Por: Daniel Cubría. Horizontal. 08/11/2017
(Publicado en 2016)
La corrupción en México no solo ha mostrado una enorme resiliencia ante los embates de la opinión pública, sino una enorme disciplina entre sus integrantes. Para desarmar esta estructura es indispensable la intervención política de la ciudadanía.
Las leyes [injustas] son la telaraña a través de la cual pasan las moscas grandes y las más pequeñas quedan atrapadas
Honoré de Balzac
La corrupción se ha convertido en el tema central del debate público mexicano. Se han multiplicado las denuncias, las investigaciones y las reformas legales que buscan combatirla, pero no ha sido suficiente. Desde distintos frentes, la batalla se ha perdido ante la ausencia de un arma imprescindible: la ciudadanía.
Hay un desfase en la conversación pública sobre la corrupción y la manera en que la vivimos, razón importante por la que la sociedad no se involucra en la lucha. Para hacerla partícipe, primero hay que reconocer que el discurso del combate a la corrupción no usa el mismo lenguaje que el grueso de la sociedad y, en consecuencia, no logra tener resonancia con ella. Una vez que todos logremos hablar en los mismos términos, generar un discurso de interés público donde la ley y el Estado estén al servicio de la ciudadanía, estaremos en mejor posición para discutir cuál debe de ser la estrategia para combatirla.
La lucha que no ha rendido frutos
Tras décadas de reformas que han creado una serie de instituciones encaminadas a contener la corrupción (como la Auditoría Superior de la Federación o el ahora Instituto Nacional de Acceso a la Información) y una apertura restringida a la alternancia del sistema de partidos, nuestros avances en el tema son insuficientes. Una vista rápida al dato más común para medirla, el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) de Transparencia Internacional, nos revela que nuestra calificación ha permanecido casi igual desde 1995, mientras que nuestro lugar en el ranking ha empeorado por la incapacidad social e institucional que tenemos para lidiar con el problema.

Fuente: Transparencia Internacional.
Cuando los números no son suficientes para entender la realidad, ésta se impone por la mala, incluso ante la disposición de la clase política y algunos medios para ocultarla. La corrupción se ha vuelto el tema del sexenio porque hemos visto cómo los personajes corruptos actúan en flagrancia y quedan impunes sistemáticamente.
Ante estos atropellos, la sociedad politizada ha tenido respuestas importantes. No fueron pocas las movilizaciones a raíz de Ayotzinapa, ni tampoco la presión ejercida para pedir la renuncia de Peña Nieto. También han existido importantes campañas de organizaciones de la sociedad civil para poner un freno a los abusos de los poderosos, como la famosa #Ley3de3. Asimismo, el periodismo de investigación que busca desentrañar los casos de corrupción se ha fortalecido y ha ocupado espacios cada vez más relevantes en la agenda pública.
Sin embargo, a pesar de las resistencias que se generan, el sistema corrupto sigue en funcionamiento. Ha demostrado no solo una enorme resiliencia ante los embates de la opinión pública, sino también una enorme disciplina entre sus integrantes, que continuamente se encargan de blindarlo. Por lo mismo, la corrupción se ha convertido de manera creciente en una actividad que se realiza a la luz del día, ante la improbabilidad de una sanción. Nos hemos vacunado contra el mal que aqueja nuestra vida pública y tuerce las leyes, y es por esto que los esfuerzos que están encaminados a combatirla han tenido resultados limitados.
¿Por qué sucede esto? Las causas pasan por un halo de variables como la distribución del poder, la desigualdad, la pobreza y el clientelismo; pero un factor que no está siendo tomado en cuenta son las condiciones del debate público sobre la corrupción. La conversación se encuentra fragmentada, dividida en dos esferas que consideramos independientes pero que están íntimamente ligadas.
Hay dos tipos de corrupción: la de Ellos y la de Nosotros. La primera es la corrupción de los políticos, grupos corporativos que dependen del Estado y grupos económicos coludidos con el poder político. Es la que vemos constantemente en el periódico, nos indigna y a veces nos moviliza, su principal cara es el abuso y el saqueo de los poderosos. Por otro lado, está la corrupción de Nosotros, invisibilizada por la de Ellos, pero palpable y cotidiana para todos. La primera la vemos, la segunda la vivimos: en el hogar, el trabajo, la escuela y la calle. Su principal cara es la lucha constante entre las personas para defenderse del abuso y, en algunos casos, sacar ventaja de las circunstancias.
En buena medida, la corrupción de Nosotros es la que da paso a la de Ellos. De tal forma que cualquier esfuerzo ciudadano para mitigarla estará destinado al fracaso si no toma en cuenta la fragmentación de este debate y busca encausarlo desde la sociedad.
Los responsables de la corrupción
Una encuesta nacional realizada por Opciona en colaboración con Votia en febrero de 2016, revela que solo el 24% de los mexicanos consideran que han sido partícipes de actos de corrupción (de los que 20% aceptaron participar poco; 3% aceptaron participar mucho y 1%, muchísimo), mientras que el 76% restante no considera que lo haya hecho. Por otro lado, para eliminarla en nuestro país, el 51% de los mexicanos creen que la mejor solución es educar a los niños para que en el futuro no cometan actos de corrupción, el 46% considera que deberían de establecerse sanciones duras para políticos y gobernantes que cometen actos de corrupción, y un residual 3% cree que deben de haber sanciones para los ciudadanos que cometan estas faltas. Finalmente, el 79% de los encuestados asocian la palabra corrupción con el gobierno en general –la policía, los gobernantes y burócratas–, de manera marginal la asocian con México, empresarios o mordidas.
Los tres datos anteriores avanzan la intuición de que la corrupción es vista por la sociedad como una actividad que se reduce a la interacción con el gobierno, señalándolo como el primer y casi único responsable. El ciudadano puede ser parte en mayor o menor medida, pero hacerlo rendir cuentas por su responsabilidad, desde esta perspectiva, no es “justo” o prioritario.
La historia restante nos la cuentan los grupos de enfoque que realizamos en Opciona con distintos segmentos de los habitantes de la Ciudad de México. En las sesiones, los capitalinos expresaron que perciben una asociación directa entre la corrupción y los poderosos: para ser corrupto es necesario tener una divisa de poder que otorgue la capacidad de torcer las reglas a su favor. Incluso, muchas veces la historia del corrupto es vista como una de progreso individual, en la que una persona logra acceder a algún puesto de gobierno y en su camino se hace de bienes y privilegios. Ser parte del engranaje se vuelve una aspiración.
Por otro lado, los capitalinos perciben a la sociedad como la víctima de los poderosos, que a su vez corroen la confianza en las instituciones. Así también, la corrupción de Nosotros, que ni siquiera es llamada corrupción, es vista como una herramienta de resolución de problemas y redistribución de poder. Desde esta perspectiva, las mordidas y los “arreglos” de las personas son mañas y soluciones prácticas ante el oprobio de los trámites, la nula practicidad de las reglas o incluso como revancha ante el abuso y el saqueo de los poderosos. “Si no eres justo terminaré siendo corrupto porque no me valoras…”, nos decía Don Beto en los grupos de enfoque, en referencia a su actitud frente a los políticos.
El debate sobre la corrupción y la cultura de la legalidad
Actualmente, la conversación sobre la corrupción está muy centrada en el costo económico de la misma y en la necesidad de contrarrestarla con reformas institucionales. Una y otra vez escuchamos el mítico 9% del PIB que nos cuesta a los mexicanos no combatir el mal que carcome nuestro sistema político, así como de la deuda que heredan los estados por sus gobernadores corruptos. También se habla del Sistema Nacional Anticorrupción, la #Ley3de3 y la necesidad de encarcelar a los “peces gordos” de la política, a los que hay que aplicar “todo el peso de la ley”.
Se habla de dinero, de políticos y de los pactos entre élites, pero –quizá a excepción de la #Ley3de3– no se habla de construir ciudadanos. Por el contrario, parece que el supuesto detrás de estos esfuerzos es la creencia de que el cambio se dará de “arriba hacia abajo”, en forma de cascada, y que eventualmente el Estado de derecho será una consecuencia deseable de haber contenido la corrupción del sistema político. No se toma en cuenta que hablamos lenguajes distintos; que la corrupción de Ellos es distinta a la corrupción de Nosotros.
Aquí vale la pena hacer una parada adicional. La ley, ese lugar común que se repite una y otra vez como mantra y solución a nuestros problemas, tampoco significa lo mismo para todos.
Ni siquiera el lenguaje entre las élites es homogéneo. Mientras el sector empresarial habla de la ley como el apego incondicional a las normas (la “cultura de la legalidad”), la clase política encuentra en su manipulación y aplicación selectiva una herramienta de enriquecimiento ilícito, un escudo para protegerse y una táctica para sacar ventaja. Con el pretexto de cumplir la ley al pie de la letra, los políticos que ejercen el poder sin contrapesos partidistas e institucionales hacen uso de sus facultades para viciar los procedimientos y generar resultados a todas luces alarmantes, pero “legales”. Así pasa en docenas de licitaciones que se otorgan a nivel federal, pero todavía más flagrantemente en el ámbito local, donde los gobernadores se comportan como caciques de los estados y disponen libremente de los recursos públicos que tienen bajo su control. Si antes saqueaban a la paraestatal, ahora crean empresas fantasma y tres capas de prestanombres, todas constituidas ante notarios públicos y dadas de alta en el SAT, como la ley manda.
Pero la diferencia más radical se encuentra cuando comparamos la visión de Nosotros contra la de Ellos. Para el ciudadano promedio la ley no es un medio para ejercer y defender sus derechos, no es un mecanismo democratizador e igualador de la sociedad, sino una herramienta para facilitar los abusos de los poderosos. Si bien la intención original detrás de la ley y su diseño pudieron haber sido buenos, la aplicación de la misma suele abonar a la cultura del miedo. La ley es un mecanismo de extorsión para los agentes con poder, “la oportunidad hace al ladrón”, nos dijo Doña Martha. Por eso, cuando dicen que “la ley no se negocia”, muchos de nosotros levantamos la ceja, puesto que en nuestras interacciones cotidianas con agentes del Estado, como policías y jueces del Ministerio Público, la ley suele estar al servicio del mejor postor.
A veces, incluso, el abuso no proviene de los más poderosos, una ventanilla de trámite gubernamental o un uniforme de policía son suficientes para sentirnos parte de Ellos. Ante la ausencia de justicia, basta con que se le otorgue cierto nivel de discrecionalidad a una persona para que pase de ser el abusado a ser el abusivo. La ausencia de la ley no es la ausencia del gobierno sino la feudalización de sus funciones.
Así que ¿de qué ley hablan cuando mencionan la “cultura de la legalidad”, la del policía, la del MP o la del político en turno que usa sus facultades para extorsionar y saquear? Tal posicionamiento no es la solución a nuestros problemas sino una nueva cara de la simulación.
La complicidad entre Ellos y Nosotros
Todo lo anterior nos permite proponer una hipótesis: el combate a la corrupción no logra sumar a la sociedad porque en gran medida la corrupción de Ellos es justificada por la de Nosotros. La ciudadanía permanece ausente del debate y las estrategias para combatir la corrupción en México porque en el discurso público es tratada como un problema exclusivo de Ellos, no como un problema que permea todos los estratos sociales. Por otro lado, la sociedad se ha vuelto tolerante ante la corrupción de los políticos porque percibe a la ley y el Estado como herramientas de abuso de los poderosos a las que tiene que enfrentarse para subsistir, y no ha conocido el caso contrario en el que sirven justamente para protegerse de Ellos.
Eso que Octavio Paz en “El ogro filantrópico” (1978) llamaba patrimonialismo, “la vida privada [de los gobernantes] incrustada en la vida pública”, se ha extrapolado a la sociedad, en una democracia precaria que ha sido incapaz de establecer un piso mínimo de lo que significa la vida pública. No es, ni siquiera, un Estado mafioso: es un Estado de mafias. El engranaje del sistema de partido hegemónico se transformó en un sistema de tres partidos hermético que no llegó a la ciudadanía. El ciudadano común, por otro lado, tiene que arreglárselas para sobrevivir a pesar de las trabas que el gobierno y los agentes con poder le ponen.
Hay una ausencia de un discurso de interés público en nuestro país porque hablamos lenguajes diferentes. Esto debe de servir como alarma para los activistas y las organizaciones que hablan de manera recurrente sobre “la política”, “lo público”, “la ley” y “nuestros derechos”, ese discurso no está en sintonía con la sociedad porque esas palabras están asociadas con injusticias, arbitrariedades, abusos, y, en el peor de los casos, persecuciones políticas que terminan en cárcel o muerte. México carece de ciudadanos porque la materia prima de su democracia ha crecido bajo la pedagogía de la desconfianza hacia las instituciones y hacia el otro.
Hace falta que la lucha en contra de la corrupción esté anclada en un discurso que reivindique lo público y la convivencia entre pares. Un recordatorio de que las leyes existen para armonizar, en la medida de lo posible, el beneficio propio con el beneficio común, no para extraer el beneficio propio a costa del de los demás. Así, si empezamos por unir esfuerzos y hablar el mismo idioma, podremos construir un significado compartido de lo público y daremos pasos decisivos en el combate a la corrupción.
Después de este paso, la lucha sigue. Activistas, organizaciones de la sociedad civil y los ciudadanos que se quieran sumar, habremos de pensar en formas de traducir los efectos económicos y sociales que tienen en nuestras vidas diarias los innumerables desfalcos y atropellos que propicia la corrupción. Habremos de hacer que los responsables rindan cuentas al respecto y, finalmente, hacer valer nuestros derechos, espacio por espacio. Porque renunciar a lo público es darle paso al abuso, pero sobre todo es declinar a nuestra capacidad de disponer sobre nuestras propias vidas y dejar que Ellos tomen todas las decisiones por Nosotros.
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