles son las posibilidades de pensar en cuerpos e identidades más allá de lo biológico? ¿Cuáles son los límites que se pueden cruzar cuando la narración de las identidades sexuales está en el centro?
Es cierto aquello de que lo urgente no deja lugar a lo importante. Por supuesto que tal proceso de vulneración y exclusión que han venido sufriendo las personas trans acredita y torna necesario una política pública que contemple sus derechos y que ponga al Estado como principal garante. Sin embargo, las preguntas siguen y siguen dando vueltas: ver a una mujer con pene o a un hombre con vagina o tetas, o simplemente a una persona con marcadores identitarios ambiguos, ¿qué nos viene a decir del cuerpo y sus posibilidades? ¿Qué nos dice de nosotros mismos? ¿Qué piezas empezamos a juntar primero? Sea cual sea la respuesta, en definitiva algo es seguro: todo aquello que aprendimos tenemos que desaprenderlo para volver a empezar.
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Fotografía: Revistaajo